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Entre unas cosas y otras, para Ramón fue un fin de semana muy amargo.

Yo no tengo niños. Quiero decir con esto que sigo siendo hija y sólo hija, que no he dado el paso habitual que suelen dar los hombres y las mujeres, las yeguas y los caballos, los carneros y las ovejas, los pajaritos y las pajaritas, como diría yo misma en mis abominables cuentos infantiles. A veces esta situación de suspensión biológica resulta algo extraña. Todas las criaturas de la creación se afanan prioritaria y fundamentalmente en parir y poner y desovar y empollar y criar; todas las criaturas de la creación nacen con la finalidad de llegar a ser padres, y hete aquí que yo me he quedado detenida en el estadio intermedio de hija y sólo hija, hija para siempre hasta el final, hasta que sea una hija anciana y venerable, octogenaria y decrépita pero hija.

Volviendo al principio: también he mentido en otros dos detalles. En primer lugar, no soy lo que se dice alta, sino más bien bajita. O sea, para ser exactos, diminuta, hasta el punto de que los vaqueros me los compro en la sección de niños de los grandes almacenes. Y tampoco tengo los ojos grises, sino negros. ¡Lo siento! No pude remediarlo. Sí es cierto que, para mi edad, parezco más joven. Incluso muchísimo más joven. Muchas veces la gente, al verme tan menuda, me toma por una adolescente cuando estoy de espaldas. Luego me contemplan por delante y dicen: «Perdone usted, señora», sin advertir que es justamente esa frase lo que no les perdono. Una vez me encontraba tendida boca abajo en la playa, en biquini, lagarteando al sol, cuando escuché una voz chillona a mis espaldas:

– ¿Te quieres venir conmigo a dar una vuelta en el pedaló?

Me incorporé sobre un codo y miré hacia atrás: era un chaval de unos quince o dieciséis años. No sé cuál de los dos se quedó más atónito.

– ¿Cómo? -dije torpemente.

– Que si se quiere venir usted a dar una vuelta en el pedaló -repitió el muchacho con gran presencia de ánimo.

– No, muchas gracias; el mar me marea.

Tras lo cual el chico se retiró y los dos seguimos a lo nuestro, aliviadísimos. Fue como un encuentro intergaláctico en la tercera fase.

De modo que parezco más joven, y aunque mis ojos son negros son bonitos. Mi nariz es pequeña y la boca bien dibujada y más bien gruesa. Tengo también unos dientes preciosos que son falsos, porque los míos los perdí todos en el accidente de hace tres años. A veces, cuando estoy muy nerviosa, me dedico a mover la prótesis para atrás y para delante con la punta de la lengua.

Asimismo es cierto que Lucía Romero posee un lunar coqueto en la comisura de los labios. Esa marca menuda es el centro de gravedad de su atractivo, el vértice de sus relaciones con los hombres, porque todos sus amantes, incluidos los más vertiginosos y fugaces, han pretendido poetizar sobre ese milímetro de piel. «Es el mojón que marca el camino hacia tu boca», le dijo una vez uno, por ejemplo. «Es una isla desierta en la que he naufragado», adornó un segundo. «Es un lunar de puta que me la pone dura», comentó algún otro expeditivamente. De manera que el núcleo del erotismo de Lucía Romero, la base de su supuesto encanto, es un fragmento de carne renegrida y defectuosa, una equivocación de la epidermis, un cúmulo de células erróneas que en algún momento tal vez devenga en cáncer.

Por último, a veces a Lucía Romero le parece estar contemplándose desde el exterior, como si fuese la protagonista de una película o de un libro; y en esos momentos suele hablar de sí misma en tercera persona con el mayor descaro. Piensa Lucía que esta manía le viene de muy antiguo, tal vez de su afición a la lectura; y que esa tendencia hacia el desdoblamiento hubiera podido ser utilizada con provecho si se hubiera dedicado a escribir novelas, dado que la narrativa, a fin de cuentas, no es sino el arte de hacerse perdonar la esquizofrenia. Pero algo debió de torcerse en la vida de Lucía en algún momento, porque, pese a que siempre deseó dedicarse a escribir, hasta la fecha sólo ha pergeñado horrorosos cuentos para niños, insulsos parloteos con cabritas, gallinitas y gusanitos blancos, una auténtica orgía de diminutivos.

