– Tuve algunos días difíciles.
– Todos hemos vivido malos momentos -asintió Negro Chico-. Nos asustaste mucho.
– No sabía que erais vosotros quienes iban a buscarme-indiqué.
– Bueno -sonrió Negro Grande, y dirigió una mirada a su hermano-, no es algo que hagamos mucho ahora. No como en los viejos tiempos, cuando éramos jóvenes y trabajábamos en el viejo hospital a las órdenes de Tomapastillas. Ya no. Recibimos la llamada y fuimos corriendo, y nos alegramos mucho de haber llegado antes de que tú, bueno, ya sabes.
– ¿Me suicidara?
– Si quieres hablar sin rodeos, Pajarillo -sonrió-, sí, exacto.
Me recosté en las almohadas y los miré.
– ¿Cómo supisteis…?
– Te vigilamos desde hace cierto tiempo, Pajarillo. -Negro Chico meneó la cabeza-. Recibíamos informes regulares sobre tus progresos del señor Klein, del centro de tratamiento. Llamadas de la familia Santiago, tus vecinos, que han colaborado mucho. La policía local, algunos empresarios locales, todos ellos nos echaban una mano. Te vigilaban, Pajarillo, año tras año. Me sorprende que no lo supieras.
– No tenía idea. -Sacudí la cabeza-. Pero ¿ cómo conseguisteis…?
– Muchas personas nos deben favores -respondió Negro Chico-. Y hay mucha gente que desea estar a buenas con el sheriff del condado. -Señaló con la cabeza a su hermano-. O con un concejal -se señaló a sí mismo e hizo una pausa-. O con una jueza federal que tiene verdadero interés en el hombre que ayudó a salvarle la vida una noche terrible hace muchos años.
Nunca había ido en limusina, y menos en una conducida por un policía uniformado. Negro Grande me enseñó a subir y bajar las ventanillas con un botón, y también dónde estaba el teléfono. Me preguntó si quería llamar a alguien, a expensas de los contribuyentes, por supuesto, pero no se me ocurrió nadie con quien quisiera hablar. Negro Chico dio al chofer mi dirección y luego me tendió una bolsa azul que contenía ropa limpia que mandaban mis hermanas.
Cuando enfilamos mi calle, vi otro coche de aspecto oficial estacionado delante de mi edificio. Un chofer con traje negro esperaba de pie junto a la puerta. Parecía conocer a los hermanos Moses, porque cuando salieron de la limusina, se limitó a señalar la ventana de mi casa.
– Está arriba -comentó.
Subí el primero hasta el primer piso.
La puerta que los hermanos Moses y el personal sanitario de la ambulancia habían arrancado de sus bisagras estaba arreglada, pero abierta de par en par. Entré en el apartamento y lo vi limpio, ordenado y restaurado. Noté olor a pintura reciente y comprobé que los electrodomésticos de la cocina eran nuevos. Entonces de pronto vi a Lucy de pie en medio de la sala, apoyada en un bastón de aluminio. Su cabello relucía, negro pero con los bordes algo plateados, como si tuviese la misma edad que los Moses. La cicatriz de la cara se había difumina-do con el paso de los años, pero sus ojos verdes y su belleza seguían tan impresionantes como el día que la conocí. Sonrió cuando me acerqué a ella y me tendió la mano.
– Oh, Francis -dijo-, nos tenías tan preocupados. Ha pasado mucho tiempo. Me alegro de volver a verte.
– Hola, Lucy -saludé-. He pensado en ti a menudo.
– Y yo también en ti, Pajarillo.
Me quedé clavado, casi como la primera vez que la vi. Siempre resulta difícil hablar, pensar o respirar en determinados momentos, sobre todo cuando hay tantos recuerdos latentes, detrás de cada palabra, de cada mirada y de cada contacto.
Tenía muchas cosas que preguntarle, pero me limité a decir:
– Lucy, ¿por qué no salvaste a Peter?
– Ojalá hubiera podido. -Sonrió con arrepentimiento y sacudió la cabeza-. Pero el Bombero necesitaba salvarse él mismo. Yo no podía hacerlo. Ni ninguna otra persona. Sólo él.
Suspiró y observé que la pared situada tras ella, donde estaban reunidas todas mis palabras, permanecía intacta. Las líneas escritas subían y bajaban, los dibujos sobresalían, la historia estaba toda ahí, tal como la noche en que el ángel había ido finalmente por mí, pero yo me había zafado de él. Lucy siguió mis ojos y se giró hacia la pared.
– Un gran esfuerzo -comentó.
– ¿Lo has leído?
– Sí. Todos lo hemos hecho.
No dije nada, porque no sabía qué decir.
– Lo que describes podría perjudicar a ciertas personas, ¿sabes?
– ¿Perjudicar?
– Reputaciones. Carreras. Esa clase de cosas.
– ¿Es peligroso?
– Podría serlo.
– ¿Qué debo hacer? -pregunté.
– No puedo responder eso por ti, Pajarillo. -Sonrió de nuevo-. Pero te he traído varios regalos que tal vez te sirvan para tomar una decisión.
– ¿Regalos?
– Imagino que, a falta de una palabra mejor, podrías llamarlos así. -Hizo un gesto con la mano hacia una simple caja de cartón marrón situada junto a la pared.
Me acerqué y de su interior saqué varios objetos.
Unos blocs gruesos, una caja de lápices del número 2 con gomas de borrar, dos latas de pintura al látex blanca, un rodillo, una bandeja y una brocha grande.
– ¿Sabes qué pasa, Pajarillo? -dijo Lucy, midiendo sus palabras con la precisión de un juez-. Cualquiera podría entrar aquí y leer lo que has escrito en la pared. Y podría interpretarlo de vanas formas, y una de ellas sería preguntarse cuántos cadáveres hay enterrados en el cementerio del viejo hospital. Y cómo llegaron ahí esos cadáveres.
Asentí.
– Sin embargo, Francis, ésta es tu historia y tienes todo el derecho a contarla. De ahí los blocs, que ofrecen un poco más de permanencia y más intimidad que las palabras escritas en una pared. Algunas ya están empezando a borrarse y es probable que, muy pronto, sean ilegibles.
Era verdad.
Lucy sonrió y se dispuso a añadir algo más, pero se detuvo. En lugar de eso, se inclinó y me besó en la mejilla.
– Me alegro de volver a verte, Pajarillo -dijo-. Cuídate mejor de ahora en adelante.
Y, dicho esto, se marchó cojeando, apoyándose en el bastón y arrastrando la pierna derecha, inservible, como ingrato recuerdo de aquella noche. Los hermanos Moses la observaron un momento y luego, sin decir nada, me estrecharon la mano y la siguieron.
Una vez a solas, me volví hacia la pared. Mis ojos recorrieron veloces todas las palabras escritas y, mientras leía, preparé con cuidado los lápices y los blocs. Sin dudar más de unos segundos, copié deprisa desde el principio:
Francis Xavier Petrel llegó llorando al Hospital Estatal Western en una ambulancia. Llovía con intensidad, anochecía deprisa, y tenía los brazos y las piernas atados. Con sólo veintiún años, estaba más asustado de lo que había estado en su corta y hasta entonces relativamente monótona vida…
Pensé que la pintura al látex blanca podría esperar un par de días.