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Pasé por la guardería a recoger a la Perra-Foca y luego regresé a casa. No sabía qué hacer, así es que empecé a llamar a los amigos. Se iban quedando atónitos a medida que se enteraban de la historia. Pero cuando les comentaba lo que me había dicho el policía, creí advertir en ellos (¡en mis amigos!) un silencio estúpido y turbado. Tal vez la tensión y el agotamiento fomentaron en mí la paranoia, pero me pareció intuir que aceptaban como posibles las ridiculas sospechas del inspector. Por eso, cuando Gloria comentó con poco tiento que «hacía tiempo que se nos veía un poco mal», colgué el auricular furiosa y decidí no telefonear a nadie más. De hecho, activé el contestador automático para que me sirviera de parapeto frente a las numerosas llamadas que enseguida se empezaron a producir; y bajé al máximo el volumen, para no tener ni siquiera la tentación de contestar. ¿Qué amigos tenía yo que no sabían actuar como yo esperaba que actuasen? ¿Cómo podían creer en algo tan absurdo como que Ramón había desaparecido de modo voluntario? No había más remedio que reconocerlo, aunque resultara una constatación amarga: más que amigos eran conocidos, parejitas con las que cenar una vez al mes, relaciones puramente sociales. Lucía Romero, autora infantil, pierde de repente a su marido en los urinarios de un aeropuerto y no tiene a nadie a quien recurrir. Qué drama tan ridículo, qué lugar tan desairado el de las mujeres abandonadas, viudas sin viudez, hembras que se desesperan esperando.

Entré en el despacho de Ramón, que era un cuartito pequeño que daba a un estrecho patio, y durante un buen rato contemplé el lugar con atención: la librería, la mesa, la silla rotatoria, el televisor de catorce pulgadas. Todo ello dispuesto con una pulcritud meticulosa: el cenicero siempre en la misma esquina, los libros alineados por orden alfabético, los adornos equidistantes en las baldas. Incluso los clips estaban colocados apretadamente de pie dentro de una cajita: una manía suya de obsesivo.

Miré y remiré por todo el cuarto antes de atreverme a tocar nada, porque a Ramón le ponía frenético que le revolvieran sus cosas. Y cuando al fin aventuré mi mano y abrí los compartimentos de la mesa, asumí por vez primera en toda su dimensión que Ramón no estaba, porque de otro modo jamás hubiera metido un solo dedo en sus cajones. Era una sensación obscena, casi escatológica, como si estuviera hurgando en las visceras de un muerto. Perseguía una revelación, pero no encontré nada: porque uno no sabe ver aquello que ignora que está buscando.

Aunque, a decir verdad, sí que me topé con algunas cosas. Sorpresas pequeñas, poco trascendentales, como, por ejemplo, tres cajas de condones apiladas al fondo del cajón. Que no eran, desde luego, para usar en nuestro lecho conyugal. Además había lápices, todos con las puntas relucientes y afiladas, como soldaditos en formación con bayonetas; chequeras de nuestros bancos, cuadernos cuadriculados con las cuentas domésticas, agendas de regalo sin utilizar de años pasados, caramelos de menta, unos folletos turísticos sobre unas Fabulosas Vacaciones En Tailandia (no, no pensé que se hubiera escapado allí con una rubia: un par de años atrás estuvimos a punto de hacer ese viaje), varias llaves de diferentes formas guardadas en una vieja caja de bombones, calderilla de distintas monedas europeas metida dentro de una bolsa transparente y un fajo de los recibos más recientes: el gas, la luz, el agua, todos ellos sujetos con una gran pinza metálica. Los revisé de modo somero e iba a volver a dejarlos en su lugar cuando uno de los papeles despertó en mí una vaga inquietud. Lo saqué del mazo: no era más que una simple cuenta de teléfono. Pero un momento: aunque estaba a nombre de Ramón, la cuenta no correspondía a nuestro número, sino a un 908. ¡De modo que Ramón tenía un móvil! Qué cosa tan extraña: ¿por qué no dijo nada? Me puse a leer con atención el desglose del servicio: la inmensa mayoría de las llamadas habían sido hechas al extranjero. Tuve una intuición, una sospecha; cogí el teléfono y tecleé el primer número, que además se repetía varias veces:

– Hola, amor… Te estaba esperando… Estoy desnuda, y me he pintado los pezones de rojo para ti… -susurró una voz rasposa al otro lado.

