No perdí tiempo con explicaciones: le empujé hacia mi casa y él se dejó llevar, arrastrando un poco al caminar sus chancletas de fieltro.
– Escuche -exclamé, tal vez en un tono demasiado trágico. Y reproduje el mensaje de los secuestradores.
– ¿Qué le parece? -pregunté.
– ¿Cómo? -dijo el vecino, arrimándose una mano a la oreja.
Resulta que no tenía encendido el sonotone, así es que tuvimos que empezar de nuevo. Pasé la cinta varias veces hasta que el viejo consiguió que su oído reacio pescara todas las palabras de los secuestradores.
– Vaya, vaya. Pues sí. Así es que estas tenemos… -murmuró al fin muy pensativo.
A mí de repente me acometió la risa:
– ¡Y los muy cretinos piden doscientos kilos! ¡Ya puestos, podrían haber pedido mil! ¿Pero se creerán que están tratando con Rockefeller? ¡Entre Ramón y yo no reunimos ni siquiera dos millones, así es que ya pueden esperar sentados! ¡Ja! ¡Tiene gracia! ¡Se van a quedar con un palmo de narices esos desgraciados! ¡Vaya equivocación!
Entonces vi la expresión con la que el vecino me miraba, entre el desconcierto y la censura, y en ese mismo instante comprendí que la situación no era chistosa en absoluto. La risa se me petrificó en la boca.
– Claro… Usted cree que el hecho de no poder reunir los doscientos millones empeora aún más la situación del pobre Ramón. Oh, Dios mío, cómo me ha podido hacer gracia que… No sé qué me pasa, estoy tan confusa…
Estaba, en efecto, tan confusa que permití que Félix Roble tomara la iniciativa en todo y me dejé llevar por sus consejos. Hoy lo pienso y me parece una locura: no lo conocía de nada, y además no era más que un anciano. En vez de cuidarlo yo a él, como correspondería por la edad, él se hizo cargo de mí y de mi problema. Y su primera decisión fue que llamáramos en el acto a la policía.
– Pero en el mensaje me ordenan precisamente que no haga eso…
– No importa. Eso lo dicen todos los secuestradores en sus comunicados. Es una especie de norma profesional, una costumbre del oficio. Quiero decir que lo sueltan de manera rutinaria, como el administrativo que escribe siempre eso de «en respuesta a su atenta carta del 17 del corriente». Bueno, pues los secuestradores siempre dicen que no se avise a la policía. Pero todo el mundo sabe que sí que la van a avisar.
Hora y media después estábamos en un bar esperando al inspector García. En un bar porque, cuando le localizamos a través de su móvil, García dejó claro, con bastante desinterés, que ese 1 de enero él se encontraba de vacaciones, y que no tenía ninguna gana de pasarse sus vacaciones en la comisaría. Cuando llegó, con veinte minutos de retraso, seguía igual de aburrido y de apático.
– Bien -resopló, desplomándose en el asiento-. ¿Han traído la cinta?
Sí, claro, la habíamos traído. El inspector sacó una pequeña grabadora del bolsillo, introdujo la minicinta del contestador y escuchó el mensaje con atención un par de veces. Luego se quedó pensativo y callado: el esfuerzo cerebral le apelotonaba el ceño en cuatro pliegues.
– A ver. Tengo una duda. Quiero consultarles -dijo al fin. Félix y yo adelantamos nuestras cabezas, expectantes.
– ¿Debo o no debo tomar alcohol? Estoy de vacaciones. Podría beberme una copa de coñac. Es lo que me apetece. Pero también estoy de servicio. O algo parecido. Quiero decir aquí, con ustedes. Y estando de servicio, se acabó la bebida. Todo el mundo lo sabe. ¿Ustedes qué piensan?
Nos quedamos atónitos. Antes de que pudiéramos decir nada, el inspector García levantó el brazo hacia el camarero:
– ¡Una cerveza! -gritó; y luego se dirigió a nosotros nuevamente-. Una cerveza es mitad y mitad. Ni carne ni pescado. Ni fu ni fa. Es una solución de compromiso.
Empecé a sentirme irritadísima:
– ¿Pero qué hay del mensaje? ¿Qué es eso de Orgullo Obrero? ¿Cree que de verdad le han secuestrado? ¿Estará bien? ¿Lo van a matar? ¿Qué podemos hacer? Porque no se creerá que hemos venido aquí sólo para tomarnos una caña -exclamé.
José García sacó la cinta del aparato, la metió en un sobre blanco, escribió en la solapa: «Caso Ramón Iruña. Prueba Uno», y se guardó el sobre en el bolsillo, todo con desesperante lentitud. Luego se bebió la mitad de su jarra y chascó la lengua:
– Muchas preguntas. Algunas respuestas. Primero, no me suena eso de Orgullo Obrero. Preguntaré a los especialistas. Segundo, sí, parece que está secuestrado. Tercero, no sé si está bien. Cuarto, no sé si lo van a matar. Quinto, si usted paga el rescate, acabará en la cárcel.
– Pero ¿cómo? Eso es injusto. Y, además, yo no tengo doscientos millones.
– Si nos enteramos, si nos enteramos de que paga, la tendremos que detener.
– ¿No me oye? ¡No tengo ese dinero!
– Está prohibido pagar rescate a terroristas. Pero, claro, todo el mundo lo intenta. A escondidas. Yo que usted, a lo mejor pagaba. Salvar al secuestrado. Eso es lo primero para la familia. Pero yo soy policía. No puedo enterarme de que paga. Porque mi deber es impedirlo.
– No tengo ese dinero -repetí, a punto de echarme a llorar.
– Muy bien. Allá usted. Yo sólo le digo que no quiero saber nada. Es un aviso. Yo, mientras tanto, investigaré y estudiaré. Eso hacemos los policías. Investigamos. Somos inspectores. Inspeccionamos. Y ahora tengo que irme. Estaremos en contacto. No se preocupe.
Regresamos a casa muy desanimados: de todos los policías del Estado, nos había tocado el más estúpido. Eso dijo exactamente mi vecino mientras salíamos del ascensor en nuestro piso:
– Nos ha tocado el policía más estúpido.
No pude por menos que advertir esa primera persona del plural con que Félix se había sumado a mi tragedia. Ahora resulta que estábamos los dos desanimados, desconcertados e inquietos. Félix se había apoderado del caso como si fuera suyo. Estos jubilados son tremendos, pensé con rencor: hacen lo que sea para llenar sus vidas. Entonces abrí la boca para decir algo apropiado que lo alejara de mí, para despedirme educadamente de él, para darle las gracias y la espalda. Pero no llegué a musitar palabra, porque de pronto descubrí que por debajo de mi puerta asomaba el pico de un papel. De nuevo la sensación de riesgo, los sudores fríos, los mareos. Fue una intuición de cobarde, una intuición certera: el papel (un folio grande dentro de un sobre en blanco) era una carta de los secuestradores. Mejor dicho, era una carta de Ramón:
«Por favor, haz lo que te dicen estos hombres. Dales lo que pidan. Me tratan bien, pero están dispuestos a cualquier cosa, de verdad, Lucía, A CUALQUIER COSA. Tengo dinero. ¿Te acuerdas de la herencia de mi tía Antonia? Es más de lo que te dije. Está en una caja de seguridad en el Banco Exterior de España. En la central. La caja tiene el número 67 y la abrí a nombre de los dos, por si pasaba algo: fue aquel papel del banco que te hice firmar hace unos meses. Perdona que no te dijera nada de todo esto, pero me daba vergüenza. Es dinero negro y trabajo en Hacienda. Por favor, vete a recogerlo cuanto antes. La llave está en el cajón de mi mesa.Y haz todo lo que esta gente diga. Por favor, por favor, HAZLO. Te quiero mucho.»
Reconocí enseguida la letra de Ramón, aunque sus contornos, normalmente tan meticulosos y regulares (mi marido tenía una letra pulcra y diminuta), estaban ahora temblorosos y crispados, lo cual denotaba, no me cupo la menor duda, un estado de ansiedad casi insoportable. Leer sus palabras me hizo daño: cada frase pesaba como el plomo. Además, ¿qué era eso de que tenía dinero? ¿Cuánto dinero? ¿Tanto como para poder pagar un rescate astronómico? Y lo peor de todo, ¿cómo había llegado ese sobre a mi puerta? Con sólo plantearme la pregunta se me heló el espinazo: era evidente que habían venido en persona hasta allí. Hasta mi casa. Hasta el mismo umbral. Los secuestradores. Los de Orgullo Obrero. Los terroristas.