– Venga. No se deje hundir. Vamos a buscar la llave -dijo Félix con oportuno ánimo.
Y echó a andar pasillo adelante alisándose las greñas con los dedos.
Revolvimos entre las llaves del cajón y encontramos una, grande y modesta, de latón, que tenía el número 67 grabado en la cabeza.
– ¿Dónde está la central del Banco Exterior? -preguntó Félix.
– En la Carrera de San Jerónimo.
– Iremos mañana mismo, en cuanto que abran -dictaminó mi vecino, usando nuevamente esa primera persona del plural tan fastidiosa.
– Bueno. Iremos algo más tarde, sobre las once -puntualicé con recelosa puñetería, sólo por dejar bien sentado que era yo quien tomaba las últimas decisiones.
Pero lo cierto era que no estaba en el mejor de mis momentos para decidir nada. De hecho, en aquellos instantes lo único que me daba vueltas en la cabeza de manera obsesiva era la frase final de la carta de Ramón, ese «te quiero mucho» acongojante que me había dejado desconsolada, aunque para entonces yo supiera de sobra que es siempre en los momentos de debilidad cuando más creemos querer a quien necesitamos. (La última vez que Ramón me había dicho «te quiero mucho» fue cuando le operaron del apéndice.)
Después de su conversación con el inspector García, Lucía Romero había decidido no contar nada a la policía sobre la carta de Ramón y el dinero de la caja de seguridad. De manera que Félix y ella se encontraron abandonados a su suerte y obligados a decidir por su cuenta y riesgo un sinfín de complicados pormenores. Para ir sobre seguro se estuvieron preparando el esquema de la jornada durante el desayuno, con la misma minuciosidad con que Atila debió de prepararse la invasión de las Galias. En primer lugar, Lucía tendría que llevar un bolso con capacidad suficiente como para meter un número indeterminado de millones, de modo que después de mucho reflexionar se decidió por una bolsa de loneta que usaba para la playa en los veranos. Pero luego estaba el tema del transporte, porque no era cosa de pasearse por todo Madrid con una fortuna colgando del hombro.
– Llevaremos mi coche -propuso Félix-. Y como el banco está en una zona en la que no se puede aparcar, daré unas cuantas vueltas a la manzana mientras usted recoge su dinero.
Cuando termine, quédese en la puerta, junto a los guardias, esperando hasta que yo pase de nuevo por delante.
Acordaron hacerlo así, aunque en realidad a ella la presencia del vecino le parecía un engorro. La compañía de semejante viejo le impediría moverse con la necesaria celeridad: no sólo iba a tener que cuidar de los millones, sino también de él. Pensaba en todo esto Lucía y se iba enfureciendo, pero se sentía incapaz de enfrentarse al dinámico anciano. Eso, la falta de carácter en los momentos álgidos, era uno de sus defectos principales. Lucía callaba demasiado, consentía demasiado, asentía demasiado; era asquerosamente femenina en su silencio público, mientras por dentro la frustración rugía. Lucía envidiaba a aquellas mujeres capaces de imponerse y de pelearse dialécticamente en el espacio exterior, siempre tan desolado. Como Rosa Montero, la escritora de color originaria de la Guinea española: era un tanto marisabidilla y a veces una autoritaria y una chillona, pero abría la boca la tal Rosa Montero (dientes deslumbrantes en su rostro redondo de luna negra) y la gente callaba y la escuchaba. Lucía hubiera deseado ser así, un poquito más animosa y más segura.
Pero no lo era, y por eso se veía ahora como se veía, cargando con un abuelo cargante, de la misma manera que antes cargó con Ramón durante demasiados años, cuando ya los dos sabían que la relación se había terminado. En fin, ahora no quería ponerse a criticar a Ramón, al pobre Ramón, en manos de unos facinerosos sin escrúpulos. Ahora incluso había veces en que el recuerdo de su marido la conmovía tanto que creía poder recuperar su amor por él.
Salieron hacia el banco a la hora que ella había dicho, en torno a las once de la mañana, y llegaron a eso de las doce tras quedarse sin gasolina, meterse por una dirección prohibida y discutir con el guardia que les paró.