A base de escribir todas esas necedades para los más pequeños, Lucía Romero se ha hecho un nombre entre los autores infantiles y es capaz de vivir de sus libros. Pero no se puede decir que su trabajo le apasione. De hecho, y como la mayoría de sus colegas, Lucía detesta a los niños. Porque los escritores de literatura infantil suelen odiar a los niños, de la misma manera que los críticos cinematográficos odian las películas y los críticos literarios odian leer. A veces, Lucía coincide con sus colegas, en una feria, por ejemplo, o en un congreso; y es entonces cuando más abominable y más insoportable le parece su oficio, con todos esos hombres y mujeres tan talludos fingiendo destreza juvenil e insensata alegría. Todos esos charlatanes, ella incluida, embadurnando el aire de viscosa dulzura y de diminutivos. Cuando cualquiera sabe que la infancia es en verdad cruel y siempre mayúscula.

Con la desaparición de Ramón aprendí que el silencio puede ser ensordecedor y la ausencia invasora. No es que echara exactamente de menos a mi marido: ya digo que estábamos acostumbrados a ignorarnos. Pero llevábamos una década viviendo a dos, y eso crea una relación especial con el espacio. Ya no me cruzaba con él en el cuarto de baño por las noches, no le oía resoplar en la cama a mi lado, no encontraba los restos de su café en la cocina cuando me levantaba -porque siempre me levantaba después que éclass="underline" Ramón era funcionario del Ministerio de Hacienda y tenía un horario regular-. Cuando vives a dos el mundo se adapta a ese ruido, a ese ritmo, a esos perfiles, y la súbita ausencia del otro desencadena un cataclismo en el paisaje. Me sentía como el ciego a quien un día cambian los muebles de lugar sin advertírselo, de manera que el salón de su casa, tan conocido, se convierte de repente para él en un territorio tan ajeno y desconcertante como la tundra.

La mañana del 31 de diciembre, después de una noche insomne e interminable, telefoneé temprano a la comisaría para ver si tenían alguna noticia. No, no sabían nada; pero ante mi desesperación y mi insistencia me sugirieron que me acercara a la central de la calle Rafael Calvo, en donde podría hablar con los inspectores encargados de las desapariciones. Llegué a Rafael Calvo casi vestida de viuda, con un sobrio, férreo traje de chaqueta color plomo, para intentar impresionar con mi apariencia: a las personas menudas siempre nos es difícil que nos tomen en serio. Pero de todas maneras me hicieron esperar en una salita miserable durante casi una hora. Al fin entró un tipo a hablar conmigo. Se llamaba García. José García, un nombre original. Tenía aspecto de estar aburridísimo.

– Yo que usted me quedaba tranquila durante algunos días. Seguro que al final regresará. Estas cosas pasan muy a menudo -dijo el tipo, como antes había dicho el policía del aeropuerto, sin darle la menor importancia a mi inquietud.

Sus palabras me hicieron visualizar un mundo abarrotado de esposas abandonadas, una muchedumbre de mujeres esperando con eterno desasosiego junto al teléfono. Me sentí insultada.

– ¡Estupendo! ¡Así trabaja la policía en este país! ¡Por supuesto que es mucho más cómodo pensar que Ramón me ha dejado que ponerse a buscarlo! -barboté, furiosa.

Sin perder su expresión de aburrimiento, el hombre abrió una carpetilla azul de gomas y sacó unos cuantos faxes y papeles mecanografiados.

– Mire. Sí que le buscamos. Hemos seguido la rutina habitual. Todos los hospitales, todos los centros de primeros auxilios, todas las estaciones de tren y autobús. Y el aeropuerto, claro. Además del depósito de cadáveres. No está. Mire, hoy es 31 de diciembre. Fin de Año. Hay fiestas, compromisos, cosas. De repente a la gente le entran ganas de cambiar de vida. Si yo le contara. Déle usted unos días.

García tenía tendencia a hablar sincopadamente, usando pocos verbos y llenándose la boca de puntos y seguido. Era un hombre alto y enjuto, de piel cetrina, con una cara difícil erizada de huesos: la barbilla puntiaguda, la nariz aguileña. Uno de esos rostros que, cuando intentan besar una mejilla, sólo picotean en el moflete con sus prominencias óseas, sin que la boca sumida en las profundidades alcance jamás a tocar la carne. Hablaba García moviendo sus labios abisales y yo, al escucharle, imaginé a millones de mujeres desdeñadas que se comían las uvas de fin de año a solas, ataviadas con brillantes y lacrimosos trajes negros. Sentí náuseas y me despedí. No se puede decir que aquella primera entrevista fuera un éxito.