El médico miró a Francis, que se había quedado clavado, y le hizo un gesto instándole a que se diera prisa. Fuera, el sonido de la ambulancia acompañada por el personal de seguridad se acercaba cada vez más.
La lluvia salpicó la cara de Francis, como si desdeñara lo que había pasado, o tal vez para lavar las últimas horas; Francis no estaba seguro. Un fuerte viento zarandeó un árbol cercano, como si lo horrorizara el cortejo fúnebre que pasaba a su lado en plena noche.
Negro Grande iba delante, con el cadáver del ángel cargado a la espalda como un bulto informe. Su hermano lo seguía con dos palas y un pico. Francis cerraba la comitiva, acelerando el paso cuando Negro Chico lo apremiaba. Oyeron llegar la ambulancia a la central de calefacción y suministro eléctrico, y en una pared distante Francis vio el reflejo de sus luces de emergencia. También había un coche negro de seguridad, cuyos faros esculpían un arco de luz blanca en las densas sombras de la noche. Pero los tres estaban fuera de su línea visual y avanzaban a oscuras hacia un extremo de los terrenos del hospital.
– No hagáis ruido -pidió Negro Chico innecesariamente.
Francis miró el cielo nocturno y le pareció que podía distinguir ricas vetas de ébano, como si algún pintor hubiera decidido que la noche no era lo bastante oscura y hubiera intentado añadir unas pinceladas más gruesas de negro.
Cuando volvió a bajar los ojos, supo adonde iban. No muy lejos estaba el jardín donde habían sembrado flores. Siguió a los hermanos Moses más allá de la desvencijada valla hasta el pequeño cementerio. Una vez allí, Negro Grande hizo deslizar el cadáver hacia el suelo con un gruñido. Cayó con un sonido sordo y Francis pensó que sentiría náuseas pero, para su sorpresa, no fue así. Observó al ángel y pensó que podía haberse cruzado con él en un pasillo, en el comedor o en la sala de estar cientos de veces sin haber sabido quién era en realidad hasta esa noche. No obstante, se dijo que eso no era así, que si alguna vez lo hubiera mirado directamente a los ojos, habría visto en ellos lo mismo que esa noche.
Negro Grande cogió una pala y se situó en un extremo del pequeño montículo que señalaba dónde se había dado sepultura a Cleo el día anterior. Francis se puso a su lado, cogió el pico y, sin decir palabra, lo levantó por encima de la cabeza y lo clavó en la tierra húmeda. Le sorprendió la facilidad con que podía remover la tierra blanda de la tumba de Cleo. Era como si ella le facilitase las cosas.
Entretanto, los paramédicos tenían que esforzarse por segunda vez en pocas horas. No pasó demasiado rato antes de que los tres oyeran arrancar la ambulancia y recorrer el camino de salida en dirección al hospital más próximo, como había hecho antes, a la misma velocidad vertiginosa, por el mismo camino lleno de baches.
Cuando el aullido de la sirena se desvaneció, se quedaron únicamente con el sonido apagado de las palas y el pico. Seguía lloviendo y el agua los empapaba, pero Francis apenas era consciente de sentirse incómodo, ni siquiera de tener el menor rastro de frío. Se le formaba una ampolla en la mano, pero no hizo caso y siguió descargando el pico una y otra vez. Había superado el agotamiento, absorto en lo que estaban haciendo y en la certeza de que todas las pruebas incriminatorias, yacerían bajo tierra.
No supo si tardaron una hora o más en cavar hasta un metro y medio de profundidad, donde el barato ataúd de metal que contenía los restos de Cleo quedó por fin al descubierto. Por un instante, la lluvia repiqueteó contra la tapa, y Francis esperó extrañamente que el ruido no perturbara el sueño de la reina egipcia. Luego, sacudió la cabeza y pensó: «Esto le gustaría. Toda emperatriz se merece un esclavo en la otra vida.»
