Apagué la radio en cuanto que comenzaron a emitir villancicos. El teléfono seguía sonando y el contestador contestando: de nuevo mis amigos, de nuevo el periodista, de nuevo mi madre. No descolgué: me sentía incapaz de hablar con nadie. La Perra-Foca se levantó pesadamente. Se acercó a mí y empezó a darme enérgicos cabezazos en las piernas: no era una manifestación de cariño, sino su manera de decirme que quería hacer pis y que tenía hambre. Las necesidades de la Perra-Foca son siempre puras, concretas, perentorias. Así es que la saqué a la calle, y ella meneó su viejo corpachón de pastora alemana por las esquinas de la vecindad; y después regresamos a casa y le llené el cuenco con su ración de pienso.
Atendida la bestia, me quedé sin saber qué hacer con mi tiempo y mi vida. Afuera de las ventanas era ya de noche; de cuando en cuando se escuchaba el festivo estallido de un petardo. Era uno de esos raros instantes de suspensión del mundo, como si el rotar de la Tierra se hubiera detenido y las cosas estuvieran conteniendo la respiración. Lucía Romero hubiera debido estar en esos momentos en Viena, preparándose para la cena de gala. Lucía Romero había perdido a su marido súbitamente, incomprensiblemente. Cuando él regresara de quién sabe dónde, Lucía se abrazaría a él y le diría: «Ramón, Ramón, ¿qué ha sucedido?», con la voz enronquecida por la emoción y los ojos enternecidos, líquidos. Aunque tal vez no, tal vez Ramón hubiese muerto. «Ha muerto, señora. Lo siento», diría el policía. Y Lucía se agarraría al marco de la puerta con mano temblorosa, y le faltaría el aire, y ni siquiera le dolería, de primeras no, es así como hieren los traumas, al principio ni siquiera le dolería aunque las lágrimas corrieran aparatosamente por sus mejillas. Justo en ese instante sonó el timbre de la puerta y Lucía fue a abrir, incluso corrió a abrir, por si se trataba de Ramón (¿habría perdido la llave?) o del policía portador de la fatal noticia. Pero no era ninguno de los dos. Tan sólo era un viejo. Lucía se lo quedó mirando con aturdimiento.
– Hola. He oído las noticias. Sólo quería recordarle que estoy ahí enfrente, para lo que usted quiera. No dude en avisarme.
Entonces lo reconocí: era el vecino. Un anciano discreto y educado que vivía solo al otro lado del descansillo. Jamás habíamos intercambiado otras palabras que algún saludo casual y pasajero.
– Me llamo Félix, Félix Roble. Tenga usted…
Me tendió un pañuelo blanco y bien doblado, y entonces advertí que mi cara estaba cubierta de lágrimas. Enrojecí, a medias avergonzada y a medias furiosa: me irritaba no sólo haberme puesto a llorar con mis ensoñaciones, sino que además el vecino me hubiera sorprendido. Debía de estar dando la típica imagen de la viuda desconsolada. Un exhibicionismo repugnante.
– No se imagine cosas raras -dije con sequedad, mientras le arrebataba el pañuelo de las manos y me frotaba la cara expeditivamente-. Estaba viendo una película y por eso he llorado -añadí sin mentir demasiado.
– Claro. Yo también lloro a menudo en el cine. Pero lo mío es cosa de la edad. Con el tiempo nos volvemos blandísimos. Y diciendo esto sonrió. Fue una sonrisa muy agradable, ni conmiserativa ni paternalista, una sonrisa cotidiana y tranquila que me devolvió a la realidad.
– No sé por qué me da la sensación de que no ha debido de comer usted mucho últimamente -añadió el hombre-. En casa tengo un jamón de Jabugo excepcional, un paté pasable, un rioja estupendo y pan fresco y crujiente. Me haría usted feliz si quisiera acompañar a este pobre viejo.
Siempre he detestado a las personas que usan lugares comunes al hablar, pero el hombre dijo «este pobre viejo» como si fuera un reto, una broma privada, una coquetería. Como si en realidad no fuera viejo cuando desde luego que lo era, viejo viejísimo y cubierto de arrugas por todas partes. Pero era un viejo gracioso y con estilo. Y yo, lo descubrí de repente, tenía hambre. Así es que antes de que pudiera darme cuenta ya estaba en casa de Félix, el vecino, descorchando la botella de rioja; la cual, por cierto, me bebí yo sola, porque el anciano no probó ni una gota.
