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– No quiero decirlo -contestó al fin.

– Hay cosas que es mejor guardarse para uno mismo -asintió el Bombero. Rodeó a Francis con el brazo y lo condujo hacia la puerta-. Ven, te enseñaré lo que hay que ver de nuestro nuevo hogar.

– ¿Oyes tú voces, Peter?

– No. -Negó con la cabeza.

– ¿No?

– No. Pero tal vez me iría bien oírlas -respondió. Sonreía al hablar, con una ligerísima curva en las comisuras de los labios, de un modo que Francis reconocería muy pronto y que parecía reflejar el carácter del Bombero, porque era la clase de persona que sabía ver tanto la tristeza como el humor en cosas que los demás considerarían carentes de significado.

– ¿Estás loco? -preguntó Francis.

El Bombero sonrió de nuevo, y esta vez soltó incluso una breve carcajada.

– ¿Lo estás tú, Pajarillo?

– Puede -dijo Francis tras inspirar hondo-. No lo sé.

– Yo diría que no -replicó el Bombero-. Tampoco me lo pareció cuando te conocí. Por lo menos, no demasiado loco. Tal vez un poco. Pero ¿qué hay de malo en eso?

Francis asintió. Eso lo tranquilizaba.

– ¿Y tú? -prosiguió.

El Bombero titubeó antes de responder.

– Soy algo mucho peor -aseguró-. Por eso estoy aquí. Se supone que tienen que averiguar qué me pasa.

– ¿Qué es peor que estar loco?

– Bueno -dijo el Bombero tras carraspear-, supongo que no pasa nada. Tarde o temprano te vas a enterar. Mato gente.

Y, tras esas palabras, condujo a Francis hacia el pasillo del hospital.

4

Y eso fue todo, supongo.

Negro Grande me dijo que no hiciera amigos, que tuviera cuidado, que fuera reservado y que obedeciera las normas, y yo hice lo posible por seguir todos sus consejos excepto el primero. Ahora me pregunto si no tenía también razón en eso. Pero la locura consiste -también en la peor clase de soledad, y yo estaba a la vez loco y solo, así que cuando Peter el Bombero me llevó con él, agradecí su amistad en mi descenso al mundo del Hospital Estatal Western y no le pregunté qué querían decir esas palabras, aunque suponía que pronto lo averiguaría porque el hospital era un sitio donde todo el mundo tenía secretos, pero pocos de ellos se guardaban.

Mi hermana menor me preguntó una vez, mucho después de que me diesen de alta, qué era lo peor del hospital, y tras reflexionar mucho se lo dije: la rutina. El hospital consistía en un sistema de pequeños momentos inconexos que no llevaban a ninguna parte y que sólo existían para pasar del lunes al martes, del martes al miércoles y así sucesivamente, semana tras semana, mes a mes. Todos los pacientes habían sido ingresados por familiares supuestamente bienintencionados o por el sistema frío e ineficiente de los servicios sociales, después de una superficial vista judicial en la que no solían estar presentes y en la que se dictaban órdenes de reclusión por treinta o sesenta días. Pero pronto descubríamos que estos plazos eran tan ilusorios como las voces que oíamos, porque el hospital podía renovar las órdenes judiciales si decidían que seguías siendo una amenaza para ti mismo o para los demás, lo que, en nuestra situación, solía ser la decisión habitual. Así que una orden de reclusión de treinta días podía convertirse con facilidad en una estancia de veinte años. Un recorrido cuesta abajo, sin tregua, de la psicosis a la senilidad. Poco después de nuestra llegada averiguamos que éramos un poco como municiones decrépitas, almacenadas donde no se ven, que se van deteriorando, oxidando y volviendo cada vez más inestables.

