A su derecha, a unos metros, sonó un ruido sordo.
Ambos lo oyeron y se volvieron. Peter apuntó y, con toda la tensión del cuerpo ejerciendo presión sobre el dedo en el gatillo, disparó una vez.
La detonación los ensordeció a los dos y el fogonazo restalló como un relámpago. La bala surcó el tenebroso sótano con un propósito mortífero, pero en vano.
Francis notó el olor a pólvora, casi como si el eco del disparo lo transportara. Oyó la respiración agitada de Peter, y cómo maldecía en voz baja. Y entonces tomó conciencia de algo terrible: Peter acababa de revelar dónde estaban.
Pero antes de que pudiera decir nada o escudriñar la oscuridad en la otra dirección, oyó un sonido extraño prácticamente a sus pies. Acto seguido, algo metálico pasó a toda velocidad por su lado, como si volara, como si no tocara el suelo sino que se desplazara por el aire, hasta dar en Peter. Francis se echó atrás, perdió el equilibrio y, al caerse al suelo, se golpeó la cabeza. En un segundo desorientador, perdió la noción de dónde estaba y de lo que estaba pasando.
En medio de una oleada de dolor vertiginoso, se percató de que, a poca distancia pero fuera de su vista, Peter y el ángel estaban enzarzados en una violenta lucha, rodando por el suelo entre la basura y los desechos. Alargó la mano intentando ayudar a su amigo, pero los dos hombres se habían alejado y, por un instante aterrador, estuvo totalmente solo, salvo por los sonidos apremiantes de un combate desesperado que tanto podía estar dirimiéndose a un metro de él como a kilómetros de distancia.
En el edificio Amherst, Evans estaba furioso, intentando organizar a los pacientes para devolverlos al dormitorio, pero Napoleón, envalentonado por todo lo que había pasado, se obstinaba en decir que ellos sólo recibían órdenes de Pajarillo y del Bombero, y que hasta que no se llevaran a la señorita Jones en ambulancia y Pajarillo y el Bombero no volvieran de allá donde hubiesen ido, nadie se movería. Su bravuconería no era del todo cierta, porque mientras se enfrentaba al señor del Mal en medio del pasillo, con Noticiero a su lado como edecán, muchos pacientes habían empezado a deambular detrás de ellos. Al otro lado del pasillo, las mujeres, encerradas aún en su dormitorio, gritaban con desesperación advertencias variopintas: «¡Asesinato! ¡Fuego! ¡Violación! ¡Al ladrón!» Más o menos todo lo que se les ocurría a falta de saber qué estaba pasando. El jaleo que armaban era enloquecedor.
Gulptilil estaba agachado junto a la sangrante Lucy, mientras dos paramédicos la atendían diligentemente. Uno logró por fin detener la hemorragia de la rodilla con un torniquete mientras otro le ponía una vía de plasma en el brazo. Estaba pálida, al borde del desvanecimiento, intentando hablar pero incapaz de pronunciar palabras, padeciendo horrores. Renunció por fin y se sumió en una semiinconsciencia, apenas consciente de que había gente a su alrededor. Con la ayuda de Negro Grande, los dos paramédicos la depositaron en una camilla. Dos guardias de seguridad permanecían a un lado, sin saber qué hacer, a la espera de instrucciones.
Cuando se llevaban a Lucy, Tomapastillas se volvió hacia los hermanos Moses. Su primer impulso fue exigir a gritos una explicación, pero decidió aguardar el momento oportuno.
– ¿Dónde? -se limitó a preguntar.
Negro Grande tenía su chaqueta blanca manchada de sangre de las heridas de Lucy. Su hermano estaba manchado de modo parecido.
– En el sótano -señaló Negro Grande-. Pajarillo y el Bombero fueron tras él.
– Dios mío -dijo Gulptilil entre dientes a la vez que sacudía la cabeza, convencido de que la situación no podía ser peor-. Indíquenme el camino -ordenó.
Los Moses lo condujeron hasta la puerta del sótano.
– ¿Se metieron en el conducto de la calefacción? -preguntó Gulptilil, pero no necesitaba respuesta. Negro Grande asintió-. ¿Sabemos adonde conduce?
Negro Chico negó con la cabeza.
