– Puede tomarse un descanso -indicó Evans a Rubita, pero la esbelta enfermera sacudió la cabeza.
– Estoy bien -respondió imprimiendo cierto valor a sus palabras, y prosiguió alimentando a la anciana en la silla de ruedas.
Francis observó que Larguirucho seguía con los ojos puestos en Rubita, y su mirada fija reflejaba lo que interpretó como incertidumbre. Más adelante comprendería que podría haber sido algo muy diferente.
La aglomeración habitual empujó y se quejó esa noche a la hora de la medicación. Rubita estaba en el puesto de enfermería y quiso ayudar a distribuir las pastillas, pero las otras enfermeras, mayores y más expertas, se encargaron de ello. Varias voces subieron de tono para quejarse y un hombre rompió a llorar cuando otro lo apartó de un empujón, pero Francis tuvo la impresión de que el incidente de la cena había dejado a casi todos si no mudos, por lo menos calmados. Pensó que el hospital era una cuestión de equilibrios. Los medicamentos equilibraban la locura; la edad y la reclusión equilibraban la energía y las ideas. Todos los pacientes aceptaban cierta rutina que limitaba, definía y reglamentaba el espacio y la acción. Incluso los esporádicos empujones y discusiones a la hora de la medicación formaban parte de un elaborado minué demencial, tan codificado como un baile barroco.
Larguirucho apareció acompañado de Negro Grande. Sacudía la cabeza y Francis lo oyó quejarse.
– Estoy bien. No necesito nada extra para tranquilizarme -decía-. Estoy bien.
Pero Negro Grande había perdido su habitual expresión complaciente.
– Tienes que facilitarnos las cosas, Larguirucho -le dijo-, o tendremos que ponerte una camisa de fuerza y encerrarte toda la noche en aislamiento. Así que inspira hondo, súbete la manga y no te resistas.
Larguirucho asintió aunque Francis vio que miraba con recelo a Rubita, que trabajaba en la parte posterior del puesto de enfermería. Fueran cuales fuesen las dudas que Larguirucho tenía sobre la identidad de Rubita, Francis supo que ni la medicación ni la persuasión las había disipado. Parecía temblar de ansiedad de pies a cabeza, pero no opuso resistencia a la enfermera Huesos, que se acercó a él con una hipodérmica que goteaba fármaco y le frotó el brazo con alcohol antes de clavarle la aguja. Francis pensó que debía de doler, pero Larguirucho no mostró signos de ello. Lanzó una última mirada a Rubita antes de que Negro Grande se lo llevara hacia el dormitorio.
5
El tráfico nocturno había aumentado frente a mi piso. Oía el ruido de los camiones diesel, algún que otro claxon de coche y el rumor constante de los neumáticos. La noche cae despacio en verano, cuando se insinúa como un mal pensamiento en una ocasión feliz. Unas sombras irregulares llegan primero a los callejones y empiezan a recorrer despacio patios y aceras, a subir por las paredes de los edificios y a deslizarse como una serpiente a través de las ventanas, o se aferran a las ramas de los árboles hasta que, por fin, se impone la oscuridad. A menudo he pensado que la locura es un poco como la noche, debido a las distintas formas en que se extendió durante varios años por mi corazón y mi mente, unas veces con dureza o rapidez, otras con lentitud y sutileza, de modo que apenas era consciente de que estaba dominándome.
¿Había conocido alguna vez una noche más oscura que aquella en el Hospital Estatal Western?, me pregunté. ¿O una noche más llena de locura?
Fui al fregadero, llené un vaso de agua, tomé un trago y pensé: He omitido el hedor. Era una combinación de excrementos luchando contra productos de limpieza sin diluir. La peste de la orina frente al olor del desinfectante. Como los niños pequeños, muchos pacientes ancianos y seniles no controlaban los intestinos, de modo que el hospital apestaba a percances. Para combatirlo, todos los pasillos tenían por lo menos dos trasteros provistos de trapos, fregonas, cubos y potentes agentes limpiadores químicos. A veces parecía haber siempre alguien fregando el suelo en algún sitio. Los productos con lejía eran muy potentes, te escocían los ojos cuando tocaban el suelo de linóleo y dificultaban la respiración, como si algo se te clavara en los pulmones.
