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– Lo siento… -empezó.

– ¿Se ha distraído? -preguntó el médico.

– Le pido disculpas.

– Parecía estar en otro sitio -comentó el médico-. ¿Le ocurre con frecuencia?

¡Dile que no!

– No. En absoluto.

– ¿De veras? Me sorprende. En cualquier caso, señor Petrel, iba a decirme algo.

– ¿Me había hecho una pregunta? -repuso Francis, enojado consigo mismo por haber perdido el hilo de la conversación.

– La fecha, señor Petrel.

– Creo que es quince de marzo -respondió Francis con seguridad.

– Ah, los idus de marzo. Momento de traiciones famosas. Lástima, pero no. -Negó con la cabeza-. Pero ha estado cerca, señor Petrel. ¿Y el año?

Francis hizo más cálculos mentales. Sabía que tenía veintiún años y que su cumpleaños había sido el mes anterior, de modo que dedujo:

– Mil novecientos setenta y nueve.

– Bien -contestó el doctor-. Excelente. ¿Y a qué día estamos?

– ¿Qué día?

– ¿Qué día de la semana, señor Petrel?

– Estamos a… sábado.

– No. Lo siento. Hoy es miércoles. ¿Podrá recordarlo un rato?

– Sí. Miércoles. Por supuesto.

– Y ahora volvamos a esta mañana -pidió el médico, y se frotó el mentón con la mano-, con su familia. Fue algo más que una discusión, ¿no es así, señor Petrel?

¡No! ¡Fue lo mismo de siempre!

– No creo que fuera tan especial…

– ¿De veras? -El médico abrió los ojos con una ligera nota de sorpresa-. Qué curioso, señor Petrel. Porque el informe de la policía local indica que amenazó a sus dos hermanas y que después anunció que iba a suicidarse. Que la vida no valía la pena y que odiaba a todo el mundo. Y luego, cuando su padre le hizo frente, también lo amenazó, lo mismo que a su madre, aunque no con atacarlos sino con algo igual de peligroso. Dijo que quería que todo el mundo desapareciera. Creo que ésas fueron sus palabras exactas. Y el informe asegura además, señor Petrel, que fue a la cocina de la casa donde vive con sus padres y sus dos hermanas menores y tomó un cuchillo grande, el cual blandió en su dirección de tal manera que ellos creyeron que iba a atacarlos. Luego lo lanzó contra la pared. Y después, cuando la policía llegó a su casa, se encerró en su habitación y se negó a salir, pero desde el pasillo le oían hablar en voz alta, discutiendo, cuando de hecho no había nadie con usted. Tuvieron que derribar la puerta, ¿no es así? Y, por fin, forcejeó con los policías y con los auxiliares de la ambulancia que intentaban ayudarlo, por lo que uno de ellos necesitó incluso ser atendido. ¿Es ése un breve resumen de los hechos de hoy, señor Petrel?

– Sí -contestó con tristeza-. Siento lo del policía. Un puñetazo mío le acertó sin querer en el ojo. Sangró mucho.

– Eso fue una suerte para usted y para él -dijo Gulptilil.

Francis asintió.

– Tal vez ahora podría explicarme por qué pasaron hoy estas cosas, señor Petrel.

¡No le digas nada! ¡Van a usar en tu contra hasta la última palabra que digas!

Francis miró otra vez por la ventana en busca del horizonte. Detestaba la pregunta «por qué». Lo había perseguido toda la vida. ¿Por qué no tienes amigos? ¿Por qué no te llevas bien con tus hermanas? ¿Por qué no puedes lanzar bien una pelota o estar tranquilo en clase? ¿Por qué no prestas atención cuando te habla el profesor, o el jefe de los scouts, o el sacerdote de la parroquia, o los vecinos? ¿Por qué te escondes siempre de los demás? ¿Por qué eres diferente, Francis, cuando lo único que queremos es que seas igual? ¿Por qué no puedes conservar un empleo? ¿Por qué no puedes estudiar? ¿Por qué no puedes alistarte en el ejército? ¿Por qué no puedes comportarte? ¿Por qué no hay quien te ame?

