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Me volví hacia mi marido:

– ¿Qué está sucediendo? Ramón se puso rojo:

– Te lo puedo explicar, te lo puedo explicar, verás…

– ¡No quiero que me lo expliques! Ya veo cómo son tus malditas explicaciones. Quiero que me lo cuentes desde el principio hasta el final. Todo. Y sin adjetivos. ¿Has oído? La verdad descarnada.

– Te lo voy a contar yo, guapa. Te lo voy a contar yo. Tu marido lleva sacándose un estupendo sobresueldo desde hace la intemerata de años. O sea, sisaba en el ministerio y firmaba inspecciones falsas y esas cosas. Pero no es que robara. No, señor. Porque sus jefes estaban en el ajo. Todo el mundo está en el ajo. Ministros, militares, abogados gordos. Y banqueros más gordos todavía. Pero los que vamos a ir de paganos vamos a ser el melón de tu marido y yo, hay que fastidiarse.

García se calló durante unos instantes, sumido en un nuevo arrebato de autocompasión.

– Entonces lo que decía la juez Martina era verdad… -murmuré.

– ¿Qué decía esa zorra? -preguntó García.

– Ahórrese las zafiedades, si no le importa.

– Vamos, tía, no te pongas finolis que no tenemos tiempo. ¿Qué decía?

– Que Ramón formaba parte de una trama de corrupción que incluía a varios ministros. Y que usted estaba metido en el asunto.

– Pues sí. Tal cual. Es lista la zorrita.

– Lucía, déjame explicártelo -intervino Ramón, que había permanecido callado y retorciéndose las manos durante nuestro diálogo.

Lo miré indignada.

– No quiero más mentiras.

– No, no. Esta vez sí que te estoy diciendo la verdad. Mira, yo nunca… Yo no… He pensado mucho en todo esto, sobre todo aquí encerrado durante los últimos meses, y me he dado cuenta de que yo nunca hubiera hecho nada malo por mí mismo. Soy demasiado… Demasiado cobarde, creo. Y quiero creer que también soy demasiado honrado para eso. O sea, lo era. Bueno, por lo menos un poco honrado sí que fui.

– Me vas a hacer llorar, pichón -se burló García.

– Yo creo que en el mundo hay un puñado de gente sin escrúpulos -prosiguió Ramón sin hacerle caso-. No son muchos, pero son tipos verdaderamente impresentables. Personas sin principios y que abusan de su poder y todo eso…

– Pero qué pajarracos tan malos hay por el mundo… -rebuznó García con una risotada.

– Y luego hay otro puñado de gente decente. Pero decente de verdad, ese tipo de personas que son fuertes y generosas y llenas de seguridad moral y que jamás harán nada malo aun en la peor de las circunstancias. Pero tampoco son muchos los tipos decentes.

– A Dios gracias -apuntó el inspector.

– Y yo creo que en medio de estos dos extremos se extiende una masa amorfa de individuos, la enorme mayoría, personas bien intencionadas y agradables, pero débiles, o cobardes, o demasiado ambiciosas, o inseguras, o quizá estúpidas… Esta enorme masa se portará de maravilla durante toda su vida si no es tentada a portarse mal. Pero en épocas de desmoralización o de infamia o de corrupción caerán en el delito o por lo menos lo permitirán y se harán cómplices. Acuérdate del III Reich: todos los alemanes sabían lo de los campos de exterminio y prefirieron ignorarlo.

La exposición de mi marido me recordó de un modo angustioso al Ramón de antaño. Al Ramón izquierdista y progre, que se enorgullecía de haber pertenecido a una célula marxista radical durante los años universitarios y de haber corrido delante de los grises soltando un reguero de octavillas.

– Hay que ver cuánta palabrería histórica para contar que uno ha metido la mano… -bufó García.

– Yo soy de esos, Lucía. Un débil y un mediocre. Verás, uno no se corrompe de la noche a la mañana. No es que uno llegue a los cuarenta años virgen de componendas y de repente entre en tu despacho un tipo con una maleta de cocodrilo cargada de billetes y te diga: «Te voy a pagar 200 kilos si mañana tiras por las escaleras a tu abuela.»

