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– Muy bien -dijo el pequeño-. Ahora lo llevaremos a ver al médico. No se preocupe. Las cosas pueden parecer desagradables, pésimas ahora mismo, pero pronto mejorarán. Puede estar seguro.

No se lo creyó. Ni una palabra.

Los dos auxiliares lo condujeron hasta una pequeña sala de espera. Una secretaria sentada tras una mesa metálica alzó la mirada cuando cruzaron la puerta. Parecía una mujer imponente, estirada, de más de mediana edad, vestida con un ajustado traje chaqueta azul, el cabello demasiado crispado, el delineador de ojos demasiado marcado y el brillo de labios ligeramente excesivo, lo que le confería un aspecto algo incongruente, entre bibliotecaria y prostituta callejera.

– Éste debe de ser el señor Petrel -dijo con brusquedad, aunque Francis supo al instante que no esperaba respuesta, porque ya la conocía-. Ya pueden pasar. El médico lo está esperando.

Le condujeron a un despacho. Era una habitación algo más agradable, con dos ventanas en la pared del fondo con vistas a un jardín. Se veía un roble mecido por el viento. Y, más allá del árbol, otros edificios, todos de ladrillo, con tejados de pizarra negra que se fundían con la penumbra del cielo. Delante de las ventanas había un enorme escritorio de madera. Un estante con libros en un rincón, varias sillas demasiado mullidas y una alfombra oriental de color rojo vivo sobre la moqueta gris que cubría el suelo creaban una zona de asiento a la derecha de Francis. Una fotografía del gobernador junto a un retrato del presidente Cárter colgaban de la pared. Francis lo captó lo más rápido posible girando la cabeza a uno y otro lado. Pero sus ojos se detuvieron enseguida en el hombre menudo que se levantó de detrás de la mesa.

– Buenas tardes, señor Petrel. Soy el doctor Gulptilil -dijo, con una voz aguda, casi como de niño.

Era un hombre con sobrepeso, rollizo, sobre todo en los hombros y la barriga, bulboso como un globo al que se le ha dado forma. Era indio o pakistaní. Llevaba una reluciente corbata de seda roja y una camisa de un blanco luminoso, pero su traje gris, mal entallado, tenía los puños algo raídos. Parecía la clase de hombre que pierde interés en su aspecto a medio vestirse por la mañana. Llevaba unas gafas gruesas de montura negra, y el pelo, peinado hacia atrás, se le rizaba sobre el cuello de la camisa. Francis no pudo deducir si era joven o mayor. Observó que le gustaba subrayar sus palabras con movimientos de la mano, de modo que su conversación parecía la actuación de un director de orquesta con la batuta.

– Hola -dijo Francis, vacilante.

¡Ten cuidado con lo que dices!, le advirtió una de sus voces.

– ¿Sabe por qué está aquí? -preguntó el médico. Parecía sentir verdadera curiosidad.

– No estoy muy seguro.

Gulptilil bajó la mirada a un expediente y examinó una hoja.

– Al parecer, ha asustado a algunas personas -indicó despacio-. Y parecen creer que necesita ayuda. -Tenía un ligero acento británico, un pequeño toque de anglicismo que era probable que los años en Estados Unidos hubieran erosionado. Hacía calor en la habitación, y uno de los radiadores siseaba bajo la ventana.

– Fue un error -respondió Francis-. No quería hacerlo. Las cosas se descontrolaron un poco. Fue un accidente. De verdad que sólo fue una equivocación. Ahora me gustaría volver a casa. Lo siento. Prometo portarme mejor. Mucho mejor. Sólo fue un error. No quería hacerlo. De verdad que no. Pido disculpas.

El médico asintió, pero no contestó precisamente a lo que Francis había dicho.

– ¿Oye voces ahora? -quiso saber.

¡Dile que no!

– No.

– ¿No?

– No.

¡Dile que no sabes de qué está hablando! ¡Dile que nunca has oído ninguna voz!

– No sé a qué se refiere con eso de las voces -aseguró Francis.

¡Muy bien!