Lo primero que uno comprendía en el Hospital Estatal Western era la mentira más grande: que nadie intentaba ayudarte para que mejoraras ni para que volvieras a casa. Se hablaba mucho, se hacía mucho, aparentemente para ayudarte a readaptarte a la sociedad, pero en su mayor parte era teatro, ficción, como las vistas de altas que se celebraban de vez en cuando. El hospital era como el alquitrán en la carretera: te mantenía aferrado en tu sitio. Un famoso poeta escribió una vez, de forma bastante elegante e ingenua, que el hogar es el sitio donde siempre te acogen. Quizá para los poetas, pero no para los locos. El hospital se dedicaba a mantenerte fuera de la mirada del mundo cuerdo. Nos tenían ligados con medicaciones que nos embotaban los sentidos y obstaculizaban nuestras voces interiores, pero jamás eliminaban por completo las alucinaciones, de modo que los delirios seguían resonando por los pasillos. Pero lo verdaderamente perverso era lo deprisa que aceptábamos esos delirios. Pasados unos días en el hospital, no me molestaba que el pequeño Napoleón se plantara junto a mi cama y empezara a hablar enfáticamente sobre movimientos de tropas en Waterloo, y sobre que si las plazas británicas hubieran sido derrotadas por su caballería, si Blücher se hubiera demorado en la carretera o la Vieja Guardia no hubiera sucumbido a la lluvia de metralla y los mosquetes, toda Europa habría cambiado para siempre. Nunca estuve seguro de si Napoleón se consideraba realmente el emperador de Francia, aunque hubiera momentos en que actuara como si así fuera, o si sólo estaba obsesionado con todas esas cosas porque era un hombre menudo, encerrado en un manicomio con el resto de nosotros, y lo que más deseaba era ser algo en la vida.

Nos pasaba a todos los locos, era nuestra mayor esperanza y nuestro mayor sueño: queríamos ser algo. Lo que nos afligía era lo difícil que resultaba lograr ese objetivo, así que lo sustituíamos por delirios. En mi planta había media docena de Jesucristos, o por lo menos personas que insistían en que se podían comunicar con El directamente, un Mahoma que se arrodillaba tres veces al día para rezar de cara a La Meca, aunque solía orientarse en la dirección equivocada, un par de George Washington y otros presidentes, desde Lincoln y Jefferson hasta Johnson y Nixon, y varios pacientes, como el inofensivo pero a veces aterrador Larguirucho, que estaban pendientes de signos de Satán o de cualquiera de sus adláteres. Había personas obsesionadas con los gérmenes, gente a la que aterraban unas bacterias invisibles que flotaban en el aire, otras que creían que todos los rayos de una tormenta iban dirigidos a ellas, de modo que se encogían de miedo por los rincones. Otros pacientes no decían nada y se pasaban días enteros en un silencio absoluto, y otros soltaban palabrotas a diestro y siniestro. Unos se lavaban las manos veinte o treinta veces al día, y otros no se bañaban nunca. Había multitud de compulsiones y obsesiones, delirios y desesperaciones. Uno de los que acabó cayéndome bien era conocido como Noticiero. Recorría los pasillos como un pregonero actual, gritando titulares; era una enciclopedia de la actualidad. Por lo menos, a su manera, nos mantenía conectados con el mundo exterior y nos recordaba que al otro lado de los muros del hospital pasaban cosas. Y había incluso una mujer obesa que ocupaba las horas jugando estupendamente al ping-pong en la sala de estar, pero que se pasaba la mayoría del rato reflexionando sobre el hecho de ser la reencarnación de Cleopatra. Algunas veces, sin embargo, Cleo sólo creía ser Elizabeth Taylor en la película. Fuera como fuese, podía recitar casi todas las frases del film, incluso las de Richard Burton, o la totalidad del drama de Shakespeare, mientras daba otra paliza a quien se atreviera a jugar con ella.

Ahora, cuando lo recuerdo, me parece todo muy ridículo y pienso que debería reírme.

Pero no lo era. Era un sitio de un dolor indescriptible.

Eso es lo que la gente que nunca ha estado loca no puede entender. Lo mucho que hiere cada delirio. Lo lejos que parece la realidad del alcance de uno. Es un mundo de desesperación y frustración. Sísifo y su peñasco habrían encajado a la perfección en el Hospital Estatal Western.