Costaba prever cuándo se producirían esos percances. Supongo que en un mundo normal podrían identificarse las tensiones o los temores capaces de provocar una pérdida de control a una persona anciana, y adoptar medidas para reducirlos. Exigiría un poco de lógica, sensibilidad y cierta planificación y previsión. Nada extraordinario. Pero en el hospital, donde todas las tensiones y los temores eran tan imprevistos y surgían de pensamientos tan incoherentes, era prácticamente imposible anticiparlos e impedirlos.
Así que, en lugar de eso, teníamos cubos y limpiadores potentes.
Y, dada la frecuencia con que las enfermeras y los auxiliares tenían que usarlos, los trasteros no solían estar cerrados con llave. Se suponía que tenían que estarlo, claro, pero como muchas otras cosas en el Hospital Estatal Western, la realidad de las normas se doblegaba ante la práctica que imponía la locura.
¿Qué más recordaba de esa noche? ¿Llovía? ¿Soplaba el viento?
Sí recordaba los sonidos.
En el edificio Amherst había casi trescientos pacientes agrupados en un centro concebido en principio para una tercera parte de esa cantidad. Cualquier noche podían trasladar a varios a una de esas celdas de aislamiento de la cuarta planta con las que habían amenazado a Larguirucho. Las camas estaban pegadas unas a otras, de modo que sólo unos centímetros separaban a un paciente del siguiente. A lo largo de una pared del dormitorio había unas cuantas ventanas mugrientas. Tenían barrotes y proporcionaban poca ventilación, aunque los hombres en las camas situadas bajo ellas solían cerrarlas bien porque temían lo que pudiese haber al otro lado.
La noche era una sinfonía de aflicción.
Los ronquidos, las toses y los gorgoteos se mezclaban con las pesadillas. Los pacientes hablaban en sueños con familiares y amigos que no estaban ahí, con dioses que ignoraban sus oraciones, con demonios que los atormentaban. Gritaban sin cesar, y pasaban llorando las horas de mayor oscuridad. Todo el mundo dormía, pero nadie descansaba.
Estábamos encerrados con toda la soledad que trae la noche.
Quizá fuera la luz de la luna que se colaba entre los barrotes de las ventanas lo que me mantuvo esa noche entre el sueño y la vigilia. Quizá seguía estando nervioso por lo ocurrido durante el día. Quizá mis voces estaban inquietas. He pensado muchas veces en ello, porque todavía no estoy seguro de lo que me mantuvo en ese incómodo estadio entre la vigilancia y la inconsciencia. Peter gemía en sueños y se revolvía en la cama, junto a la mía. La noche era difícil para él. De día podía mostrar una actitud razonable que parecía impropia del hospital, pero por la noche algo le roía por dentro. Y mientras yo iba y venía entre esos estados de ansiedad, recuerdo haber visto a Larguirucho, a unas camas de distancia, sentado en la posición del loto como un indio americano en un consejo tribal, mirando hacia el otro lado del dormitorio. Recuerdo haber pensado que el tranquilizante que le habían dado no le había hecho efecto, porque lo normal era que lo hubiera sumido en un sueño tranquilo. Pero los impulsos que antes lo habían desquiciado vencían con facilidad al tranquilizante y, en lugar de eso, estaba sentado farfullando y gesticulando con las manos como un director que no logra que la orquesta toque al compás adecuado.
Así es como lo recordaba de esa noche, hasta el momento en que una mano en el hombro me sacudió para despertarme. Ése fue el momento, así que tenía que empezar ahí.
Por lo tanto, tomé el lápiz y escribí: