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Exhalé aire sobrecalentado. Tenía las ideas chamuscadas.

Aún podía oír la voz de Lucy Jones cuando se inclinó hacia Peter y hacia mí.

«Una pesadilla es algo de lo que puedes despertar, Peter-había dicho-. Pero los pensamientos y las ideas que permanecen después de que tus terrores hayan desaparecido son algo bastante peor.»

– Conozco muy bien esa clase de despertar -dijo Peter con un tono formal que, curiosamente, parecía tender un puente entre ellos.

Gulptilil interrumpió las ideas que se estaban barajando en su despacho.

– Escuche -dijo con una oficiosidad enérgica-. No me gusta nada la dirección que está tomando esta conversación, señorita Jones. Está sugiriendo algo que es bastante difícil de considerar.

– ¿Qué cree que estoy sugiriendo? -repuso Lucy Jones, volviéndose hacia él.

Francis pensó que había obrado como la fiscal que era. En lugar de negar, objetar o tener alguna otra reacción contraria, devolvía la pregunta al médico. Tomapastillas, que no era tonto aunque a menudo lo pareciera, también debió de darse cuenta, ya que no se trataba de una técnica que los psiquiatras desconocieran; se movió incómodo antes de responder. La cautela lo llevó a eliminar la agudeza que la tensión imprimía a su voz, de modo que recuperó su acento empalagoso y algo británico.

– Lo que creo, señorita Jones, es que no está dispuesta a ver circunstancias que contradigan lo que usted desea encontrar. Se ha producido una muerte desafortunada. Se avisó de inmediato a las autoridades competentes. Se examinó el escenario del crimen. Se interrogó a los testigos. Se obtuvieron pruebas. Se practicó una detención. Todo eso se hizo conforme al procedimiento y a la forma. Parece que sería el momento de dejar que tuviera lugar el proceso judicial y ver qué se decide.

Lucy asintió y consideró su respuesta.

– ¿Le suenan los nombres de Frederick Abberline y sir Robert Anderson, doctor?

Tomapastillas arrugó el entrecejo. Francis vio cómo hojeaba el índice de su memoria sin obtener resultado. Era la clase de fallo que Gulptilil detestaba. Era un hombre que se negaba a mostrar cualquier carencia, por nimia o insignificante que fuera. Se revolvió en el asiento, carraspeó una o dos veces y respondió meneando la cabeza.

– No, lo siento. Esos nombres no me dicen nada. ¿Cuál es su relación con esta discusión, si puede saberse?

– Quizá, doctor, le resulte más familiar un coetáneo de ellos -repuso Lucy en lugar de contestar directamente-. Un caballero conocido como Jack el Destripador.

– Por supuesto. -Gulptilil entornó los ojos-. Se lo menciona en notas a pie de página en varios textos médicos y psiquiátricos, sobre todo debido a la ferocidad y notoriedad de sus crímenes. Pero los otros…

– Abberline era el inspector encargado de investigar los asesinatos de Whitechapel en 1888. Anderson era su supervisor. ¿Está familiarizado con esos hechos?

– Hasta los niños conocen a Jack el Destripador -replicó el medico, y se encogió de hombros-. Incluso ha dado lugar a novelas y películas.

– Sus crímenes dominaban las noticias -prosiguió Lucy-. Atemorizaban a la población. Se convirtió en una especie de referencia contra la que muchos crímenes parecidos se siguen comparando hoy en día, aunque en realidad se limitaron a un área bien definida y a una clase muy concreta de víctimas. El pánico que provocaron era desproporcionado con respecto a su impacto real, lo mismo que su impacto en la historia. En el Londres actual se puede hacer una visita guiada en autobús por los lugares de los asesinatos. Y existen grupos de debate que siguen investigando los crímenes. Casi cien años después, la gente sigue morbosamente fascinada. Todavía quiere saber quién era Jack.

– ¿Cuál es el propósito de esta lección de historia, señorita Jones? Quiere decirnos algo, pero creo que no sabemos muy bien qué.

A Lucy no pareció importarle esta reacción negativa.

– ¿Sabe qué ha intrigado siempre a los criminólogos de los crímenes de Jack el Destripador, doctor?

– No.

– Que terminaron tan de repente como empezaron.

– ¿Sí?

– Como un grifo de terror abierto y, después, cerrado. Clic. Así, sin más.

– Interesante, pero…

– Dígame, doctor, según su experiencia, ¿las personas dominadas por su compulsión sexual, sobre todo para cometer crímenes espantosos, cada vez más brutales, y que encuentran plena satisfacción en sus actos, paran espontáneamente?

– No soy psiquiatra forense, señorita Jones.

– Pero según su experiencia, doctor…

– Sospecho, señorita Jones -respondió con tono de superioridad a la vez que sacudía la cabeza-, que usted sabe tan bien como yo que la respuesta a esa pregunta es que no. Un psicópata homicida no puede poner término a sus crímenes. Por lo menos no voluntariamente, aunque a algunos de ellos la excesiva culpa les lleva a suicidarse. Éstos, por desgracia, son minoría. Por lo general, los asesinos reincidentes sólo se detienen debido a alguna circunstancia externa.

– Sí, cierto. Anderson y Abberline barajaron tres posibilidades para el cese de los crímenes de Jack el Destripador en Londres. La primera, que hubiera emigrado a América (poco probable pero posible), aunque no hay constancia de asesinatos de ese tipo en Estados Unidos. La segunda, que hubiese muerto, bien por suicidio o a manos de alguien, lo que tampoco era demasiado probable. En la era victoriana, el suicidio no era muy frecuente, y tendríamos que suponer que a Jack el Destripador lo atormentaba su propia maldad, algo de lo que no existe ningún indicio. La tercera era una posibilidad más realista.

– ¿Cuál?

– Que Jack hubiese sido recluido en un hospital psiquiátrico e, incapaz de salir de allí, permaneció para siempre tras sus gruesas paredes. -Hizo una pausa antes de preguntar-: ¿Son muy gruesas aquí las paredes, doctor?

Tomapastillas reaccionó poniéndose de pie.

– ¡Lo que está sugiriendo, señorita Jones, es espantoso! -Tenía el rostro crispado-. ¡Imposible! ¡Que algún Destripador actual esté aquí, en este hospital!

– ¿Dónde podría esconderse mejor? -preguntó la fiscal en voz baja.

Tomapastillas se esforzaba por recobrar la compostura.

– ¡La idea de que un asesino, aunque sea inteligente, pudiera ocultar sus verdaderas pulsiones a todo el personal del hospital es ridícula! Puede que eso fuera posible en el siglo XIX, cuando la psicología estaba aún en mantillas. ¡Pero no en la actualidad! Exigiría una fuerza de voluntad constante, una sofisticación y un conocimiento de la naturaleza humana muy superiores a los que puedan tener nuestros pacientes. Su sugerencia es simplemente imposible. -Pronunció estas palabras con una contundencia que ocultaba sus temores.