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– Siempre supimos que eras tú.

El ángel dudó. Y le apretó el cuchillo contra la mejilla.

– Mientes -siseó. Pero no la cortó, todavía no. Y Lucy supo que había ganado unos segundos. No una oportunidad de vivir, sino un momento que había hecho dudar al ángel.

El ruido que Peter y Francis hacían al pelearse con el bastidor de la cama empezó por fin a despertar a los pacientes. Como zombis surgidos de un cementerio, uno tras otro se fueron desperezando, combatieron el profundo embotamiento de sus sedantes y se levantaron penosamente, parpadeando ante el frenesí de Peter, que forcejeaba con el metal con todas sus fuerzas.

– ¿Qué está pasando, Pajarillo?

Francis oyó la pregunta de Napoleón y se detuvo, sin saber muy bien qué responder. Los demás hombres formaban un grupo irregular y amorfo detrás de Napoleón, asombrados por los esfuerzos de él y Peter, que estaban logrando un modesto avance. Casi habían conseguido soltar un trozo de unos noventa centímetros de bastidor.

– Es el ángel -contestó al fin-. Está ahí fuera.

Se oyó un murmullo, mezcla de sorpresa y miedo. Un par de hombres se acobardaron al pensar que el asesino de Rubita estaba tan cerca.

– ¿Qué está haciendo el Bombero? -quiso saber Napoleón.

– Necesitamos algo para forzar la puerta -explicó Francis.

– Si el ángel está ahí fuera, ¿no deberíamos atrancarla mejor?

Otro paciente estuvo de acuerdo.

– Tenemos que mantenerlo fuera -murmuró-. Si entra, ¿qué nos salvará?

– Deberíamos escondernos -propuso alguien del grupo. Francis creyó que era una de sus voces, pero cuando los hombres vacilaron indecisos, supo que por esa vez sus voces guardaban silencio.

Peter los miró. El sudor le resbalaba por la frente y le hacía brillar la cara a la tenue luz de la habitación. Por un instante, lo absurdo de la situación casi lo superó. Aquellos hombres, con sus rostros marcados por temores innombrables, pensaban que sería mejor atrancar la puerta que abrirla. Se miró las manos y advirtió que se había hecho varios cortes en las palmas y se había dañado una uña. Volvió a levantar los ojos y vio que Francis se acercaba a los hombres sacudiendo la cabeza.

– No -dijo el joven con paciencia-. El ángel matará a la señorita Jones si no la ayudamos. Es como dijo Larguirucho. Tenemos que afrontar la situación. Protegernos del mal. Tomar medidas. Levantarnos y luchar. De lo contrario nos encontrará. Tenemos que actuar ahora.

De nuevo, los hombres retrocedieron. Se oyó una carcajada, un sollozo, más de un ruidito de miedo. Francis detectó impotencia y duda en todas las caras.

– Tenemos que ayudarla -suplicó-. Ahora mismo.

Los hombres no se decidían. Se balanceaban atrás y adelante como si lo que les pedían que hicieran, fuera lo que fuese, originara un viento que los zarandeaba.

– Ha llegado la hora -afirmó Francis con una rara resolución en la voz-. Este es el momento. Ahora. El momento en que los locos de este edificio harán algo que nadie espera. Nadie cree en nosotros. Nadie imagina que seamos capaces de lograr algo juntos. Pero vamos a ayudar a la señorita Jones, y lo haremos juntos. Todos a la vez.

Y entonces vio algo de lo más sorprendente. De entre aquel puñado de chalados, el hombretón retrasado, tan infantil en todas sus acciones que no parecía entender ni siquiera la petición más sencilla, se dirigió hacia Francis. Era de tal simplicidad que Francis no logró imaginar cómo habría entendido nada de lo que estaba ocurriendo pero, a través de la densa niebla de su limitada inteligencia, le había llegado la idea de que Peter necesitaba ayuda, la clase de ayuda que él podía ofrecer. Dejó su muñeco sobre una cama y pasó junto a Francis con una mirada decidida. Con un gruñido, apartó a Peter de un empujón. Luego, mientras todos lo observaban en un silencio embelesado, se agachó, agarró el bastidor de hierro y, de un tirón potente, arrancó la barra. La agitó sobre su cabeza, esbozó una amplia sonrisa y se la entregó a Peter.