– Me refiero a que usted oye hablar a personas que no están físicamente presentes. O tal vez oye cosas que los demás no pueden oír.

Francis negó con la cabeza.

– Eso sería una locura -comentó. Estaba ganando algo de confianza.

El médico examinó la hoja y volvió a alzar los ojos hacia Francis.

– Así que las muchas veces que los miembros de su familia le han observado hablando solo no son ciertas. ¿Por qué mentirían, pues?

Francis se movió inquieto mientras pensaba en la pregunta.

– ¿Quizás están equivocados? -dijo, y la incertidumbre asomó a su voz.

– Lo dudo.

– No he tenido demasiados amigos -comentó Francis con cautela-. Ni en el colegio ni en el barrio. Los demás suelen dejarme solo. Así que he terminado hablando conmigo mismo. Puede que sea eso lo que han observado.

– ¿Habla consigo mismo? -repuso el médico.

– Sí. Eso es -corroboró Francis, y se relajó un poco más.

Muy bien. Muy bien. Ten cuidado.

El médico echó otro vistazo al expediente. Exhibía una sonrisita en los labios.

– Yo también hablo conmigo mismo a veces -aseguró.

– Bueno. Ya lo ve -contestó Francis. Se estremeció y sintió una curiosa mezcla de calor y frío, como si el tiempo húmedo y crudo del exterior hubiera logrado seguirlo y hubiese superado el calor ardiente del radiador.

– Pero cuando lo hago no mantengo una conversación, señor Petrel. Es más bien un recordatorio, como «No olvides comprar un litro de leche», o una advertencia, como «¡Ay!» o «¡Mierda!» o, debo admitirlo, epítetos aún peores. No me dedico a preguntar y contestar a alguien que no está presente. Y eso, me temo, es lo que su familia dice que lleva haciendo usted desde hace años.

¡Ten cuidado con ésta!

– ¿Eso han dicho? -replicó Francis con astucia-. Qué extraño.

– No tanto como se imagina, señor Petrel -dijo el médico y sacudió la cabeza.

Rodeó la mesa acortando la distancia entre ambos para terminar apoyándose en el borde, justo delante de Francis, confinado en la silla de ruedas, limitado por las ataduras de manos y piernas, pero igualmente por la presencia de los dos auxiliares, que no habían hablado ni se habían movido pero se mantenían justo detrás de él.

– Tal vez volvamos más tarde a esas conversaciones suyas, señor Petrel -dijo el doctor-. Porque no acabo de entender cómo puede tenerlas sin oír algo a cambio, y eso me preocupa de verdad.

¡Es peligroso, Francis! Es inteligente y no busca nada bueno. ¡Cuidado con lo que dices!

Francis asintió, y temió que el médico lo hubiese advertido. Se puso tenso y vio cómo Gulptilil hacía una anotación en la hoja con un bolígrafo.

– Intentemos otra cosa de momento, señor Petrel -prosiguió-. Hoy ha sido un día difícil, ¿no es así?

– Sí -contestó Francis. Supuso entonces que sería mejor añadir algo porque el médico se limitó a mirarlo fijamente-. Tuve una discusión. Con mis padres.

– ¿Una discusión? Sí. Por cierto, señor Petrel, ¿puede decirme qué fecha es hoy?

– ¿La fecha?

– Correcto. La fecha de esta discusión que tuvo usted hoy.

Pensó un buen momento. Luego miró por la ventana y vio que el árbol se doblaba bajo el viento, con movimientos espasmódicos, como si un titiritero oculto le manipulara las extremidades. Las ramas tenían unos brotes, así que hizo algunos cálculos mentales. Se concentró mucho, y esperaba que una de las voces supiera la respuesta, pero de repente estaban, como era su irritante costumbre, silenciosas. Echó un vistazo alrededor con la esperanza de encontrar un calendario u otra señal que pudiera ayudarlo, pero no vio nada. Volvió la mirada a la ventana para observar cómo se movía el árbol. Luego miró al médico y vio que éste esperaba pacientemente la respuesta, como si hubieran transcurrido varios minutos desde su pregunta. Francis inspiró hondo.