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Francis dio un pasito hacia atrás, porque sus voces le estaban gritando instrucciones y consejos, distantes pero claros, para que se alejara del psicólogo rápidamente y dejara la salida al patio para otro día, pero insistió un momento más, lo que suponía un desafío poco habitual al alboroto de su interior.

– No oigo ninguna voz, señor Evans. Sólo quiero salir. Eso es todo. No quiero escaparme. No quiero tomar ningún autobús a ninguna parte. Sólo quiero respirar un poco de aire fresco.

Evans asintió con una sonrisa desdeñosa.

– No te creo -sentenció, pero sacó un pequeño bloc del bolsillo superior y escribió unas palabras-. Dale esto al señor Moses -indicó-. Permiso para salir concedido. Pero no te retrases para nuestra sesión en grupo de la tarde.

Francis encontró a Negro Chico fumando un cigarrillo en el puesto de enfermería, donde coqueteaba con la enfermera Caray y una nueva enfermera en prácticas. La llamaban Rubita porque llevaba el cabello rubio muy corto, estilo paje, lo que contrastaba con los peinados ahuecados de las demás enfermeras, que eran mayores y estaban más sujetas a las flaccideces y arrugas de la mediana edad. Rubita era joven, delgada y nervuda, con un físico juvenil bajo el uniforme blanco. Tenía la piel pálida, casi translúcida, y parecía brillar tenuemente bajo las luces del techo. Su voz era suave, difícil de oír, y se convertía en un susurro cuando estaba nerviosa, lo que, según veían los pacientes, pasaba a menudo. Los alborotos le provocaban ansiedad, en particular cuando el puesto de enfermería se llenaba a las horas en que se entregaban las medicaciones. Eran siempre momentos de tensión, con personas que se empujaban para acercarse a la ventanilla de la rejilla metálica, donde las pastillas se entregaban en vasitos de plástico con los nombres de los pacientes escritos. Le costaba conseguir que los pacientes hicieran cola, que se callaran y, sobre todo, tenía problemas cuando había empujones, lo que sucedía bastante a menudo. A Rubita se le daba mejor estar sola con un paciente, cuando su voz suave y aflautada no tenía que luchar con muchas. A Francis le caía bien porque, al menos, no era demasiado mayor que él, pero sobre todo porque su voz le resultaba tranquilizadora y le recordaba a la de su madre unos años atrás, cuando le leía por la noche. Por un momento, intentó recordar cuándo había dejado de hacerlo, porque la imagen le pareció de repente muy lejana, casi como si fuera historia en lugar de recuerdo.

– ¿Tienes el pase, Pajarillo? -preguntó Negro Chico.

– Aquí. -Se lo entregó y, al alzar los ojos, vio a Peter el Bombero por el pasillo-. ¡Peter! -llamó-. Tengo permiso para salir. ¿Por qué no le pides uno al señor del Mal y vienes tú también?

– No puedo, Pajarillo -sonrió el Bombero, y se acercó sacudiendo la cabeza-. Va contra las normas. -Miró a Negro Chico, que asintió a modo de conformidad.

– Lo siento -dijo el auxiliar-. El Bombero tiene razón. No puede.

– ¿Por qué no? -quiso saber Francis.

– Porque ésas son las condiciones-de mi estancia. No puedo cruzar ninguna puerta cerrada con llave.

– No comprendo -comentó Francis.

– Forma parte de la orden judicial que me recluye aquí-explicó el Bombero con voz teñida de pesar-. Noventa días de observación. Evaluación. Diagnóstico psicológico. Pruebas en las que me muestran una mancha de tinta y yo tengo que decir que veo a dos personas haciendo el amor. Tomapastillas y el señor del Mal preguntan, yo contesto y ellos lo anotan, y un día de éstos el asunto vuelve al tribunal. Pero no puedo cruzar ninguna puerta cerrada con llave. Todo el mundo está en una especie de cárcel, Pajarillo. La mía es más restrictiva que la tuya.

– No es nada del otro mundo, Pajarillo -añadió Negro Chico-. Aquí hay muchas personas que no salen nunca. Depende de lo que hiciste para que te trajeran aquí. Por supuesto, también hay muchos que no quieren salir, aunque podrían si lo pidieran. Sólo que nunca lo piden.

Francis lo comprendió pero no lo entendió.

– No me parece justo -aseguró mirando al Bombero.

– No creo que nadie pensara en el concepto de justicia, Pajarillo. Pero yo lo acepté, de modo que las cosas son así. Me estoy quietecito. Me reúno con Tomapastillas un par de veces a la semana. Asisto a las sesiones con el señor del Mal. Dejo que me observen. Incluso ahora, mientras estamos hablando, el señor Moses, Rubita y la señorita Caray me están observando y escuchando lo que digo, y todo lo que adviertan puede terminar en el informe que Tomapastillas remitirá al tribunal. Así que he de ir con cuidado con lo que digo porque no se sabe qué podría convertirse en el elemento clave. ¿No es cierto, señor Moses?

Negro Chico asintió. Francis lo encontró todo muy impersonal, como si el Bombero estuviera hablando sobre otro hombre, no sobre él.

– Cuando hablas así -dijo-, no pareces estar loco.

Este comentario hizo sonreír irónicamente a Peter, que al punto adoptó una expresión de chiflado y exclamó:

– ¡Oh, Dios mío! Eso es terrible. ¡Terrible! -Emitió un sonido gutural-. Entonces, debería tener más cuidado. Porque necesito estar loco.

Para un hombre que estaba siendo observado, Peter no parecía demasiado preocupado, lo que contrastaba con muchos de los paranoicos del hospital, que creían que eran observados sin cesar, cuando no era el caso. Claro que creían que los observaba el FBI, la CÍA o incluso el KGB, o extraterrestres, de modo que sus circunstancias eran muy distintas. Francis vio cómo el Bombero se marchaba hacia la sala de estar, y pensó que incluso cuando silbaba o confería un garbo exagerado a su forma de andar, sólo hacía más patente lo que le entristecía.

El sol cálido acarició la cara de Francis. Negro Grande se había unido a su hermano para dirigir la expedición, uno delante y el otro detrás, con los doce pacientes que paseaban por los terrenos del hospital en fila india. Larguirucho iba con ellos, mascullando que estaba alerta, tan atento como siempre, y también Cleo, que iba mirando el suelo y escudriñando entre los arbustos y matojos, con la esperanza de encontrar una víbora. Francis imaginaba que una simple culebra de jaretas haría las veces de serpiente a la perfección, pero no serviría para el suicidio. También iban varias mujeres mayores que caminaban muy despacio, un par de hombres mayores y tres pacientes de mediana edad, todos de la categoría desaliñada e indiferente que distinguía a quienes estaban en el hospital desde hacía años. Llevaban chancletas o zapatos, camisetas o jerséis raídos que no parecían irles bien o corresponderse, lo que era la norma del hospital. Un par de hombres exhibían una expresión huraña y enojada, como si la luz del sol que les acariciaba la cara les enfureciera de algún modo. Francis pensó que eso era lo que hacía del hospital un sitio inquietante. Un día que debería haber provocado risas relajadas inspiraba en cambio una rabia silenciosa.

Los dos auxiliares andaban sin prisas hacia la parte posterior del complejo, donde había un pequeño jardín. En una mesa de picnic que había soportado un invierno crudo, con la superficie combada y marcada por las inclemencias del tiempo, había unas cuantas cajas de semillas y un cubo rojo de playa con unas palitas dentro. Había una regadora de aluminio y una manguera conectada a un único grifo que remataba una cañería solitaria que sobresalía del suelo. En unos segundos, Negro Grande y Negro Chico tenían al grupo rastrillando y labrando la tierra con las pequeñas herramientas para prepararla para plantar. Francis se dedicó a ello unos instantes y después alzó la mirada.

Más allá del jardín había otra franja de tierra, un rectángulo largo rodeado de una vieja cerca de madera, antaño blanca pero ahora de un gris apagado. Los hierbajos crecían en forma de matas en la árida tierra. Imaginó que sería alguna clase de cementerio, porque había dos lápidas de granito desvaídas, un poco ladeadas, de modo que recordaban dientes irregulares en la boca de un niño. Y tras la cerca posterior había una hilera de árboles plantados muy juntos para formar una barrera natural y tapar una alambrada.