– Hay demasiada gente -comentó Moses cuando se acercaban a un puesto de enfermería-. Tenemos unas doscientas camas, pero hay casi trescientas personas. Deberían haberse dado cuenta de eso, pero no, todavía no.
Francis no respondió.
– Pero tenemos una cama para ti -añadió Moses, y se detuvo al llegar al puesto-. Estarás bien. Buenos días, señoras -saludó. Dos enfermeras de blanco situadas en su interior se volvieron hacia él-. Estáis preciosas esta mañana.
Una era mayor, de cabello canoso y una cara demacrada y arrugada que aun así esbozó una sonrisa. La otra era una negra fornida, mucho más joven que su compañera, que resopló su respuesta como una mujer harta de oír palabras bonitas que se las lleva el viento.
– Tan adulador como siempre. A ver, ¿qué necesitas ahora? -dijo en un tono entre bronco y burlón que arrancó sonrisas socarronas a ambas mujeres.
– Sólo trato de imprimir algo de alegría y felicidad a nuestras vidas -replicó el auxiliar-. ¿Qué más puedo necesitar?
Las enfermeras soltaron una carcajada.
– No hay ningún hombre que no busque algo más -aseguró la enfermera negra.
– Acabas de decir una verdad como un templo, amiga mía -añadió la enfermera blanca.
Moses también rió, mientras Francis se sentía incómodo de repente, ya que no sabía qué hacer.
– Me gustaría presentaros al señor Francis Petrel, que estará con nosotros. Pajarillo, esta joven tan guapa es la señorita Wright, y su encantadora compañera, la señorita Winchell. -Les entregó el expediente-. El médico le ha recetado unos medicamentos, nada del otro mundo.
– ¿Qué opinas, Pajarillo? -dijo a Francis-. ¿Crees que el médico puede haberte recetado una taza de café por la mañana y una cerveza y un plato de pollo frito y pan de maíz al acabar la jornada? ¿Crees que es eso lo que te recetó?
Francis se quedó sorprendido, y el auxiliar añadió:
– Sólo estoy bromeando. No hablo en serio.
Las enfermeras echaron un vistazo al expediente y lo dejaron junto a un montón que había en una esquina de la mesa. Winchell, la mayor, alargó la mano bajo el mostrador y sacó una pequeña maleta de tela escocesa, de las baratas.
– Su familia dejó esto para usted, señor Petrel -dijo, y la pasó por la ventanilla de la rejilla metálica. Se volvió hacia el auxiliar-. Ya la he registrado.
Francis tomó la maleta y contuvo el impulso de echarse a llorar. La había reconocido al instante. Se la habían regalado unas Navidades, cuando era pequeño, y como no había viajado nunca, la había usado siempre para guardar cosas especiales o inusuales. Una especie de lugar secreto portátil para los objetos que había coleccionado durante la niñez, porque cada uno de ellos era, a su propio modo, una especie de viaje en sí mismo. Una pina recogida un otoño, unos soldaditos de juguete, un libro de poesía infantil que no había devuelto a la biblioteca local. Las manos le temblaron al recorrer la tela hasta tocar el asa. La cremallera de la maleta estaba abierta, y vio que todo lo que había contenido en su día había desaparecido, sustituido por parte de su ropa. Supo de inmediato que habían vaciado todo lo que había guardado en esa maleta y lo habían tirado. Era como si sus padres hubieran puesto en ella la poca opinión que tenían de su vida y se la hubieran mandado para enviarlo lejos también a él. Le tembló el labio inferior y se sintió total y absolutamente solo.
Las enfermeras le pasaron un segundo montón de cosas: unas sábanas bastas y una almohada, una raída manta color aceituna, excedente del ejército, un albornoz y un pijama como los que llevaban algunos pacientes. Los dejó sobre la maleta y lo cargó todo en sus brazos.
