Cuando llegó a la puerta, miró atrás y vio a Larguirucho, sentado de nuevo en la cama en la posición del loto. Éste los vio y los saludó con la mano.
Peter alargó la mano hacia el pomo.
– Está cerrada con llave -indicó Francis-. Cierran todas las noches.
– Esta noche no -replicó Peter. Y, para probarlo, giró el pomo. La puerta se abrió con un ligero crujido-. Vamos, Pajarillo.
El pasillo estaba a oscuras durante la noche, con sólo alguna que otra lámpara tenue que lanzaba reducidos arcos de luz al suelo. El silencio desconcertó momentáneamente a Francis. Por lo general, los pasillos del edificio Amherst estaban abarrotados de gente sentada, de pie, caminando, fumando, hablando consigo misma, hablando con gente que no estaba ahí o incluso hablando entre sí. Los pasillos eran como las venas del hospital, sin cesar bombeaban sangre y energía a cada órgano importante. Nunca los había visto vacíos. La sensación de estar solo en el pasillo resultaba inquietante. El Bombero, sin embargo, no parecía preocupado. Miraba pasillo adelante, hacia donde una lámpara de escritorio emitía un tenue brillo amarillo en el puesto de enfermería. Desde donde estaban, el puesto parecía vacío.
Peter dio un paso y bajó la mirada al suelo. Hincó una rodilla y tocó con cuidado una mancha oscura, como había hecho con el hollín en la frente de Larguirucho. De nuevo, se llevó el dedo a la nariz. Entonces, sin decir palabra, indicó a Francis que se fijara.
El joven no estaba seguro de lo que se suponía que tenía que ver, pero prestó atención. Los dos siguieron avanzando hacia el puesto de enfermería, pero se detuvieron frente a uno de los trasteros.
Francis escudriñó el puesto y vio que estaba realmente vacío. Eso lo confundió porque daba por sentado que había por lo menos una enfermera de guardia las veinticuatro horas del día. El Bombero contemplaba el suelo delante de la puerta del trastero. Señaló una mancha grande en el linóleo.
– ¿Qué es? -quiso saber Francis.
– El mayor problema que puedes encontrarte en tu vida -suspiró Peter-. Haya lo que haya detrás de esta puerta, no grites. Sobre todo, no grites. Muérdete la lengua y no digas una palabra. Y no toques nada. ¿Puedes hacerlo por mí, Pajarillo? ¿Puedo contar contigo?
Francis gruñó que sí, lo que le resultó difícil. Notaba cómo la sangre le bombeaba en el pecho, le retumbaba en los oídos, llena de adrenalina y ansiedad. En ese instante, se percató de que no había oído ni una palabra de sus voces interiores desde que Larguirucho lo había despertado.
Peter se acercó a la puerta del trastero. Se envolvió la mano con la camiseta para sujetar el pomo. Y entonces abrió despacio la puerta.
El cuarto estaba a oscuras. Peter entró con cautela y acercó la mano al interruptor de la pared.
La luz repentina fue como una estocada.
El brilló cegó a Francis un segundo, puede que menos. Oyó a Peter proferir un juramento.
Francis se inclinó para ver por encima del hombro de su amigo. Y soltó un grito ahogado a la vez que el miedo lo sacudía como un viento huracanado. Retrocedió un paso atrás, sintiendo que el aire que inspiraba le quemaba. Intentó decir algo, pero incluso «Oh, Dios mío» le salió como un gemido gutural.
En el suelo, en el centro del trastero, yacía Rubita. O la persona que había sido Rubita.
Estaba casi desnuda. Le habían arrancado el uniforme de enfermera y lo habían arrojado en un rincón. Todavía llevaba puesta la ropa interior, pero estaba fuera de sitio, de modo que le quedaban al descubierto los pechos y el sexo. Estaba tumbada de costado, casi acurrucada en posición fetal, salvo que tenía una pierna doblada y la otra extendida, con un gran charco de sangre granate bajo la cabeza y el tórax. Unos hilos rojos le resbalaban por la pálida piel. Tenía un brazo metido debajo del cuerpo y el otro extendido, como una persona que saluda a alguien que está lejos. Tenía el cabello apelmazado, casi mojado, y gran parte de la piel le brillaba de modo extraño a la luz de la bombilla desnuda. Cerca, había un cubo con materiales de limpieza volcado, y el olor de líquido limpiador y desinfectante era abrumador. Peter se agachó sobre el cuerpo, pero no llegó a tomarle el pulso porque tanto él como Francis vieron que Rubita había sido degollada. La herida roja y negra, larga y abierta, debió de acabar con su vida en unos segundos. Salieron de nuevo al pasillo. Peter inspiró despacio y exhaló del mismo modo, con un ligero silbido cuando el aire le pasó entre los dientes apretados.
