– Y este amigo quiere que vayas a ver a tu marido.
– ¿Dónde está, cómo está? -dije.
De pronto lo encontré junto a mí. El pelirrojo había girado sobre sí mismo con increíble rapidez, había dado una zancada y estaba junto a mí. Me agarró la cara con su mano derecha. Apretó tanto mis mejillas que mi boca salió proyectada hacia delante, como el morro de un pez.
– Ya te he dicho que no debes hacer tantas preguntas. Te lo he dicho.
Adrián vino en mi ayuda, pero cuando quiso llegar junto a nosotros el matón ya me había soltado.
– Eh, tú, no la toques -dijo mi querido Adrián, en el más perfecto estilo de héroe de película, dando un empellón en el hombro de su enemigo.
Y al instante siguiente se desplomó de rodillas sobre el suelo.
Al parecer, el matón le había arreado un puñetazo en la boca del estómago, aunque yo ni siquiera llegué a advertir el movimiento. Me precipité hacia el muchacho, que intentaba coger aire con inhalaciones espasmódicas.
– ¡Animal! -grité.
– Calma, nena. Calma -dijo el chulo-. Esto no es más que un transporte gratis. Vengo a llevarte conmigo y así no pagas taxi. No lo hagamos innecesariamente desagradable.
Senté al jadeante Adrián en el sofá e intenté serenarme.
– Está bien. En cuanto que se recupere, nos vamos.
– ¿Que nos vamos? ¿Quiénes nos vamos, guapa? Para este viaje sólo tienes billete tú. Estos dos se quedan. Félix carraspeó.
– Eso no puede ser. Mire, señor, no vamos a dejar que vaya sola con usted.
El pelirrojo se echó a reír:
– ¿Cómo dices, abuelo? ¿Que no vais a dejar que qué? -dijo con aire zumbón.
Félix se acercó hacia el tipo con paso renqueante. Se me pusieron los pelos de punta. El viejo no aguantaría un puñetazo como el de Adrián sin partirse en dos.
– Déjalo, Félix. No importa, déjalo -le dije ansiosamente. Pero Félix prosiguió impertérrito con su torpe avance de tortuga hasta pararse frente al chulo.
– Que lo dejes, viejo, ¿no lo oyes, so «chalao»? -dijo el pelirrojo, curvando los labios hacia abajo, despectivo, mientras agarraba a Félix por las solapas.
Tengo que hacer algo, pensé, tengo que intervenir. Estaban en mitad de la habitación, apenas a un par de metros de distancia de mí, Félix de espaldas y el matón de frente. Y entonces sucedió una cosa digna de verse: la cara del pelirrojo empezó a palidecer hasta ponerse de color ceniciento. Vi que soltaba el cuello de Félix con cuidado. Y después advertí que Félix le había hincado en la barriga la punta de su pistolón.
– Bien. Date la vuelta -dijo Félix.
– Cuidado, abuelo, que esas cosas las carga el demonio…
– ¡Date la vuelta!
– Ya voy, ya voy.
El jovenzuelo que aguardaba junto a la puerta había dado dos pasos hacia nosotros, pero la pistola de Félix, hábilmente dirigida a uno y otro matón de modo alternativo, había detenido su avance en seco. Algo había en el gesto y los movimientos de mi vecino, algo en su calma y en la naturalidad con que manejaba el arma, que le hacía parecer lo suficientemente peligroso como para obedecerle. El pelirrojo se giró y quedó de espaldas. Entonces Félix le agarró la chaqueta por el cuello, a la altura de la nuca, y dio un tirón seco hacia abajo. La chaqueta se volvió del revés y se deslizó por la espalda hasta apelotonarse a medio camino, trabándole los brazos al mafioso. Desde atrás, y con hábiles dedos, Félix sacó el arma del pelirrojo de la sobaquera, que había quedado al descubierto.
– Y ahora túmbate en el suelo con las piernas abiertas.
– Tranquilo, abuelito…
– Túmbate o disparo.
El pelirrojo se dejó caer patosamente sobre la moqueta, golpeándose la barbilla al no poder usar las manos. Adrián se levantó del sofá aún encorvado sobre sí mismo:
– ¡Hay que desarmar al otro! -dijo, dirigiéndose hacia la puerta.
