– ¿Qué día?
– Sí.
– ¿Es importante?
– Imaginemos que lo es.
– ¿Está seguro de habérmelo preguntado antes? -Francis procuraba ganar tiempo, porque aquel simple dato parecía de repente eludirlo, como si se escondiera tras una nube en su interior.
– Sí -contestó el doctor-. Estoy seguro. ¿A qué día estamos?
Francis se lo pensó, mientras se debatía con la ansiedad que de repente se encaramaba a sus demás pensamientos. Ojalá alguna de sus voces acudiera en su ayuda, pero siguieron silenciosas.
– Creo que es sábado -aventuró con cautela. Pronunció cada palabra despacio, vacilante.
– ¿Estás seguro?
– Sí -contestó con escasa convicción.
– ¿No recuerdas que yo te hubiera dicho que era miércoles?
– No. No sería correcto. Es sábado. -La cabeza le daba vueltas, como si aquellas preguntas le obligaran a correr en círculos concéntricos.
– No -corrigió el médico-. Pero no tiene importancia. Te quedarás un tiempo con nosotros, Francis, y tendremos oportunidad de volver a hablar sobre estos temas. Estoy seguro de que en el futuro recordarás mejor las cosas.
– No quiero quedarme -contestó Francis, sintiendo un pánico repentino mezclado con desesperación-. Quiero irme a casa. De verdad, creo que me están esperando. Se acerca la hora de cenar, y mis padres y hermanas quieren que todo el mundo esté en casa entonces. Es la norma de la casa, ¿sabe? Tienes que estar a las seis, con la cara y las manos lavadas. Nada de ropa sucia si has estado jugando fuera. Preparados para bendecir la mesa. Tenemos que bendecir la mesa. Siempre lo hacemos. Algunos días me toca a mí. Tenemos que dar gracias a Dios por la comida que tenemos en la mesa. Creo que hoy me toca. Sí, estoy seguro. De modo que tengo que irme, no puedo llegar tarde.
Notaba cómo las lágrimas le anegaban los ojos y los sollozos le entrecortaban las palabras. Esas cosas le pasaban a un reflejo exacto de él, no a él, que estaba algo distanciado del Francis real. Luchó para que todas esas partes de él mismo se reunieran en una sola, pero era difícil.
– ¿Quizá quieras hacerme alguna pregunta? -dijo Gulptilil con delicadeza.
– ¿Por qué no puedo volver a casa? -tosió la pregunta entre lágrimas.
– Porque la gente te tiene miedo, Francis, y porque asustas a la gente.
– ¿Qué clase de sitio es éste?
– Un sitio donde te ayudaremos -aseguró el médico.
¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mentira!
Gulptilil dirigió la mirada a los dos auxiliares y les dijo:
– Señor Moses, por favor, lleve con su hermano al señor Petrel al edificio Amherst. Aquí tiene una receta con la medicación y algunas instrucciones adicionales para las enfermeras. Deberá estar por lo menos treinta y seis horas en observación antes de que se planteen pasarlo a la sala abierta. -Entregó el expediente al más bajo de los hombres que flanqueaban a Francis.
– Muy bien, doctor -asintió el auxiliar.
– Sí, doctor -respondió su enorme compañero, que se puso tras la silla de ruedas y la empujó con rapidez. El movimiento mareó a Francis, que contuvo los sollozos que le sacudían el pecho-. No tenga miedo, señor Petrel. Pronto se arreglará todo. Cuidaremos bien de usted -susurró el hombretón.
Francis no lo creyó.
Le condujeron de vuelta a la sala de espera, con las lágrimas resbalándole por las mejillas y las manos temblorosas bajo las sujeciones. Se retorcía en la silla para llamar la atención de los auxiliares.
– Por favor -rogó lastimeramente, con la voz quebrada por una mezcla de miedo y tristeza sin límite-, quiero ir a casa. Me están esperando. Es donde quiero estar. Llévenme a casa, por favor.
El auxiliar pequeño tenía el rostro tenso, como si le doliese oír las súplicas de Francis.
– Todo va a ir bien, ¿me oyes? -repitió con una mano en el hombro de Francis-. Tranquilo… -Le hablaba como si fuera un niño.