– ¡Joder! Vaya un ejemplo más imbécil -dijo el inspector.

– No sucede así, no sucede así. Al contrario, las tentaciones son pequeñas, múltiples, graduales. Vivir es ser tentado, sabes. Todos los días de tu vida tienes que tomar decisiones que poseen cierto fondo moral. Y uno decide. Vas dando pasitos. Para adelante, para arriba o para abajo. Y cada pasito te conduce al siguiente. Por ejemplo, empiezas aceptando un pequeño sobre mensual para redondear tu sueldo. Puede ser una cantidad modesta, cincuenta o cien mil pesetas como mucho, y es un dinero que aparece en los presupuestos disfrazado como una compra de material de oficina, por ejemplo. Sí, claro, es una irregularidad, pero, en fin, ya se sabe cómo es la Administración, hay que hacer estas trampas porque si no la burocracia impediría que te aumentaran el sueldo. Y tú crees merecer esas cincuenta mil pesetas de más, eso desde luego. Las mereces, te dice tu jefe, que es quien te las paga y se paga de paso el triple a sí mismo. Y además, ¡es tan poca cantidad! Y todo el mundo recibe el mismo sobre, no vas a ser tú el único idiota que se queda sin ello.

– Muy bien contado, sí señor -aplaudió el policía.

– Empiezas así, con una tontería, y después vas necesitando más dinero y eres cada vez más ancho en tus criterios. Entonces te piden pequeños favores a cambio de ese sobresueldo, y tú vas aceptando; y así pasan los años, y tú has seguido diciendo que sí a todo; y al final te descubres encerrado en una habitación como esta, explicándole a tu mujer que eres un cerdo.

Casi me había conmovido. Casi le había perdonado. Pero entonces recordé lo que me había hecho. El miedo, la angustia y sobre todo el engaño, ese engaño insoportable, inadmisible. ¡Pero si había vuelto a mentirme unos minutos antes!

– Sí, explicándome que eres un cerdo, pero con doscientos millones en el bolsillo.

Por los labios de Ramón bailoteó una mueca vagamente parecida a una sonrisa. Al final se contuvo con esfuerzo y suspiró:

– Sí. Eso es verdad.

– Y me parece que no estarías dispuesto a echarte para atrás por mucho que dramatices las cosas ahora. O sea, creo que prefieres tener doscientos millones y ser corrupto a ser inocente y no tenerlos.

Volvió a suspirar:

– Pues a lo mejor tienes razón. ¿Qué quieres que le haga, Lucía? Las cosas son así. Lo siento.

– ¿Y Orgullo Obrero?

– No existe. Cuando supimos que empezaba a haber filtraciones nos inventamos esa organización fantasma y escribimos las cartas haciéndolas pasar por más antiguas. Unos meses antes ya se había utilizado un truco parecido con un tío de Valencia, y funcionó. El plan consistía en parar las investigaciones en el primer nivel, es decir, en el nuestro. Que la juez creyera que el dinero había ido a parar a un grupo político y dejara de rastrear la huella de las cuentas bancarias.

– Pero ¿por qué no te llevaste tú mismo los doscientos millones? ¿Para qué todo ese lío de la caja de seguridad?

– Así la historia parecía más creíble -dijo García-. Se me ocurrió a mí. Una idea estupenda, ¿no?

– ¿Y el intento de atraco?

– También fue cosa mía -se pavoneó el inspector-. Para quitarnos de problemas. Porque lo de entregar el dinero de un rescate siempre es complicado y te pueden echar el guante. Además, así quedaba más natural que luego tu marido no apareciera. O sea, si no había dinero para pagar el rescate, entonces los cabrones de los terroristas se podrían haber cargado al rehén, ¿no?

– Y yo mientras tanto desesperada… Pero qué miserables… -me indigné.

– C'est la vie, que dicen los gabachos -chuleó García-. Así son las cosas, nena. También a éste le tuvimos que cortar el dedo, y eso que no quería. Pero se tuvo que joder.

– ¿Y para qué ha servido, eh? -le contestó Ramón con rabia-. ¿Para qué ha servido? Si ahora se ha descubierto todo el pastel, ¿para qué sirvió que me cortaras el dedo, pedazo de animal?