– Apolo -repetí. Debía de estar gritando.
La palabra retumbó en las paredes de mi apartamento, salió disparada hacia los rincones, saltó hacia el techo. Era una palabra extraordinaria que se deslizaba por mi lengua con una fuerza que avivaba mi resolución. Habían pasado veinte años desde la noche que la había pronunciado por ultima vez, y me pregunté si ahora no haría por mí lo mismo que entonces.
El ángel bramó de rabia. Alrededor de mí, el cristal se hacía añicos, el metal gemía y se retorcía como consumido por el fuego. El suelo temblaba, las paredes se combaban, el techo oscilaba. Todo mi mundo se estaba desmoronando en pedazos, como si la furia del ángel lo aniquilase. Me tapé los oídos para ahogar la cacofonía de destrucción que me rodeaba. Las cosas se rompían, se desmenuzaban, explotaban, se desintegraban ante mis ojos. Estaba en medio de un aterrador campo de batalla, y mis voces interiores eran como gritos de hombres condenados. Me sujeté la cabeza con las manos para tratar de esquivar la metralla de los recuerdos.
Aquella noche, veinte años atrás, el ángel había tenido razón en muchas cosas. Había previsto todo lo que Lucy haría, sabía con exactitud cómo actuaría Peter, conocía a la perfección la ayuda que prestarían los hermanos Moses. Estaba familiarizado con el hospital y con el modo en que afectaba a la mente de todo el mundo. El ángel comprendía mejor que nadie que el comportamiento de las personas cuerdas era rutinario, organizado y deprimentemente previsible. Sabía que el plan de Lucy le proporcionaría aislamiento, tranquilidad y oportunidad. Lo que ella y Peter habían creído que sería una trampa para elle ofrecía, de hecho, las circunstancias ideales. Conocía la psicología y la muerte mejor que ellos, y era inmune a sus manidos planes. Para pillarla por sorpresa sólo tenía que evitar sorprenderla. Se había tendido ella misma una trampa; eso debió de excitarlo. Y aquella noche, sabía que tendría el asesinato en las manos, delante de él, preparado como una mala hierba que había que arrancar. Se había pasado años preparando el momento en que volvería a tener a Lucy bajo su cuchillo, y había tenido en cuenta casi todos los factores, todos los elementos, todas las consideraciones, excepto, curiosamente, la más evidente y menos memorable.
No había tenido en cuenta a los locos.
Cerré los ojos al recordar. No estaba seguro de si estaba ocurriendo en el pasado o en el presente, en el hospital o en mi apartamento. Lo estaba evocando todo, esta noche y aquella noche, que eran la misma.
Peter emitía ruidos guturales mientras forzaba la puerta con la palanca, junto con el hombretón retrasado, que se esforzaba sudoroso y mudo a su lado. Junto a mí, Napoleón, Noticiero y los demás estaban dispuestos y esperaban, como un coro, mi siguiente instrucción. Temblaban y se estremecían de miedo y entusiasmo porque ellos, más que nadie, comprendían que era una noche irrepetible, una noche en que las fantasías y la imaginación, la alucinación y el delirio se hacían realidad.
Y Lucy, a pocos metros de distancia, pero sola con el hombre que durante tanto tiempo sólo había pensado en su muerte, sabía que necesitaba seguir ganando segundos.
Lucy intentó pensar a pesar de la sensación fría y afilada de la hoja que se le hundía en la piel, una sensación terrible que paralizaba su capacidad de razonamiento. Podía oír, al fondo del pasillo, el ruido de la puerta al ser forzada; que gemía quejumbrosa ante los embates de Peter y el retardado. Cedía despacio, indecisa a abrirse y permitir el rescate. Pero, por encima de ese ruido, oyó cómo los hombres del dormitorio vociferaban la palabra «Apolo», y eso le dio una brizna de esperanza.
– ¿Qué significa? -preguntó el ángel con frialdad. Que no le inquietase aquel repentino ruido asustó tanto a Lucy como todo lo demás.
– ¿Qué?
– ¡Qué significa! -insistió él con voz baja y dura.