Los sollozos sacudían a Francis, procedentes de una parte muy profunda de su ser. Se detuvieron en la sala de espera donde la secretaria estirada alzó los ojos con una expresión impaciente e implacable.
– ¡Silencio! -ordenó a Francis, que se tragó otro sollozo y tosió.
Al hacerlo, echó un vistazo alrededor de la habitación y vio a dos policías estatales uniformados, con chaqueta gris y pantalones de montar azules remetidos en relucientes botas marrones de caña alta. Ambos eran la imagen robusta, alta y esbelta de la disciplina, con el pelo cortado al uno y el sombrero de ala rígida un poco inclinado. Los dos llevaban un cinturón tan pulido como un espejo, y un revólver enfundado a la cintura. Pero quien llamó la atención de Francis fue el hombre al que flanqueaban.
Era más bajo que los policías, pero corpulento. Francis supuso que tendría unos treinta años. Adoptaba una postura lánguida y relajada, con las manos esposadas delante, pero su lenguaje corporal parecía minimizar la función de las esposas, como si sólo fueran un leve inconveniente. Llevaba puesto un holgado mono azul marino con las palabras MCI-BOSTON bordadas en amarillo sobre el bolsillo superior derecho, y un par de zapatillas de deporte viejas y sin cordones. El pelo castaño, bastante largo, le sobresalía por debajo de una gorra de los Boston Red Sox manchada de sudor, y lucía barba de dos días. Lo que más impresionó a Francis fueron sus ojos, porque iban de un lado a otro de la habitación, más atentos y observadores que la pose relajada que adoptaba, para captar muchas cosas lo más rápido posible. Poseían algo profundo que Francis notó de inmediato, a pesar de su propia angustia. No supo definirlo, pero era como si aquel hombre percibiese algo indescriptiblemente triste situado fuera del alcance de su vista, de modo que lo que veía, oía o presenciaba estaba teñido por este dolor oculto. Fijó esos ojos en Francis y logró esbozar una sonrisita comprensiva, que pareció hablarle directamente.
– ¿Estás bien, chico? -preguntó con un leve acento irlandés de Boston-. ¿Tan mal te van las cosas?
– Quiero irme a casa -explicó Francis a la vez que meneaba la cabeza-, pero dicen que tengo que quedarme aquí.- Acto seguido, preguntó espontáneamente en tono lastimero: -¿Puedes ayudarme, por favor?
– Supongo que aquí hay más de uno que querría irse a casa y no puede -dijo el hombre, inclinándose un poco hacia el joven-. Yo mismo me incluyo en esa categoría.
Francis alzó la mirada hacia él. No sabía muy bien por qué, pero su tono calmado lo tranquilizó.
– ¿Puedes ayudarme? -repitió.
– No sé qué puedo hacer -dijo el hombre con una sonrisa, medio indiferente y medio triste-, pero lo intentaré.
– ¿Me lo prometes? -lo urgió Francis.
– De acuerdo. Te lo prometo.
El joven se recostó en la silla y cerró los ojos.
– Gracias -susurró.
La secretaria interrumpió la conversación con una orden a uno de los auxiliares negros:
– Señor Moses, este caballero es el señor… -Vaciló tras señalar al hombre del mono y decidió continuar como si omitiera adrede el nombre-. Es el caballero del que hablamos antes. Estos policías lo acompañarán a ver al médico, pero vuelvan enseguida para llevarlo a su nuevo alojamiento. -Pronunció esta palabra con una pizca de sarcasmo-. Mientras tanto, instalen al señor Petrel en Amherst. Lo están esperando.
– Sí, señora -dijo el negro corpulento, como si le tocara hablar, aunque los comentarios de la mujer iban dirigidos al otro auxiliar-. Lo que usted diga.
El hombre del mono volvió a mirar a Francis.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó.
– Francis Petrel.
– Petrel es un nombre bonito. -Sonrió-. Así se llama un pajarillo marino, común en Cape Cod. Son los pájaros que se ven sobrevolando las olas las tardes de verano, sumergiéndose en el agua y levantando el vuelo. Unos animales muy bonitos. Mueven con rapidez sus alas blancas y planean sin esfuerzo. Deben de tener muy buena vista para detectar un lanzón o un menhaden en el agua. Un pájaro poético, sin duda. ¿Puedes volar así, Francis?