– Pero qué dices, tío, si fue un toque maestro. Y no te quejes, que bien que te han pagado ese dedito.
– ¿Cómo que te han pagado?: -me extrañé.
– Sí, bueno… -Ramón se ruborizó-. Es que… No ha sido por el dedo, o sea, no por el dedo sólo, sino por quitarme de en medio. Por dejarme quemar, para que los de arriba se salvaran. A cambio de eso me dieron otros… Ejem… Otros doscientos millones. Por eso me reía antes cuando… Me sonreía cuando… Cuando tú dijiste lo del dinero que…
No pudo seguir hablando porque rompió en irrefrenables carcajadas, con acompañamiento de fuertes palmadas sobre el muslo y espasmódicas sacudidas de diafragma. Me lo quedé mirando estupefacta.
– Perdón… Ji, ji, ji… Ay, perdón… -dijo al fin, secándose las lágrimas e intentando contenerse con aire contrito-. Son los nervios.
Bien, ya no teníamos nada más de qué hablar. Habíamos vivido diez años juntos y yo conocía de él cosas tan íntimas como el olor de su cuerpo tras una noche de sudor y de fiebre, pero no teníamos absolutamente nada que decirnos. Hasta ahora, Ramón había sido una parte mía, pero hoy era ya una parte muerta. Como el recorte de una uña. Tejido orgánico de desecho. Me di cuenta de que todo había terminado; y ni siquiera sentía el deseo de reprocharle o de pedirle cuentas. Sólo quería marcharme de allí; y olvidarme de él, y no volver a verle. Esto último parecía fácil, puesto que Ramón y sus compinches iban a huir con destino desconocido en las horas siguientes.
– Me voy -exclamé, abalanzándome hacia la salida con una súbita sensación de asfixia.
– Pero Lucía… -dijo Ramón con voz pedigüeña.
– Ni una palabra más. No digas ni una palabra más. No quiero volver a verte. Desaparece.
García metió entre mis manos un sobre grande cerrado con cinta adhesiva:
– Toma, cielito. Un regalo para ti. Son un montón de documentos la mar de interesantes. Enséñaselos a la jueza: si esa zorra es tan lista como parece, seguro que con esto podrá enchironar a más de uno. Digamos que son las instrucciones para cazar capullos.
Di un empujón a García, abrí la puerta y abandoné el cuarto de una zancada. Al otro lado me estaban esperando Félix y Adrián, tan inquietos como dos leopardos en una jaula. Les miré, aferrada aún al sobre color pardo y casi asfixiada de congoja. La piel de Ramón. Su carne de hombre mayor, músculos macerados por toda la vida ya vivida. Me había emocionado esa piel tan hecha por el tiempo, la especial blandura con la que cedía bajo mis dedos. Me había conmovido hacer el amor con Ramón, y no sólo porque fuera él, sino porque era un hombre maduro. Venía desde lejos, como yo misma. Y estaba medio deshecho, como yo. Frente a mí, Félix y Adrián me seguían contemplando con expectación. Tragué con esfuerzo un nudo de lágrimas:
– Se acabó -dije.
Y me sentí aliviada y un poco muerta.
He mentido. Llevo escritas cientos de páginas para este libro y he mentido en ellas casi tantas veces como en mi propia vida. He mentido, por ejemplo, respecto a mi situación profesional. Al principio he dicho que era capaz de vivir de mis textos, y esto ya hace mucho que dejó de ser verdad. Los cuentos de la Gallina Belinda han ido experimentando un firme y sosegado decaimiento en sus ventas al público durante la última década, y al final llegaron a ser tan invisibles como los textos del Boletín Oficial del Estado. Fracasar en algo que de por sí te parece un fracaso es rizar el rizo de la derrota: yo me dedicaba a algo que me parecía una porquería y encima lo hacía mal.
El languidecimiento de mi estrella como escritora infantil me fue comiendo la moral; en vez de buscar otros medios de ganarme el sustento, había ido apoyándome más y más en el sueldo de Ramón. Con el tiempo me convertí en una mantenida: yo, que siempre había abominado de la esposa pasiva tradicional. La situación contribuyó a distanciarnos y acabó con las pocas briznas de orgullo que me quedaban; llegó un momentó en que no tenía confianza en mí misma ni para ir a hablar con el cajero de mi banco. Hasta que al fin un día sucedió lo que tanto había temido. ¿Recuerdas que he dicho que fui a pedirle un adelanto a mi editor? Pues bien, su respuesta no fue como antes la he descrito. Al contrario: cuando le pedí dinero, Emilio tosió, se sofocó y encendió un cigarrillo. Lo cual me pareció una señal de muy mal agüero, porque ya tenía otro cigarrillo humeando delante de sí en el cenicero.
– Lo… Lo siento mucho, Lucía, pero no va a poder ser.
– ¿No puedes adelantarme el próximo libro? ¿Estás mal de liquidez? -intenté ayudarle y ayudarme.
– No, no es exactamente eso, es… No puedo darte un adelanto, Lucía, porque los resultados económicos de tus últimos trabajos han sido muy… Desesperanzadores, digamos. Quiero decir que todavía no hemos recuperado el dinero que te dimos en los últimos cinco libros, y ya es imposible que lo recuperemos, porque los ejemplares sobrantes van a ser guillotinados.
– ¿Pero por qué? ¿No es una tontería destruir unos libros tan bonitos? Aguantad un poco, estoy segura de que terminarán marchando bien, ha sido cosa de la crisis económica…
– No te engañes, Lucía. La Gallinita Belinda no interesa. A lo mejor es estupenda, no lo niego, pero a los niños no les interesa. Y vamos a guillotinar los ejemplares que nos quedan porque no hay manera de venderlos y el almacenaje nos sale muy caro. Lucía, no sabes cuánto siento todo esto y cómo me cuesta tener que decirte lo que te digo. Pero se acabó la Gallinita Belinda. No te puedo dar un adelanto porque ya no habrá más adelantos. No vamos a sacar más libros tuyos.
Sentí que me caía en un pozo, que me volvía pequeña y deleznable, Alicia en el País de las Ignominias.
– Pero puedo cambiar de personaje, puedo inventarme al Oso Primoroso o a Paquita la Hormiguita, yo qué sé, Emilio, no me hagas esto, por favor.
– Lo siento, Lucía. Ya sabes que yo no soy el único socio en esta empresa. Por el momento hemos decidido no seguir publicando tus obras. Pero no es el fin del mundo, mujer. Inténtalo con otra editorial.
No me atreví a intentarlo, por supuesto: tenía el orgullo tan despellejado que era incapaz de aguantar otra negativa. Qué extraña cosa es el orgullo herido: es como un animal que brama dentro de tu pecho. Y es ese chillido de bestia agonizante lo que te vuelve loco, lo que te hace mentir para olvidarlo. Para poder soportar lo insoportable.
Ánimo, Lucía: un pequeño esfuerzo más, cuéntalo todo. No podrás terminar este libro si no dices todo lo que tienes que decir. Sobre Ramón, por ejemplo. Porque también he dado una imagen falsa de Ramón. Mi relación con él no tiene nada que ver con lo que aquí he dejado intuir. He dicho que era un ser tedioso y abrumadoramente gris, y tú te preguntarás: «Entonces, si era tan aburrido, ¿por qué se fue a vivir con él?» Te lo voy a contestar: porque le amaba.
Al principio, cuando nos conocimos, sentí por Ramón la habitual pasión loca acompañada de los correspondientes desenfrenos: palpitaciones, estrangulamientos del estómago, sudores de agonía, éxtasis seráficos al escuchar su voz al otro lado del teléfono, al oler su piel o morder sus labios. Y luego todo eso se pasó. Murió, como mueren siempre las pasiones. Se apagó dentro de la rutina y del desdén.
Soy yo la culpable, lo sé bien. Fue a mí a quien se le derrumbaron la ilusión y el deseo. Siempre me sucede lo mismo: es una catástrofe repetitiva e inexorable. Al cabo de un par de años o algo así envío a mi pareja al espacio exterior, o tal vez sea yo la que se marche mentalmente a la Luna. A partir de entonces el embeleso se deshace y El Hombre se transmuta en un hombre cualquiera con el que de repente me descubro durmiendo. Es una decepción ese descubrimiento.