Выбрать главу

– Sí, es cierto. -Sonreí-. Tener un sofá, por ejemplo, es todo un logro.

Peter echó la cabeza atrás para soltar una carcajada.

– Tener un sofá y recuperar la salud mental -comentó-. Suena a una de las tesis en las que el señor del Mal trabajaba siempre para su doctorado y que nunca publicó.

Peter siguió mirando en derredor.

– ¿Tienes amigos?

– Pues no. -Sacudí la cabeza.

– ¿Sigues oyendo voces?

– Un poco, a veces. Sólo ecos. Ecos o susurros. La medicación que me dan sofoca bastante el alboroto que solían organizar.

– La medicación no puede ser tan mala -indicó Peter y me guiñó el ojo-, porque yo estoy aquí.

Eso era cierto.

Peter se acercó al umbral de la cocina y miró hacia la pared de la escritura. Se movía con la misma gracia atlética, una especie de control muy definido de los movimientos, que recordaba de las horas que pasamos caminando por los pasillos del edificio Amherst. Peter el Bombero no arrastraba los pies ni se tambaleaba. Tenía el mismo aspecto que veinte años atrás, excepto que la gorra de los Red Sox que solía llevar encasquetada permanecía ahora en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Pero todavía tenía el pelo tupido y largo, y su sonrisa era tal como la recordaba, dibujada en su rostro, como si alguien hubiera contado un chiste unos minutos antes y le siguiera haciendo gracia.

– ¿Cómo va la historia? -preguntó.

– Estoy volviendo a recordar.

Peter fue a decir algo pero se detuvo, y miró de nuevo la columna de palabras garabateadas en la pared.

– ¿Qué les has contado sobre mí? -quiso saber.

– No lo suficiente. Pero puede que ya hayan deducido que nunca estuviste loco. Nada de voces. Ni de delirios. Ni de creencias extrañas o pensamientos escabrosos. Por lo menos, no estabas loco como Larguirucho, Napoleón, Cleo o ninguno de los demás. Ni siquiera yo, puestos a decir.

Peter esbozó una sonrisita irónica.

– Un buen chico católico, de una gran familia irlandesa de segunda generación de Dorchester. Un padre que bebía demasiado los sábados por la noche y una madre que creía en los demócratas y en el poder de la plegaria. Funcionarios, maestros de escuela primaria, policías y soldados. Asistencia regular a misa los domingos, seguida de catequesis. Un montón de monaguillos. Las niñas aprendían a bailar y cantar en el coro. Los niños iban a Latin High y jugaban a fútbol americano. Cuando llegaba la hora del servicio militar, íbamos. Nada de prórrogas por cuestión de estudios. Y no éramos enfermos mentales, por lo menos no del todo. No de esa forma diagnosticable y definida que gustaba a Tomapastillas, que le permitía buscar tu alteración en el Manual diagnóstico y estadístico y leer con exactitud la clase de tratamiento que tenía que recetarte. No, en mi familia éramos peculiares. O excéntricos. O quizás un poco curiosos, o ligeramente despistados, alterados o descentrados.

– Tú ni siquiera eras demasiado peculiar, Peter.

– ¿Un bombero que provoca un incendio en la iglesia donde lo bautizaron? -preguntó tras soltar una breve carcajada-. ¿Cómo llamarías tú a eso? Al menos, un poco extraño, ¿no? Algo más que curioso, ¿no te parece?

No contesté y me limité a observar cómo se movía por el piso. Aunque no estuviera realmente ahí, estaba bien tener compañía.

– ¿Sabes qué me preocupaba a veces, Pajarillo?

– ¿Qué?

– Hubo muchos momentos en mi vida que deberían haberme vuelto loco. Me refiero a momentos verdaderamente terribles que deberían haber contribuido a la locura. Momentos de crecimiento. Momentos de guerra. Momentos de muerte. Momentos de rabia. Y, aun así, el que pareció tener más sentido, el que resultó más claro, fue el que me llevó al hospital.