– Muy bien, te enseñaré dónde está tu cama -dijo Moses-. Guardaremos tus cosas. ¿Qué actividades tenemos hoy para Pajarillo, señoras?
– Almuerzo a mediodía -indicó una enfermera tras echar otro vistazo al expediente-. Luego está libre hasta una sesión en grupo en la sala 101, a las tres, con el señor Evans. Vuelve aquí a las cuatro y media. Cena a las seis. Medicación a las siete. Eso es todo.
– ¿Lo has oído, Pajarillo?
Francis asintió. No se fiaba de su voz. En lo más profundo de su ser oía retumbar órdenes de que guardara silencio y estuviera alerta, y debía obedecerlas. Siguió a Moses hasta un amplio dormitorio que contenía entre treinta y cuarenta camas alineadas. Todas estaban hechas, excepto una, cerca de la puerta. Había una media docena de hombres acostados, dormidos o mirando el techo, que apenas se volvieron hacia ellos cuando entraron.
Moses le ayudó a hacer la cama y a guardar sus cosas en un arcón. También cabía la maleta. Tardó menos de cinco minutos en instalarse.
– Bueno, ya está -comentó el auxiliar.
– ¿Qué me pasará ahora?
– Ahora, Pajarillo -repuso el otro con un gesto nostálgico-, lo que tienes que hacer es mejorar.
– ¿Cómo? -preguntó Francis.
– Ésa es la pregunta clave, Pajarillo. Tendrás que averiguarlo por tu cuenta.
– ¿Qué debería hacer?
– Sé reservado -le aconsejó Moses-. Este sitio puede ser duro a veces.
Tienes que conocer a los demás y darles el espacio que necesitan. No pretendas hacer amigos demasiado pronto. Mantén la boca cerrada y sigue las normas. Si necesitas ayuda, habla conmigo o con mi hermano, o con una enfermera, y procuraremos arreglar lo que sea.
– ¿Pero cuáles son las normas?
El corpulento auxiliar se volvió y señaló un cartel colocado a cierta altura en la pared.
PROHIBIDO FUMAR EN EL DORMITORIO
PROHIBIDO HACER RUIDOS FUERTES
PROHIBIDO HABLAR DESPUÉS DE LAS 21 H
RESPETA A LOS DEMÁS
RESPETA LAS PERTENENCIAS DE LOS DEMÁS
Cuando terminó de leerlas por segunda vez, Francis se volvió. No estaba seguro de dónde ir ni de qué hacer. Se sentó en el borde de la cama.
Al otro lado de la habitación, uno de los hombres que estaba tumbado fingiendo dormir, se puso de pie de repente. Era muy alto, de casi dos metros, de pecho hundido, brazos delgados y huesudos que le sobresalían de una raída camiseta de los New England Patriots, y piernas como palillos que le salían de unos pantalones verde cirujano que le iban diez centímetros cortos. La camiseta tenía las mangas cortadas a la altura de los hombros. Era mucho mayor que Francis y llevaba el cabello greñudo, apelmazado y largo hasta los hombros. Había abierto mucho los ojos, como si estuviera medio aterrado y medio furioso. Alzó una mano cadavérica y señaló a Francis.
– ¡Alto! -gritó-. ¡Para!
– ¿Qué tengo que parar? -Francis retrocedió.
– ¡Para! ¡Lo sé! ¡No me engañas! ¡Lo supe en cuanto entraste! ¡Para!
– No sé qué estoy haciendo -respondió Francis.
El hombre agitaba los brazos en el aire como si intentara apartar telarañas de su camino. Elevaba más la voz a cada paso que daba.
– ¡Para! ¡Para! ¡Te tengo calado! ¡No me la pegarás!
Francis miró alrededor en busca de una escapatoria o de un sitio donde esconderse, pero estaba acorralado entre el hombre que avanzaba hacia él y la pared. Los demás pacientes seguían durmiendo o sin hacer caso de lo que pasaba.