– ¡Quieto, no te acerques a él! -le paró Félix-. Tú, quítate la chaqueta.
El gorila joven miró dubitativo a Félix.
– ¡Hazle caso, imbécil! -gimió el Caralindo desde el suelo-. ¿Quieres que nos mate?
Félix le atizó un puntapié al pelirrojo en un costado. El tipo soltó un grito.
– Conque quieres que nos mate, ¿eh? -gruñó el viejo.
– ¡Yo no he dicho eso!
– ¿Cómo que no? ¡Te he oído! «Quiero que les mates», le has dicho a este joven.
– ¡No, no! «¿Quieres que nos mate?», eso es lo que he dicho, ¡eso es lo que he dicho! «¿Quieres que nos mate?» Félix se rascó la cabeza con la mano no armada:
– Vaya. Pues se ve que he oído mal. Siento lo de la patada. Es que estoy un poco sordo. A ver, ¿cómo llevamos lo de la chaqueta?
El jovenzuelo ya se la había quitado y la había arrojado a sus pies. También llevaba sobaquera.
– Agarra la pistola con dos dedos, muy despacio, y tírala sobre el sofá.
El chico lo hizo.
– Ahora ven aquí, coge esa lámpara y ata los pies y las manos de este mierda con el cable.
Félix se refería a una pequeña lámpara de madera cuya pantalla imitaba la piel de un leopardo, una fruslería posmoderna que estaba encima de la mesa rinconera y que tenía un cable larguísimo. El gorila jovencito la cogió y ató al pelirrojo con esmero.
– Ayúdale a levantarse.
Ahora el matón no parecía gran cosa, atados los pies, las manos a la espalda, con la chaqueta hecha un burruño entre los codos y una lamparita de piel de leopardo sintética colgando de sus muñecas. A instancias de Félix y de su pistola, el pelirrojo fue dando saltitos, ayudado por el joven, hasta el gran armario empotrado del pasillo, en donde fue metido y encerrado con dos vueltas de llave.
– ¡Estás chalado, viejo, te vas a enterar, te vas a acordar de mí! -amenazó a gritos desde el otro lado de la puerta, recuperando algo de su chulería al comprobar que no iban a cargárselo.
Félix se volvió serenamente hacia el otro pistolero.
– Y ahora tú nos vas a llevar a donde nos ibas a llevar antes. Pero a todos. ¿De acuerdo? Con tranquilidad. No queremos líos.
El chico se encogió de hombros.
– Por mí…
El viaje en coche nos tomó cierto tiempo. Salimos de Madrid por la autopista de La Coruña. Conducía el jovenzuelo y a su lado iba Adrián. Detrás, Félix y yo. Al principio, Félix llevaba la pistola pegada a la nuca del gorila, pero al cabo de algunos kilómetros el chico protestó educadamente:
– Mire usted que por aquí hay bastantes baches y lo mismo nos sucede una desgracia.
Félix consideró que era una observación prudente y retiró el arma. Esas fueron, por otra parte, las únicas palabras que pronunció el muchacho durante todo el trayecto: conducía tan calmoso, ausente y aburrido como un chófer profesional que cubre una ruta turística archisabida. Al fin llegamos a nuestro destino, una granja de perros en las proximidades de Valdemorillo que, según los carteles, estaba especializada en la cría de dóberman. El tipo paró el coche y Félix le palmeó apreciativamente las pesadas espaldas:
– Lo estás haciendo muy bien, chico. A ver si sigues así de tranquilito.
– No me toque las narices, abuelo -contestó el muchacho en un tono juicioso, casi amable, como si fuera verdaderamente nieto de Félix.
Y, saliendo del automóvil, se alejó a grandes zancadas. Nosotros nos apresuramos a seguirle.
La granja era una horrible construcción de hormigón y ladrillo amarillo que imitaba la forma de un castillo. Estaba medio oculta entre pinos y rodeada por una amplia extensión de terreno vallado. Nosotros habíamos aparcado en una especie de patio enlosetado que había delante del edificio. No se veía a nadie, salvo a los perros, que, metidos en grandes perreras de tela metálica, estaban organizando un escándalo formidable. Debía de haber por lo menos una docena de animales.