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Los humanos casi siempre terminamos nuestras pasiones así, con un proceso de demolición interior, pero el hecho de que se trate de la insensatez más común del planeta no aminora en lo más mínimo mi sensación de responsabilidad y de fracaso. Porque además, y aunque parezca mentira, hay algunas personas que se salvan de este sino fatídico. Conozco a una mujer que lleva casada catorce años con un arquitecto con el que ha tenido un bonito muestrario de cinco hijos: niños, niñas, rubios, morenos, un surtido completo. Pues bien, esta señora y este señor se siguen deseando el uno al otro con tórrida fiereza, y a veces echan de su casa abrupta y casi groseramente a las visitas para poder así desnudarse a bocados y ensartarse como adolescentes en el sofá. Se trata del único caso de este tipo del que tengo constancia: es una rareza extraordinaria, una suerte tremenda, como si les hubiera tocado la Bono Loto. Pero, aunque escasos, este tipo de afortunados especímenes existen: y eso le amarga a uno la existencia. Imagínate que hubiera una persona en el mundo, aunque no fuera más que una, que estuviera libre de la muerte. Eso, la excepción, haría que el morir fuera una atrocidad aún mayor de lo que ya es. Pues bien, con el amor y el deseo sucede algo semejante: porque algo muere dentro de ti cuando se te acaba la ilusión, cuando ya no encuentras la voluntad necesaria para seguir queriendo a la misma persona. Otros lo consiguen, te dices, torturada, mientras te abres de piernas y encapotas el ceño. Otros lo consiguen y yo no; y lloras con discreción lágrimas secas por el fin de todo lo que tuviste.

Cuando conocí a Ramón, ese deterioro del amor me había sucedido ya demasiadas veces. Pensé que él, tan tranquilo y de tan buen talante, un hombre con el que no discutí ni una sola vez y al que jamás escuché una palabra airada, sería el punto final de mi peregrinaje, y que apoyada en su serenidad construiría una pareja estable. Pero a los pocos años su serenidad me parecía pachorra, y había llegado al convencimiento de que, si no discutía nunca, era porque todo le importaba un comino. A los pocos años, Ramón se había convertido para mí en un ser débil, desvitalizado e insufrible. ¿Adonde se había ido la belleza del mundo? Toda esa abundancia en la que había vivido, el ubérrimo paraíso de la pasión, ¿dónde se había metido? Prefiero que me traicionen y que me abandonen, prefiero perder al amado mientras dura el paroxismo del amor, y arrancarme de congoja los cabellos en noches de insomnio y de relámpagos, a sentir otra vez cómo se van apagando dentro de mí las estrellas del cielo, cómo el desamor lo agosta todo como una plaga bíblica, cómo esa vida antaño tan jugosa se reseca como un fruto podrido y al final sólo queda en tu garganta el regusto polvoriento de la pena.

Porque la pena siempre sabe a polvo, aunque a mí en una ocasión me supo a sangre. Fue hace tres años, cuando me estrellé contra la trasera de un camión. Había niebla, el asfalto estaba resbaladizo, era de noche, yo me encontraba muy cansada, iba demasiado deprisa, di la vuelta a una curva y ahí estaba el camión casi parado. Esto no es más que la fría enumeración de la catástrofe. He pensado en todo ello muchas veces, intentando alterar en mi imaginación alguno de los elementos coincidentes. ¿Qué hubiera sucedido si no hubiera habido niebla? ¿Y si yo no hubiese estado tan fatigada y tan deseosa de llegar a mi casa? ¿O si el firme de la carretera hubiera sido firme, como su nombre exige, y no una pista fatal de patinaje? Todos los hierros del mundo se metieron en mi boca. Todos menos uno, que me agujereó el vientre. Yo estaba embarazada de seis meses. Era una niña. Las piernas, la cabeza, las manos de deditos enroscados. La había visto en la pantalla de la ecografía, mi niña en blanco y negro, totalmente formada, un brumoso prodigio de mi carne. La maté en aquel choque; y perdí el útero, de paso. Esto último apenas si importó: de todas formas ya había sido una embarazada bastante mayor. Una primípara añosa, como dicen los médicos con su jerga insultante. Me había llevado todo ese tiempo llegar a decidirme, vencer esa voz interior que me aconsejaba que no tuviera hijos, el imperativo de supervivencia que mi madre me susurró al oído. Y ahora estoy vacía. Así lo dicen las mujeres que han sido sometidas a la misma operación que yo: Me han vaciado. Como si todo lo que son fuera ese útero. Los romanos no le otorgaban ningún lugar social a la mujer sin hijos. Y eso está enterrado en nuestra memoria. Los pueblos que llamamos primitivos no conciben a la mujer estériclass="underline" es una aberración casi asocial. Y eso está enterrado en nuestra memoria. ¡Pero si incluso los fabricantes de productos eróticos acaban de sacar una muñeca hinchable con un barrigón de embarazada por encima de su vagina practicable!