El Bombero la encajó de inmediato entre la hoja y el marco, junto al cerrojo. A continuación, hizo palanca con todas sus fuerzas.

Francis vio cómo la barra se doblaba con un chirrido espantoso y la puerta empezaba a combarse.

Peter soltó un profundo suspiro y retrocedió. Volvió a encajar la barra e iba a empujarla cuando Francis lo interrumpió.

– ¡Peter! -exclamó-. ¿Cuál era la palabra?

– ¿Qué? -preguntó, confundido, el Bombero.

– La palabra, la contraseña que Lucy usaría para pedir ayuda.

– «Apolo» -respondió Peter, y se concentró de nuevo en la puerta. Sólo que esta vez, el hombretón retrasado se acercó para ayudarlo, y ambos se aplicaron a la tarea.

Francis se volvió hacia los demás hombres, paralizados en su sitio, como a la espera de alguna liberación.

– Muy bien -dijo con la convicción de un general delante de su ejército en el momento de un ataque-. Tenemos que conseguir ayuda.

– ¿Qué quieres que hagamos? -preguntó Noticiero.

Francis levantó una mano, como el arbitro de salida en una carrera.

– Un ruido que puedan oír arriba y les haga entender que necesitamos ayuda.

– ¡Ayuda! ¡Ayuda! -gritó un paciente lo más fuerte que pudo. Y luego más bajo-: ¡Ayuda! -Su voz se desvanecía.

– No sirve de nada gritar pidiendo ayuda. Todos lo sabemos -dijo Francis con rotundidad-. Nadie presta atención a esos gritos. Lo que tenemos que gritar es ¡Apolo!

La confusión y la duda provocó que los hombres farfullaran varios Apolo seguidos.

– ¿Apolo? -repitió Napoleón-. Pero ¿por qué Apolo?

– Es la única palabra que funcionará -aseguró Francis. Sabía que parecía una locura, pero lo dijo con tanta firmeza que terminó con cualquier otra discusión.

– ¡Apolo! ¡Apolo! -gritaron vanos de los hombres al instante, pero Francis los hizo callar con un gesto rápido.

– ¡No! -exclamó enérgico-. Tenemos que hacerlo juntos. De otro modo, no lo oirán. Lo diremos a la de tres. Vamos a probar.

Hizo una cuenta atrás y sonó un solo Apolo, modesto pero unificado.

– Bien, bien -animó Francis. Miró a Peter y al hombre retrasado, que gemían mientras se afanaban en forzar la puerta-. Esta vez tendrá que ser muy fuerte. -Levantó la mano-. Cuando yo diga -ordenó-. Tres, dos, uno… -Bajó el brazo con rapidez, como una espada.

– ¡¡Apolo!! -bramaron los hombres.

– ¡Otra vez! -exhortó Francis-. Lo habéis hecho muy bien. Vamos. Tres, dos, uno… -Rasgó el aire de nuevo.

– ¡¡¡Apolo!!! -aullaron los hombres.

– ¡Otra vez!

– ¡¡Apolo!!

– ¡Y otra!

– ¡¡Apolo!!

La palabra se elevó con fuerza, propulsada a toda potencia, y traspasó las gruesas paredes y la oscuridad del hospital, convertida en una palabra explosiva, pirotécnica, como nunca se había oído en el manicomio y era probable que nunca volviera a oírse, pero que superó todos los cerrojos y las barreras materiales, se alzó, voló y encontró su libertad en el sonido, recorrió veloz el denso aire y, certera, se dirigió directamente a los oídos de los dos hombres que, en el piso de arriba, eran sus principales destinatarios. Ambos estiraron el cuello, sorprendidos, cuando la palabra clave les llegó, resonante, procedente de una fuente tan inesperada.

33

– ¡Apolo! -exclamé.

En la mitología era el dios del Sol, cuyo carro veloz señalaba la llegada del día. Era lo que necesitábamos aquella noche, dos cosas que por lo general escaseaban en aquel hospital psiquiátrico: rapidez y claridad.