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Iba a mis sesiones diarias en grupo con el señor Evans, a quien llamábamos señor del Mal. Un psicólogo con el pecho hundido y una imperiosa actitud que parecía sugerir que era superior porque él se iba a casa al terminar el día y nosotros no, lo que nos molestaba, pero que, por desgracia, era la clase más auténtica de superioridad. En estas sesiones se nos animaba a hablar con franqueza sobre los motivos por los que estábamos en el hospital y sobre lo que haríamos cuando nos dieran de alta.

Todo el mundo mentía. Unas mentiras maravillosas, desenfrenadas, optimistas, desmedidas, entusiastas.

Excepto Peter el Bombero, que apenas intervenía. Se sentaba a mi lado y escuchaba educadamente cualquier fantasía que los demás se inventaran sobre encontrar un empleo, volver a estudiar o quizá colaborar con un programa de autoayuda para servir a otras personas tan aquejadas como nosotros. Todas estas conversaciones eran mentiras basadas en un deseo único e imposible: parecer normales. O, por lo menos, bastante normales como para que nos dejaran volver a casa.

Al principio me preguntaba si los dos habían llegado a algún acuerdo privado pero muy frágil, porque el señor del Mal nunca pedía a Peter el Bombero que aportara algo al debate, ni siquiera cuando se alejaba de nosotros y de nuestros problemas y trataba de algo interesante como la actualidad, con hechos como la crisis de los rehenes en Irán, los disturbios en las zonas urbanas deprimidas o las aspiraciones de los Red Sox para la temporada siguiente, temas de los que el Bombero sabía mucho. Ambos hombres compartían cierta malevolencia, pero uno era paciente y el otro administrador, y al principio no se veía.

De modo extraño, hace muy poco empecé a pensar como si hubiera anticipado en una expedición desesperada a las regiones más alejadas devastadas de la Tierra, al margen de la civilización, y me hubiera distanciado de todo lo conocido para adentrarme en territorios ignotos. Territorios agrestes.

Y que pronto serían más agrestes aún.

La pared me atraía, y entonces el teléfono del rincón de la cocina empezó a sonar. Supe que sería una de mis hermanas que llamaba para saber cómo estaba, que era, por supuesto, como estoy siempre y como supongo que estaré siempre. Así que no contesté.

Al cabo de unas semanas, lo que quedaba de invierno parecía haberse batido en una triste retirada, y Francis avanzaba por un pasillo buscando algo que hacer. Una mujer a su derecha farfullaba algo lastimero sobre niños perdidos y se balanceaba atrás y adelante con los brazos cruzados como si acunasen algo precioso, cuando no era así. Delante de él, un hombre viejo en pijama, con la piel arrugada y una mata de pelo plateada y rebelde, contemplaba con tristeza una pared blanca hasta que Negro Chico llegó y le giró con suavidad por los hombros, de modo que lo dejó mirando por una ventana con barrotes. Esta nueva ubicación, con su nueva vista, llevó una sonrisa al rostro del anciano y Negro Chico le dio una palmadita en el brazo para tranquilizarlo. Luego se acercó a Francis.

– ¿Cómo estás hoy, Pajarillo?

– Bien, señor Moses. Aunque un poco aburrido.

– En la sala de estar están viendo telenovelas.

– No me gustan demasiado esos programas.

– ¿No te pican la curiosidad, Pajarillo? ¿No empiezas a preguntarte qué pasará a toda esa gente con una vida tan extraña? Hay muchos giros y misterios que enganchan a muchos espectadores. ¿No te interesan?

– Supongo que deberían, señor Moses, pero no lo sé. No me parecen reales.

– Bueno, también hay personas jugando a cartas. Y también a juegos de mesa.

Francis sacudió la cabeza.

– ¿Y una partida de ping-pong con Cleo?

El joven sonrió y siguió sacudiendo la cabeza.

– ¿Qué pasa, señor Moses? -dijo-. ¿Cree que estoy tan loco como para retarla?

– No, Pajarillo. -El comentario arrancó una carcajada al auxiliar-. Ni siquiera tú estás tan loco.