Dos horas más tarde yo sabía ya que Félix Roble estaba jubilado, que era viudo, que había regentado una papelería en el barrio pero que la había traspasado a raíz de la muerte de su mujer, que no tenía hijos y que acababa de cumplir ochenta años.
– ¡Ochenta! Pues está usted estupendo.
Lo dije para halagarle, pero además era verdad. Vestía de una manera informal que le confería un aire juvenil, con pantalón de pana, jersey y chaqueta de tweed: parecía un profesor emérito de Oxford. Era alto y delgado y se movía con bastante agilidad: tan sólo el cuello, pegado con cierta rigidez al tronco (cuando giraba la cabeza también hacía girar los hombros), delataba el endurecimiento de un esqueleto añoso. En la oreja llevaba incrustado un sonotone y, por lo que pude advertir, no te entendía del todo bien si no le estabas mirando mientras hablabas. Tenía mucho pelo, todo blanco y brillante, y unos ojos azules muy hermosos: algo lagrimeantes, pero aún intensos de color y de expresión. El resto era una cara fina y aguileña sepultada entre arrugas muy profundas.
– No se lo creerá usted, pero hago una hora de gimnasia todos los días -respondió el vecino con un orgullo pueril que me encantó.
Entonces comencé a explicarle con todo detalle el absurdo misterio de la desaparición de mi marido. No sé por qué lo hice: supongo que necesitaba contárselo a alguien. Félix Roble escuchó con atención, inteligentemente. O eso me pareció a mí, perdida como estaba entre los vapores del vino tinto.
– Bien, recapitulemos sobre lo que tenemos -dijo al cabo-. Primero, una desaparición cuya causa ignoramos por completo. No hay ninguna sospecha, ningún indicio, ningún presentimiento. Y segundo, un enigma que aún no se ha resuelto: cómo salió Ramón del cuarto de baño sin que usted lo viera. Creo que por el momento podríamos concentrarnos en intentar resolver ese acertijo. No por qué se fue, sino cómo se fue. Y se me ocurre que sólo hay cuatro posibilidades: una, que no se fuera.
– ¿Qué quiere decir?
– Que Ramón siga allí, en los servicios.
– ¿Pero cómo? Yo miré…
– Sí, pero hay paredes dobles, trampillas, armarios escondidos. ¿Sabe usted si algún especialista de la policía ha revisado los urinarios?
Guardé silencio: acababa de visualizar a Ramón emparedado detrás de las pulcras baldosas blancas del retrete; Ramón metido en un zulo; Ramón asfixiado, apuñalado, amoratado, muerto.
– Dos -prosiguió el viejo-. Que, lo mismo que puede haber un armario escondido, haya también alguna puerta camuflada. Esto es, que haya salido o le hayan sacado por otro lado.
Félix calló y se me quedó mirando atentamente.
– ¿Y qué más? -le animé.
– Tres, que haya salido por la puerta normal… y que usted estuviera distraída y no se diera cuenta.
– No. No es posible. Lo he pensado mucho y no es posible. Estuve vigilando el baño todo el rato. Soy un poco maniática, ¿sabe usted? Y me pone nerviosa que a la gente se le ocurra irse al servicio justo cuando nos vamos a embarcar.
– Y cuatro, entonces: que haya salido por la puerta, pero disfrazado. Esas son las únicas posibilidades que tenemos. Yo creo que merecería la pena que nos acercáramos ahora mismo a Barajas a inspeccionar esos urinarios, ¿no le parece?
Bien, lo más extraordinario es que me pareció. El nivel de mi estupor etílico puede intuirse en el hecho de que me resultara tan normal la idea de irnos al aeropuerto, en mitad de la noche de Nochevieja, para escudriñar al alimón unos retretes públicos. En un abrir y cerrar de ojos me encontré instalada en el asiento delantero del coche de Félix Roble. Porque el hombre tenía coche: para ser exactos, un vehículo bastante extraordinario. Era un viejo Renault 5 pintado a mano de color amarillo rabioso, con una gruesa franja negra, también artesanal, que cruzaba de la proa a la popa trepando por el techo: