Félix también se ha ido. Conseguí vencer sus protestas y enviarlo de vacaciones a Palma de Mallorca. Como yo imaginaba, ha hecho muy buenas migas con mi madre. Me llaman por teléfono de cuando en cuando, tan atolondrados y risueños como dos adolescentes, explicándome a cuántas playas han ido, cuántos paseos han hecho, qué libros han leído y hasta qué comidas han tomado, minuciosamente detalladas, en los últimos días.
Tengo el convencimiento de que se atraen, de que están viviendo una tórrida pasión octogenaria, y ese pensamiento me hace sentir una satisfacción extraña, un alivio profundo que no acabo de entender enteramente.
De manera que estoy sola, y me gusta. Después de tantos años de convivir con Ramón recupero mi casa con la misma avidez con la que un país colonial se independiza del imperio. Ahora soy la princesa de mi sala, la reina de mi dormitorio y la emperatriz de mis horas. Dejo los discos compactos todos desordenados, leo hasta las cinco de la madrugada y como cuando tengo hambre. Convivir es ceder. Es negociar con otro, pagando siempre un precio, los minutos y los rincones de tu vida. Esa entrega de tus derechos cotidianos se hace por supuesto a cambio de algo: cobijo, cariño, compañía, sexo, diversión, complicidad. Pero cuando la pareja se deteriora el negocio de la convivencia comienza a ser ruinoso. Al final de mi vida con Ramón ya no nos dábamos nada el uno al otro. Una pareja aburrida es como una posada incómoda con demasiados huéspedes. Sin embargo, estoy dispuesta a probar en otra posada. Pero con tranquilidad, sin emborracharme de fantasías; digamos que, después de haberme dejado las pestañas buscando inútilmente al Hombre Ideal, empiezo a sospechar que es más grato y más conveniente encontrar a un buen hombre cualquiera.
He aprendido mucho en los últimos meses. Ahora sé, por ejemplo, que las personas hemos de soportar una segunda pubertad alrededor de los cuarenta. Se trata de un período fronterizo tan claro y definido como el de la adolescencia; de hecho, ambas edades comparten unas vivencias muy parecidas. Como los cambios físicos: ese cuerpo que comienza a abultarse a los catorce años, esas carnes que comienzan a desplomarse a los cuarenta. O como la pérdida de la inocencia: si en la pubertad entierras la niñez, en la frontera de la edad madura entierras la juventud, es decir, vuelves a sentirte devastado por la revelación de lo real y pierdes los restos de candor que te quedaban. Ah, pero cómo, ¿la existencia era esto? ¿La decrepitud de los padres, el envejecimiento personal, el deterioro de las cosas, la insoportable pérdida? ¿Y además las traiciones, las mentiras, la corrupción, la indignidad, la fealdad universal e intrínseca?
– Qué mundo tan asqueroso -me quejé un día, presa del desaliento-. Los políticos mienten, los periodistas mienten, los vecinos mienten, todo el mundo se vende y se corrompe, los prohombres de la Patria están implicados en asesinatos y a los Vendedores de Calabazas nadie les toca nunca un pelo y siguen poniendo sus nombres a las calles. Vivimos en el peor momento de la historia.
– Es decepcionante, sí, pero tampoco hay que dramatizar tanto -dijo Félix-. Verás, yo en esto soy un optimista. Ya sabes que los pesimistas creen que las cosas están tan mal que ya no pueden deteriorarse más, mientras que los optimistas pensamos que siempre son susceptibles de empeorar. Pero hablando en serio, la verdad es que creo que todos los humanos tenemos que enfrentarnos a la desilusión; y que en todas las épocas ha habido grandes desengaños colectivos. Mira, por ejemplo, esa novela de Flaubert, La educación sentimental. El protagonista, no recuerdo ahora cómo se llamaba, había participado de muchacho en la revolución de 1848, y de mayor mostraba el mismo desencanto ante sus sueños juveniles que el que pude sentir yo al ver cómo se iba desmoronando el ideal libertario. Y, sin embargo, todos esos sueños, repetidos luego de una forma u otra en cada generación, son necesarios para que el mundo siga adelante. ¿Dices que ahora estamos en el peor momento de la historia? No, no lo creo. Otras utopías se rompieron, como sucedió con la Revolución francesa, por ejemplo, convirtiéndose en espantosos baños de sangre. Como hoy vivimos tiempos acomodaticios y mediocres, las utopías se nos convierten en basurillas, en dinero negro y cuentas en Suiza. Y a lo mejor hasta es preferible que sea así a que te rebanen el cuello en la guillotina.