Lucy pensó que no era necesario que añadiera una amenaza a sus palabras. Tenía que ganar tiempo, de modo que vaciló.
– Es un grito para pedir ayuda -explicó por fin.
– ¿Cómo?
– Necesitan ayuda.
– ¿Por qué gritan…? -Se detuvo y la miró con el rostro contraído.
Incluso en la penumbra ella pudo verle las arrugas de la cara, líneas y sombras que transmitían terror. Durante su lejana agesión había llevado un pasamontañas, pero ahora quería que lo viera porque creía que sería lo último que ella vería. Respiraba con dificultad y gemía debido al dolor de los labios hinchados y la mandíbula herida.
– Saben que estás aquí. -Escupió las palabras con algo de sangre-. Vienen a buscarte.
– ¿Quiénes?
– Todos los locos del edificio.
– ¿Sabes lo rápido que puedes morir, Lucy? -replicó el ángel, inclinado hacia ella.
Lucy asintió en silencio, temerosa de que una sola palabra conjurase la realidad. El filo del cuchillo se le hincó en la mejilla y la hizo sangrar un poco. Era una sensación aterradora que ella recordaba con claridad del primer encuentro con el ángel tantos años atrás.
– ¿Sabes que puedo hacer lo que quiera, Lucy, y que tú no puedes hacer nada para impedirlo?
Ella mantuvo la boca cerrada.
– ¿Sabes que podría haberme acercado a ti en cualquier momento durante tu estancia en el hospital y haberte matado delante de todo el mundo, y que lo único que habrían dicho es que estaba loco y no habrían podido culparme? Eso es lo que dicen tus leyes, Lucy. Lo sabes, ¿verdad?
– Adelante, mátame -repuso ella con frialdad-. Como hiciste con Rubita y las otras.
Inclinó más la cabeza para que Lucy notara su aliento en la cara. El mismo movimiento que haría un amante antes de dejar a su amada dormida e irse temprano a trabajar.
– No te mataré como a ellas, Lucy -siseó-. Ellas murieron para traerte hasta mí. Sólo eran parte de mi plan. Sus muertes sólo fueron eslabones. Necesarias, pero no extraordinarias. De haber querido que murieras como ellas, podría haberte matado en cien ocasiones. En mil. Piensa en todos los momentos que has estado a solas en la oscuridad. Quizá no estabas sola todas esas veces. Quizá yo estaba a tu lado, sólo que tú no lo sabías. Pero esta noche quería que ocurriera a mi manera, que tú vinieras a mí.
Lucy no respondió. Se sentía atrapada en el enfermizo torbellino de odio del ángel; giraba y notaba que en cada giro se le escapaba más la vida.
– Fue muy fácil -siseó el ángel-. Crear una serie de asesinatos a los que la prometedora y joven fiscal no pudiera resistirse. Nunca supiste que no significaban nada y que tú lo eras todo, ¿verdad, Lucy?
Gimió a modo de respuesta.
Al fondo del pasillo, la puerta soltó un escalofriante chirrido de rendición. El ángel dirigió la mirada hacia el ruido a través de la penumbra del pasillo. En ese instante de duda, Lucy supo que su vida pendía de un hilo. El ángel quería deleitarse con su muerte durante largo rato. Lo había imaginado todo, desde la manera en que se acercaría a ella hasta el ataque y todo lo que iba a continuación. Había programado todas las palabras que le diría, todos los contactos con su cuerpo, todos los cortes hasta su muerte. Era una obsesión que había ocupado su mente todo el tiempo y que estaba obligado a hacer realidad. Eso lo hacía poderoso, intrépido, y el asesino que era. Todo su ser se había fijado en ese momento culminante. Pero no estaba ocurriendo como había previsto en su cabeza, día tras día, al repasar cada movimiento, cada gesto. Lucy notó que el ángel se tensaba ante el choque entre la realidad y la fantasía. Rogó que se impusiera la realidad. Pero ¿habría tiempo para ello?
Entonces oyó un segundo sonido por encima del terror que la atenazaba. Procedía del piso de arriba: una puerta al cerrarse de golpe y pasos que resonaban en los peldaños de la escalera. Apolo había cumplido su misión.