– Hágame el favor de no buscarse más líos con el tráfico -dijo Lucía al bajarse del coche frente a la puerta.
– No se preocupe. Usted, tranquila; ocúpese del dinero, que yo estaré esperando.
El banco era un edificio imponente y opresivo, tan solemne como un ministerio estalinista. Lucía entró amedrentada en el vestíbulo reluciente de latones y preguntó por las cajas de seguridad.
– Dos pisos más abajo, por esas escaleras o por el ascensor. Un agobio, una angustia. Descender era como ir bajando hacia la tumba; era ir sintiendo crecer, en las espaldas, la pesadumbre del dinero y de la piedra. Abajo, al fin, una cripta acorazada. Por todas partes aceros y barrotes, y un señor muy aburrido en una mesa.
– Yo quería… ejem, querría sacar algo de una caja… -tartamudeó Lucía, sintiendo la misma culpabilidad que si viniera a atracar el banco.
El hombre abrió la reja y la miró con cierto recelo, o eso pensó ella.
– Identificación, por favor.
Lucía sacó el carné de identidad, la llave. Le temblaban las manos y optó por dejarlo todo encima de la mesa para disimular las sacudidas.
– Firme aquí, por favor. Venga conmigo.
Entraron en la cámara acorazada, una habitación de regulares dimensiones forrada en todas sus paredes con casilleros metálicos. El número 67 era uno de los grandes; el hombre insertó las dos llaves, abrió la portezuela y sacó con evidente esfuerzo una caja de considerables dimensiones, que depositó en la repisa del centro de la sala.
– Avíseme cuando termine -dijo, antes de retirarse, como quien recita una apolillada frase de película.
Toda la operación tenía algo de escatológico, algo de necesidad íntima inconfesable: la cripta era como un urinario subterráneo y el hombre como un ayudante de hospital acostumbrado a bregar con inmundicias. Lucía aguantó la respiración y abrió la tapa. Ahí estaban las visceras, azuladas, impresionantes. Era enorme. Era mucho. Era una cantidad espectacular. Todo en billetes de diez mil, fajos y fajos, un mareo de papeles bien cinchados. ¡Caramba con tía Antonia! Fue contando los fajos a medida que los metía en el bolso: le salieron en total 201. Cupieron bien, y colocó por encima unos periódicos para disimularlos; pero al ir a levantar la bolsa se dio cuenta de que no había pensado en el peso del botín. Era una carga abrumadora que deformaba la estructura de loneta y que tironeaba aparatosamente de las asas. Lucía levantó el bolso en vilo: por todos los santos, debía de pesar lo menos veinte kilos. Se lo colgó con doloroso esfuerzo del hombro derecho y llamó al empleado.
– Ya estoy.
Cuando el encargado levantó la caja para colocarla de nuevo en su lugar se quedó mirando a Lucía inquisitivamente: claro, tradujo ella con paranoica intuición, se ha dado cuenta de que ya no pesa, y sabe que ahora llevo encima de mí toneladas de billetes fraudulentos. Intentó estirarse y caminar con toda naturalidad, como si el hombro no se le estuviera partiendo en dos; pero la bolsa pesaba tanto que antes de llegar al ascensor tuvo que detenerse, depositar la carga en el suelo y descansar un poco, so pena de quedar desmembrada en ese mismo instante. El hombre la miraba sin decir palabra ni ofrecer su ayuda, sabedor de la cualidad innominable de la mercancía y de que su misión como encargado de la cripta bancaria consistía precisamente en no enterarse. Al fin, Lucía reptó hasta el ascensor, y luego, ya en la planta principal, del ascensor a la puerta, arrastrando el bolsón penosamente e intentando aparentar que en realidad era un bulto muy leve. Por fortuna, ahí estaba esperando el viejo Félix con su coche amarillo rabioso. Después de todo, a lo mejor la idea de venir con el vecino no había sido tan mala.
– Ya está. Es una cantidad increíble. Montones y montones de dinero -le dijo a Félix nada más entrar en el vehículo; y se dio cuenta de que estaba susurrando sin necesidad.