Eran teléfonos eróticos. Ramón tenía un móvil clandestino para que le dijeran guarradas al oído. Marqué al azar un par de números más:

– Mmmmm… Menos mal que llamas, estoy tan caliente que ya no te podía esperar más… He empezado a tocarme…

Todas decían que estaban esperando, lo mismo que las esposas abandonadas esperaban, también ellas, una llamada de hombre en sus teléfonos.

– Te estaba esperando, cabrón… Quieres follarme, ¿verdad? Pero me das miedo, porque eres muy malo y siempre me haces daño…

¡Y encima juegos sádicos! Estaba asombrada. Para entonces yo ya sabía que los seres humanos somos como icebergs, y que sólo enseñamos al exterior una mínima parte de nuestro volumen: todos ocultamos, todos mentimos, todos poseemos algún pequeño secreto inconfesable. Con la convivencia, sin embargo, la imagen del otro se suele ir quedando más y más achatada, como si el iceberg se disolviera en el caliente mar de la rutina. Y a menudo terminamos reduciendo a nuestro cónyuge a un simple garabato en dos dimensiones, a una calcomanía de persona, a una imagen tan repetitiva y tan estrecha que resulta a la fuerza aburridísima. Esta es una de las muchas maneras en que puede terminar un matrimonio: cuando los dos se miran y al otro lado sólo ven una cabecita plana, como un sello.

Pues bien, dentro del estereotipo que yo me había hecho de Ramón no casaba que llamara a los números eróticos, ni que tuviera apetencias sadomasoquistas, y ni tan siquiera que fuera capaz de gozar telefónicamente: ¡pero si en la cama era tan mudo como un madero! El descubrimiento del recibo me dejó un tanto sobrecogida: de repente se había abierto ante mí, espectacular, la enormidad del enigma de las personas, la imposibilidad absoluta de conocer al otro.

Abandoné el despacho y me senté en la sala, seguida como siempre, mansa en su gordura, por la Perra-Foca. Escuché los mensajes del contestador: un revoltijo de pitidos y de frases ansiosas de diversos amigos, algunos invitándome a pasar la noche con ellos (entonces recordé que era fin de año); una llamada histérica de mi madre desde Palma de Mallorca, diciéndome que se había enterado por televisión, y un cuervo periodista intentando picotear en la carnaza. Pero, cómo, ¿el asunto había salido por televisión? Miré el reloj: eran las seis en punto de la tarde. Puse Radio Nacional, para ver si decían algo en el boletín informativo. Y sí, sí que lo decían, al final, en medio de una especie de resumen. No debían de tener muchas más noticias que contar en el 31 de diciembre:

«Desaparece un funcionario de Hacienda en el aeropuerto de Madrid-Barajas mientras espera la salida de su vuelo. Ramón Iruña, de cuarenta y seis años, está casado con Lucía Romero, hija del veterano actor Lorenzo Romero y escritora de cuentos infantiles, entre los que destaca la conocida serie de Patachín el Patito.»

Eso fue todo. Apenas cuarenta palabras y un fastidioso error, porque la autora de Patachín el Patito es Francisca Odón, mi más directa competidora y enemiga (mi personaje más famoso es Belinda, la Gallinita Linda). Y para colmo me definían filialmente, como si toda mi identidad estuviera basada en el hecho de ser la Hija del Caníbal. La única compensación ante tanta amargura fue que calificaran a mi Padre-Caníbal de Veterano Actor, en vez de Célebre, o Famoso, o Estupendo. Estaba segura de que a él le iba a repatear verse tratado así.