– ¿Puedo obtener un pase para salir al aire libre? -preguntó Francis de golpe.

– Varios pacientes saldrán esta tarde -contestó Negro Chico tras echar un vistazo al reloj-. Hace un día tan bonito que podrían plantar algunas flores, dar un paseo y respirar un poco de aire fresco. Ve a ver al señor Evans y puede que te deje ir. A mí me parece bien.

Francis encontró al señor del Mal de pie en el pasillo, frente a su despacho, charlando con el doctor Tomapastillas. Los dos parecían agitados. Gesticulaban y discutían vehementemente, pero era una discusión curiosa, porque cuanto más intensa se volvía, más bajo hablaban, de modo que al final, cuando Francis estuvo a su lado, los dos se siseaban como un par de serpientes enfrentadas. Parecían ajenos al resto del mundo, y varios pacientes se unieron a Francis arrastrando los pies a izquierda y derecha. Francis oyó por fin cómo Tomapastillas decía enfadado:

– Bueno, no podemos permitirnos este tipo de fallo, ni por un momento. Espero por su bien que aparezcan pronto.

– Es evidente que se han perdido, o acaso las han robado -respondió el señor del Mal-. Eso no es culpa mía. Seguiremos buscando, es lo único que puedo hacer.

– Hágalo. -Tomapastillas asintió, pero su rostro reflejaba rabia-. Y espero que tarde o temprano aparezcan. No deje de informar a seguridad, y pídales que le den otro juego. Pero es una violación grave de las normas.

Y, acto seguido, el pequeño médico indio se volvió de golpe y se alejó sin prestar atención a nadie, excepto a un hombre que se situó ante él pero fue rechazado con un gesto. Evans se giró hacia los demás, igual de irritado.

– ¿Qué? -espetó-. ¿Qué queréis?

Su tono provocó que una mujer sollozara al instante, y un anciano negó con la cabeza antes de alejarse hablando consigo mismo, más cómodo con la conversación que podía mantener él solo que con la que habría tenido con el enfadado psicólogo.

Francis, sin embargo, dudó. Sus voces le gritaban: ¡Vete!¡Vete enseguida! Pero no lo hizo y, pasado un instante, reunió el coraje suficiente para hablar.

– ¿Podría darme un pase para salir al patio? El señor Moses va a llevar a unos cuantos pacientes al jardín esta tarde y me gustaría ir con ellos. Dijo que le parecía bien.

– ¿Quieres salir?

– Sí. Por favor.

– ¿Por qué quieres salir, Francis? ¿Qué hay en el exterior que te parece tan atractivo?

Francis no sabía si se estaba burlando o sólo bromeaba.

– Hace buen día. El primero desde hace mucho. Brilla el sol y hace calor. Aire fresco.

– ¿Y crees que es mejor que lo que se te ofrece aquí dentro?

– Yo no he dicho eso, señor Evans. Es primavera y me gustaría salir.

– Creo que tienes intención de escaparte, Francis. -El señor del Mal sacudió la cabeza-. De huir. Creo que piensas que, cuando el señor Moses esté de espaldas, podrás encaramarte por la hiedra, salvar el muro, bajar corriendo la colina más allá de la universidad y tomar un autobús que te lleve lejos de aquí. Cualquier autobús, el que sea, porque cualquier sitio es mejor que éste; eso es lo que pienso que tienes intención de hacer -aseguró con tono tenso y agresivo.

– No, no, no replicó Francis. Sólo quiero salir al patio.

– Eso es lo que dices, pero ¿cómo sé que es la verdad? ¿Cómo puedo fiarme de ti, Pajarillo? ¿Qué harás para convencerme de que me estas diciendo la verdad?

Francis no sabía cómo responder. ¿Cómo podría demostrar nadie que una promesa hecha era sincera, a no ser que fuera cumpliéndola?

– Sólo quiero salir -insistió-. No he salido desde que llegué.

– ¿Crees que mereces ese privilegio? ¿Qué has hecho para ganártelo, Francis?

– No sé. No sabía que había que ganárselo. Sólo quiero salir.

– ¿Qué te dicen tus voces, Pajarillo?