– Mis padres creen que tengo que hacer algo con mi vida. Eso fue lo que provocó la discusión.

– ¿Es consciente, señor Petrel, de que obtuvo muy buenos resultados en sus estudios? Excelentes, por extraño que parezca. Quizás sus esperanzas no fueran tan infundadas.

– Supongo que no.

– ¿Por qué discutió entonces?

– Una conversación así nunca es tan razonable como se cuenta después -respondió Francis, y eso hizo sonreír al doctor.

– Ah, señor Petrel, supongo que tiene razón en eso. Pero no entiendo cómo esta discusión subió tanto de tono.

– Mi padre estaba resuelto.

– Usted lo golpeó, ¿verdad?

¡No admitas nada! ¡El te golpeó antes! ¡Di eso!

– El me golpeó antes -obedeció Francis.

Gulptilil hizo otra anotación. Francis se revolvió en el asiento. El médico alzó los ojos hacia él.

– ¿Qué está escribiendo? -quiso saber Francis.

– ¿Importa eso?

¡No permitas que te toree! ¡Averigua qué está escribiendo! ¡No será nada bueno!

– Sí. Quiero saber qué está escribiendo.

– Sólo son unas notas sobre nuestra conversación.

¡Insiste!

– Creo que debería enseñarme lo que está escribiendo. Creo que tengo derecho a saber qué está escribiendo.

El médico no respondió, así que Francis prosiguió.

– Estoy aquí, he contestado sus preguntas y ahora yo le hago una. ¿Por qué está escribiendo cosas sobre mí sin enseñármelas? No es justo.

Se removió y tiró de las ataduras que lo sujetaban. Notaba que el calor de la habitación aumentaba, como si hubieran subido la calefacción de golpe. Forcejeó un momento para intentar liberarse, pero no lo consiguió. Inspiró hondo y volvió a desplomarse en el asiento.

– ¿Está nervioso? -preguntó el médico tras unos instantes de silencio. Era una pregunta que no requería respuesta.

– Eso no es justo -repitió Francis, intentando infundir tranquilidad a su voz.

– ¿Es importante la justicia para usted?

– Sí. Por supuesto.

– Sí, quizá tenga razón en eso, señor Petrel.

De nuevo guardaron silencio. Francis oía sisear el radiador y pensó que quizás era la respiración de los auxiliares, que seguían a sus espaldas. Se preguntó si una de sus voces podría estar intentando captar su atención susurrándole algo tan bajo que le costaba oírlo. Se inclinó hacia delante, como para escuchar mejor.

– ¿Suele impacientarse cuando las cosas no le salen como quiere?

– ¿No le pasa a todo el mundo?

– ¿Cree que debería lastimar a la gente cuando las cosas no salen como a usted le gustaría, señor Petrel?

– No.

– Pero se enfada.

– Todo el mundo se enfada a veces.

– Ah, señor Petrel, en eso tiene toda la razón. Sin embargo, el modo en que reaccionamos a nuestro enfado es fundamental, ¿no? Creo que deberíamos volver a hablar. -El médico se había inclinado hacia él para imprimir algo de complicidad a su actitud-. Sí, creo que serán necesarias más conversaciones. ¿Sería eso aceptable para usted, señor Petrel?

No contestó. Era como si la voz del médico se hubiera apagado, como si alguien le hubiera bajado el volumen o como si sus palabras le llegaran desde una gran distancia.

– ¿Puedo llamarte Francis? -preguntó el médico.

De nuevo no respondió. No se fiaba de su voz, porque empezaba a mezclarse con las emociones que le crecían en el pecho.

– Dime, Francis -preguntó Gulptilil tras observarlo un instante-, ¿recuerdas lo que te pedí que recordaras hace un rato, durante nuestra conversación?

Esta pregunta pareció devolverlo a la habitación. Alzó los ojos hacia el médico, que exhibía una mirada inquisitiva.

– ¿Cómo?

– Te he pedido que recordaras algo.

– No me acuerdo -soltó Francis con brusquedad.

– Pero tal vez podrías recordarme a qué día de la semana estamos -dijo el médico con la cabeza ligeramente ladeada.