Sujetaron con alambres mi mandíbula y zurcieron con esmero las piltrafas de encía, pero a la niña no pudieron salvarla. Soy una mujer que no sabe lo que es parir, y hay quien dice que eso es como ser un ciervo y no saber correr. Naturalmente, yo estaba anestesiada cuando me operaron para arrancar de dentro de mí a la niña muerta, de manera que no guardo memoria de ese trance. Pero cada vez que me quito la dentadura falsa y veo el vacío negro y sonrosado de la parte de arriba de mi boca, recuerdo el momento en que los hierros se hincaron en mi cara; y el dolor, y la expulsión de sangre, de fragmentos óseos, de trozos de carne. Sangre, carne y huesos acompañados de dolor, como al dar a luz. Pero rotos y revueltos, como la pantomima atroz de un parto siniestro. Mi boca es el sepulcro de mi hija.

Todo esto que ahora estoy contando es algo de lo que nunca hablé. Se puede mentir por omisión, y eso he hecho yo en este caso. Por ejemplo, nunca le dije a Adrián lo de mi embarazo. Claro que las mentiras caen sobre las mentiras, como las gotas de la lluvia caen sobre las gotas previas. Porque mi relación con Adrián tampoco fue como aquí la he explicado. Esto es, todo lo que he dicho es cierto, o de algún modo cierto, o al menos cierto en parte. Pero habría que añadir muchas cosas más. Cosas insuperables, definitivas, que alteran el balance de lo narrado.

Procedíamos de galaxias distintas, como dos cometas que se cruzan efímeramente en el espacio. Él venía de la niñez y no había tenido nunca una pareja estable; quería vivirme hasta agotarme, que montáramos una casa juntos, que soñáramos un futuro, que nos llenáramos de compromisos de eternidad hasta las orejas. Yo provenía de la fatigosa travesía de la edad madura y sabía que la eternidad siempre se acaba, y cuanto más eterna, más temprano. Así es que le escatimé, le negué, le aparté de mí. Cuanto más me exigía él, más me asfixiaba yo; y cuanto más le cicateaba yo, más ansiosamente quería él atraparme. Ahora bien, si él se retiraba, yo avanzaba, y entonces le perseguía y le exigía: porque el amor es un juego perverso de vasos comunicantes.

Adrián empezó a tener celos, a mostrarse alternativamente violento o sentimental. Enloquecimos los dos, si entendemos por locura el total descontrol de tus acciones, la turbulencia de tus emociones, la incomprensión de tus propias palabras, el descubrirte de pie cuando creías estar sentada, o viceversa. Llorábamos mucho, a veces el uno contra el otro, en ocasiones juntos; acabamos haciéndonos daño mutuamente, aunque creo que ninguno de los dos deseó herir. Convertimos nuestra vida en un melodrama, y en medio de ese tango sacamos a pasear nuestros fantasmas. Él era para mí un espejismo de juventud vicaria, un simulacro de todas mis vidas no vividas, de los hijos que no tuve, las cosas que no hice y los años que desperdicié; y tal vez yo fuera para él la última crisis de la adolescencia, una recreación algo morbosa del amor absoluto y lacerante hacia la madre. Pero yo no era su madre, y ni siquiera puedo ser una madre. No soy más que una hija cuarentona y talluda, una hija a medio deshacer en el camino de la vida. Aquí estoy, inventando verdades y recordando mentiras para no disolverme en la nada absoluta.