Hizo una pausa mientras seguía examinando la pared. Luego añadió en voz baja:

– Mi hermano murió cuando yo apenas tenía nueve años. Era el más próximo a mí en cuanto a edad, sólo un año mayor; gemelos irlandeses, como decía en broma la familia. Pero tenía el cabello más rubio que yo y su piel era casi pálida, como más fina que la mía. Y yo podía correr, saltar, practicar deportes, estar fuera todo el día, mientras que él apenas podía respirar. Asma, problemas cardíacos y unos riñones que casi no le funcionaban. Dios quería que fuera especial de ese modo, o eso me decían. Yo no alcanzaba a entender por qué Dios había decidido eso. Y ahí estábamos, con nueve y diez años, y ambos sabíamos que él se moría y nos daba lo mismo, seguíamos riendo y bromeando, y teniendo todos los pequeños secretos que tienen los hermanos. El día que lo llevaron por última vez al hospital, me dijo que yo tendría que existir por ambos. Deseaba con todas mis fuerzas ayudarlo. Dije a mi madre que los médicos podían ponerle a Billy mi pulmón derecho y mi corazón, y darme a mí los suyos para tenerlos intercambiados un tiempo. Pero no lo hicieron, claro.

Escuché a Peter sin interrumpirlo. Mientras hablaba, se acercaba a la pared donde yo había empezado a escribir nuestra historia, pero no leía las palabras garabateadas sino que contaba la suya. Dio una calada al cigarrillo y siguió hablando despacio.

– ¿ Te había contado lo del explorador al que mataron en Vietnam?

– Sí, Peter.

– Deberías incluirlo en lo que escribes. Lo del explorador y lo de mi hermano que murió de niño. Creo que forman parte de la misma historia.

– Tendré que contarles también lo de tu sobrino y lo del incendio.

– Sabía que lo harías -asintió-. Pero aún no. Háblales sobre el explorador. ¿Sabes qué recuerdo más de ese día? Que hacía muchísimo calor. No un calor como el que tú, yo o cualquiera que haya crecido en Nueva Inglaterra conocemos. Nosotros conocemos el calor de agosto, cuando es abrasador y bajamos a bañarnos al puerto. Aquél era un calor terrible, enfermizo, que parecía venenoso. Serpenteábamos entre los arbustos enfila india y el sol brillaba con fuerza. Era como si la mochila que llevaba a la espalda contuviera todo lo que necesitaba y además todas mis preocupaciones. Los francotiradores de los malos seguían una norma sencilla, ¿sabes? Disparar al explorador, que iba delante, y derribarlo. Herirlo, si se podía. Apuntar a las piernas, no a la cabeza. Al oír el disparo, todos los demás se pondrían a cubierto, excepto el sanitario, y ése era yo. El sanitario iría hacia el hombre herido. Siempre. Al entrenarnos, nos decían que no arriesgáramos la vida a lo loco, ¿sabes? Pero siempre íbamos. Y entonces el francotirador intentaba derribar al sanitario, porque de él dependían todos los hombres de la sección, y eso los haría salir atodos al descubierto para intentar acercarse a él. Un proceso de lo más elemental. Cómo un solo disparo te da la oportunidad de matar a muchos. Y eso es lo que pasó aquel día: dispararon al explorador, y oí que me llamaba. Pero el oficial al mando y dos hombres más me retuvieron. Me quedaban menos de dos semanas de servicio. Así que escuchamos cómo el explorador moría desangrado. Y así fue como se informó después al cuartel general, para que pareciera inevitable. Pero no era cierto. Me retuvieron y yo forcejeé, me quejé y supliqué, pero todo el rato sabía que si quería podría soltarme y acercarme a él. Sólo tenía que forcejear un poco más. Y eso era lo que no iba a hacer. Dar ese tirón de más. De modo que interpretamos esa pequeña farsa en la selva mientras un hombre moría. Era el tipo de situación en que lo correcto es mortal. No fui, y nadie me culpó, y viví y volví a mi casa en Dorchester, y el explorador murió. Ni siquiera lo conocía demasiado. Llevaba menos de un mes en nuestra sección. Quiero decir que no fue como escuchar morir a un amigo. Sólo era alguien que estaba ahí y gritó pidiendo ayuda, y lo siguió haciendo hasta que ya no pudo hacerlo porque estaba muerto.