– Pues a mí todo eso que cuentas me suena muy antiguo -dijo Adrián: porque esta conversación era de cuando todavía formábamos una trinidad y estábamos juntos todo el día-. O sea, que los sueños juveniles son tonterías que luego se te pasan, ¿no? Eso es lo que dice mi padre. Un pensamiento muy aburrido.
– No digo que sean tonterías, antes al contrario. ¿Lo ves cómo no me escuchas? Digo que son esas utopías las que mueven el mundo. Pero sí creo que entre las utopías y la realidad hay una distancia que acaba por imponerse. Crecer es perder y es traicionarse: pierdes a los seres queridos, pierdes la juventud, pierdes tu propia vida y a menudo acabas perdiendo también tus ideales, y ahí es donde empieza la traición a uno mismo. Sólo que hay gente que se traiciona de un modo clamoroso, hasta llegar a la ruindad y la delincuencia, como todos estos mangantes que están saliendo ahora a la luz dentro de la trama de la corrupción, y otros que se las apañan para ir encajando con cierta dignidad las embestidas del mundo real, cediendo tal vez en las pequeñas batallas pero manteniendo una línea de conducta.
– ¿Pero por qué vamos a tener que ceder en las pequeñas batallas? -protestó de nuevo Adrián.
– No es que haya que ceder: es que la pureza no existe. El mundo te tienta, te ciega, te empuja. Y los hombres somos mezquinos, vanidosos, ambiciosos, débiles. Somos en verdad muy poca cosa y la vida está llena de tentaciones. Así es que todos vamos reuniendo nuestro montoncito de porquerías y lo llevamos rodando delante de nosotros como escarabajos peloteros: mentiras que hemos dicho para medrar, sentimientos que hemos fingido para no estar solos, cobardías en las que no nos gusta reconocernos. Pero uno no debe confundir estas escaramuzas con las grandes batallas: hay fronteras morales que si se cruzan te convierten en un miserable, y esas son las traiciones que uno no puede permitirse.
– A ver si lo he entendido: puedo hacer trampas jugando al mus, pero no debo montar una cooperativa sindical de viviendas y fugarme luego a Brasil con el dinero -se burló Adrián.
– Tú ríete. A tu edad probablemente te parezca que el Bien y el Mal son categorías claramente diferenciadas, pero la verdad es que vivimos en un mundo ambiguo y sin perfiles. Y, sin embargo, todos los días tomamos decisiones que tendrán una repercusión práctica y moral en nuestras vidas, de manera que ya puedes prepararte para mantener un código de conducta personal o acabarás como el indeseable de Ramón. Ahora mucho hablar, pero a saber en qué terminará tu vida. No sé por qué te imagino convertido en uno de esos tiburones bancarios que se dedican a desahuciar a las pobres gentes que no pueden pagar las hipotecas de sus casas. Por ejemplo.
– Así que, según tú, crecer es perder y traicionarse -intervine entonces, intentando evitar que se enzarzaran en una de sus habituales discusiones-. No es un panorama muy alentador.
Y entonces Félix dijo algo en lo que quiero creer, algo que me parece que es verdad:
– Pero hay algo que compensa todo eso, y es la sabiduría. Al crecer ganas conocimiento. Es en el único registro de la vida en el que vas mejorando con el tiempo, pero es importante. Hay tanta ignorancia en la inocencia que a menudo me parece un estado indeseable.