Negro Grande dejó la pala en el suelo y su hermano lo ayudó a levantar el cadáver del ángel por las manos y los pies. Tambaleantes en el barro resbaladizo, se acercaron al borde de la tumba y, con un impulso, dejaron caer al ángel sobre el ataúd con un sonido apagado. Negro Grande dirigió una mirada a Francis, que estaba de pie al borde de la fosa, dubitativo.
– No es necesario decir una oración por este hombre porque ninguna le servirá de nada allá donde va -le dijo.
Francis asintió.
Después, sin vacilar, los tres hombres cogieron las herramientas y empezaron a rellenar deprisa la tumba, justo cuando la primera luz titubeante del alba empezaba a asomar por el horizonte.
Y eso fue todo.
Me acurruqué hecho un ovillo junto a la pared.
Me estremecí y procuré aislarme del caos que me rodeaba. En un lugar situado a kilómetros de distancia se oían gritos y muchos golpes, como si todos los miedos, las dudas y hasta el último ápice de culpa que había ocultado todos esos años intentaran derribar mi puerta para irrumpir en mi casa. Sabía que debía una muerte al ángel, y que éste había venido a reclamarla. Había contado la historia y no creía tener más derecho a vivir. Cerré los ojos y, sin dejar de oír voces destempladas y gritos apremiantes, esperé a que se vengara, a sentir la frialdad de su tacto. Me contraje todo lo que pude y oí acercarse pasos frenéticos mientras yo, por fin calmado, esperaba la muerte.
Tercera parte. PINTURA AL LÁTEX BLANCA
36
– Hola, Francis.
Entorné los ojos al oír una voz familiar.
– Hola, Peter -respondí-. ¿Dónde estoy?
– En el hospital -dijo con una sonrisa y el habitual brillo despreocupado en los ojos. Debí de parecer alarmado porque levantó la mano-. No en nuestro hospital, claro. Ése ya no existe. En uno nuevo. Mucho más agradable que el viejo Western. Echa un vistazo alrededor, Pajarillo. Esta vez el alojamiento es bastante mejor, ¿no crees?
Giré despacio la cabeza a la derecha y luego a la izquierda. Estaba tumbado en una cama dura con sábanas limpias y frescas. Un gotero me administraba una solución intravenosa a través de la aguja que tenía clavada en el brazo, y llevaba una bata de hospital verde pálido. En la pared frente a la cama había un cuadro grande y colorido: un velero blanco surcando las aguas centelleantes de una bahía un bonito día de verano. Un televisor silencioso descansaba en un soporte atornillado a la pared. Y de pronto descubrí una ventana que ofrecía una vista reducida pero grata de un cielo azul con tenues nubes altas que curiosamente se parecía al cielo del cuadro.
– ¿Lo ves? -dijo Peter con un pequeño gesto-. No está nada mal.
– No -admití-. Nada mal.
El Bombero estaba sentado en el borde de la cama, cerca de mis pies. Lo miré de arriba abajo. Estaba cambiado con respecto a la última vez que lo había visto en mi casa, cuando le colgaban jirones de carne, la sangre le manchaba la cara y la suciedad le oscurecía la sonrisa. Ahora llevaba el mono azul que yo recordaba del día que nos conocimos, frente al despacho de Gulptilil, y la misma gorra de los Boston Red Sox.
– ¿Estoy muerto? -le pregunté.
Meneó la cabeza y esbozó una ligera sonrisa.
– No -respondió-. Pero yo sí.
Una oleada de pesar me ascendió hasta la garganta y ahogó las palabras que quería decir.
– Lo sé -conseguí articular-. Lo recuerdo.
– No fue el ángel, ¿sabes? -sonrió Peter de nuevo-. ¿Tuve alguna vez la ocasión de darte las gracias, Pajarillo? Me habría matado si no hubiera sido por ti. Y habría muerto si no me hubieras arrastrado y logrado que los hermanos Moses consiguieran ayuda. Te portaste muy bien conmigo, Francis, y te lo agradecí, aunque nunca tuve ocasión de decírtelo. -Suspiró; sus palabras reflejaban cierta tristeza.