Gulptilil no tenía intención de seguir a nadie por aquel oscuro túnel. Inspiró hondo. Confiaba en que Lucy Jones sobreviviera a sus heridas, a pesar de la ferocidad con que le habían sido infligidas, a no ser que la pérdida de sangre y el shock se confabularan para quitarle la vida. Visto con objetividad profesional, podía ocurrir. En ese momento, sin embargo, la fiscal no era lo que más le preocupaba. Tenía muy claro que probablemente alguien más moriría esa noche, y estaba intentando prever los problemas que eso le causaría.
– Bueno -comentó con un suspiro-, podemos suponer que conduce a Williams, porque es el edificio más cercano, o a la central de calefacción y suministro eléctrico, de modo que deberíamos mirar en esos dos sitios.
Lo que no dijo en voz alta, claro, fue que sus palabras daban por sentado que Francis y Peter habían llegado a salir del túnel, una suposición sólo probable.
En la oscuridad, Peter peleaba con fiereza.
Sabía que estaba herido de gravedad, pero no hasta qué punto. Cada elemento de la batalla le parecía independiente, diferenciado, y trataba de analizarlos por separado para presentar una defensa coherente. La herida del brazo le sangraba, y el peso del ángel lo estaba aplastando. El revólver había salido disparado hacia un rincón cuando el ángel lo había embestido violentamente, lejos de su alcance, de modo que lo único que le quedaba para defenderse eran sus ansias de vivir.
Lanzó un fuerte puñetazo y el ángel gruñó. Le propinó otro golpe, pero el cuchillo se le clavó en el brazo y, afilado, le desgarró la carne. Peter soltó un grito gutural e, impulsado por su instinto de supervivencia, le atizó lo más fuerte que pudo con los pies. Luchaba contra una sombra, contra la idea de la muerte y contra un asesino de carne y hueso.
Entrelazados furiosamente, los dos hombres trataban de encontrar una forma de acabar con el otro. Era una pelea injusta, porque una y otra vez el ángel podía herirlo con el cuchillo, y el Bombero pensó que las repetidas puñaladas acabarían troceándolo poco a poco. Levantó los brazos para protegerse de los embates mientras daba puntapiés buscando algún punto vulnerable de su adversario.
Notaba el aliento del ángel, sentía su fortaleza, y pensó que no podría competir con la mortífera combinación del cuchillo y la obsesión. Aun así, peleó con fuerza, con arañazos dirigidos a los ojos del ángel, o quizás a su entrepierna, para obtener un breve respiro del cuchillo que lo zahería. Lanzó el puño izquierdo hacia delante y golpeó el mentón del ángel. De esa manera supo que el cuello del asesino estaba cerca, por lo que alargó el brazo y, cuando lo alcanzó, cerró la mano para estrangular a aquel maníaco. Pero, en el mismo instante, el cuchillo le penetró un costado y le atravesaba la carne en busca del estómago, con la esperanza de elevarse a continuación y destruirle el corazón. El dolor le cegó, y Peter medio gritó y medio sollozó al ser consciente de que iba a morir en ese momento, en aquella penumbra. De inmediato aferró la mano del ángel para intentar retrasar lo que parecía inevitable.
Y entonces, de repente, como una explosión, una fuerza inmensa pareció golpear a ambos hombres.
El ángel se tambaleó, lo que redujo su presa sobre Peter.
Peter no supo cómo Francis había logrado atacarlo por detrás, pero lo había hecho, y el joven estaba colgado de la espalda del asesino intentando con fiereza rodearle el cuello con los antebrazos.
Francis lanzó una especie de grito de guerra terrorífico, que combinaba todos sus miedos y todas sus dudas en un aullido estremecedor. En toda su vida, hasta ese instante, nunca se había defendido, nunca había luchado por algo importante, nunca se había arriesgado de verdad, nunca había imaginado que ese momento sería el mejor o el último. De modo que depositó hasta su última esperanza en aquel combate, atizó la espalda y la cabeza del ángel y forcejeó para separarlo de Peter. Usó hasta la última pizca de locura para imprimir fuerza a sus músculos a la vez que dejaba que todo el miedo y todo el rechazo que había vivido hasta entonces avivaran su lucha. Aferraba al ángel con una tenacidad surgida de la desesperación, dispuesto a impedir que la pesadilla o el asesino le robaran el único amigo que había tenido en su vida.