– Mira con atención, Pajarillo -dijo-. Míralo todo con atención. Trata de recordar todo lo que veas esta noche. ¿Podrás hacer eso por mí, Pajarillo? ¿Ser el segundo par de ojos que lo capta y lo registra todo?
Francis asintió despacio. Peter volvió a entrar en el almacén y empezó a señalar cosas en silencio. Primero, el corte que marcaba cruelmente el cuello de Rubita, después el cubo volcado y las ropas arrancadas y tiradas al suelo. Señaló unas líneas de sangre en la frente de Rubita, eran paralelas y descendían hacia los ojos. Francis no pudo imaginar cómo se habrían producido. Tras indicar las marcas, Peter empezó a moverse con cuidado por el reducido espacio mientras señalaba con el índice cada cuadrante de la habitación, cada elemento del escenario, como un profesor que indica con un puntero una pizarra para captar la atención de unos alumnos cortos de entendederas.
Francis lo vio todo, y lo grabó en su memoria como un ayudante de fotógrafo.
Peter se detuvo al indicar la mano de Rubita. Francis vio de repente que a cuatro dedos le faltaban las falanges, como si se las hubieran cortado y llevado. Contempló la mutilación respirando de modo espasmódico.
– ¿Qué ves, Pajarillo? -preguntó por fin el Bombero.
– Veo a Rubita -respondió sin apartar la mirada del cadáver-. Pobre Larguirucho. Pobre, pobre Larguirucho. Debió de estar absolutamente convencido de que mataba a la encarnación del mal.
– ¿Crees que Larguirucho hizo esto? -replicó Peter a la vez que sacudía la cabeza-. Míralo mejor -pidió-. Y dime qué ves.
Francis observó de forma casi hipnótica el cadáver. Se fijó en el rostro de la joven y sintió una mezcla de terror y agitación. Se dio cuenta de que era la primera vez que veía a alguien muerto, por lo menos de cerca. Recordaba haber asistido al funeral de su tía abuela cuando era pequeño, y cómo su madre lo había tomado con fuerza de la mano y lo había hecho pasar junto a un ataúd abierto mientras le murmuraba todo el rato que no dijera ni hiciera nada y que se comportara, porque temía que él llamara la atención haciendo algo inadecuado. Pero no lo hizo, y tampoco vio a la tía abuela en el ataúd. Lo único que recordaba era un perfil de porcelana blanca, visto sólo un momento, como algo fugaz a través de la ventanilla de un coche en marcha. No creyó que fuera lo mismo. Lo que veía de Rubita era muy diferente. Comprendió que era la peor cara de la muerte.
– Veo muerte -susurró.
– Sí-asintió Peter-. Muerte. Y desagradable, además. Pero ¿sabes qué más veo yo? -Habló despacio, como si midiera cada palabra.
– ¿Qué?
– Veo un mensaje -respondió el Bombero. Y, con una sensación casi apabullante de tristeza, añadió-: Y nadie ha matado a la encarnación del mal. Está aquí, entre nosotros, tan viva como tú o como yo. -Salió otra vez al pasillo y concluyó en voz baja-: Ahora tenemos que pedir ayuda.
6
A veces sueño con lo que vi.
A veces me doy cuenta de que ya no estoy soñando, sino despierto, tienes un recuerdo grabado como el contorno protuberante de un fósil en mi pasado, lo que es mucho peor. Todavía veo a Rubita en mi imaginación, con total perfección, como en una de las fotografías que la policía tomó esa noche. Pero sospecho que los fotógrafos policiales no eran tan artistas como mi memoria. Recuerdo su forma como la imagen vivida pero realistamente inexacta del martirio de un santo por un pintor renacentista menor.