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– No estarás preocupado por cómo vaya a ser la película, ¿verdad? Estoy segura de que no van a arruinar tu historia si te han pedido que participes.

Se dijo a sí mismo que no lo estaba provocándolo deliberadamente y se marchó a su habitación donde se quedó mirando fijamente por la ventana. Tenía que ser mucho más cuidadoso ahora que ya estaba fuera de su control. Entonces sonrió levemente. Kathy había intentado tranquilizarle y quizá lo había conseguido inadvertidamente. Muy pocas películas les eran fieles a las historias en las que se basaban, pero esa no era ninguna razón para dar por supuesto que esta no iba a acercarse a la realidad. De hecho, podría asegurarse de que no se acercara demasiado.

7

Cuando el cliente de Dudley, un veinteañero gordo y pálido con pantalones cortos morados hasta las rodillas, sandalias y una corbata atada a la muñeca, se presentó en el mostrador para ser reponedor en Frugo, se levantó una mujer que estaba sentada en la fila delantera de las sillas de plástico. Llevaba una blusa blanca sin mangas con perlas (o botones en forma de perla) y una amplia falda amarilla sin forma hasta los tobillos. Aunque no le tocaba el siguiente número, se apresuró hasta la ventanilla de Dudley abanicándose con su sombrero de amplias alas.

– ¿Es usted, no? -dijo-. Usted es el hombre al que busco.

Pasaba de los cuarenta y tenía la esperanza de que hubiera sido otra persona quien le dijera que era elegible para muy pocos trabajos. Sin embargo, enseguida vio que no se trataba de un cliente.

– Si tiene que ver con mi relato, lo soy -dijo.

– ¿Su relato?

– El que van a publicar, o el de la historia de mi vida, si es lo que desea.

– Mi hija y yo ya sabemos bastante sobre usted, gracias.

– ¿Es usted la editora? Ella puede preguntarme más cosas si quiere. Y usted también puede.

– ¿Qué…?

La mujer se echó hacia delante con tanta brusquedad que la cargada cesta que llevaba en el regazo crujió.

– Sí, le preguntaré algo -dijo alzando la voz-. ¿Por qué llamó usted prostituta a mi hija cuando vino a buscar trabajo?

Sus expectativas se esfumaron y volvió a caer en la banalidad, y cosas peores, de aquella oficina. No estaba demasiado interesado en protestar.

– No lo hice.

– Ella dice que sí. Dígame por qué tendría que mentir, si nunca lo hace. Mejor será que cuide sus palabras si desea conservar su empleo.

– Puede que no. Puede que no lo necesite.

Mientras ella intentaba no abrir la boca a la vez que él murmuraba aquello, el calor estancado se volvió perfumado.

– ¿Algún problema, Dudley? -preguntó la señora Wimbourne como si escuchara su propio eco.

– Mi hija vino buscando un empleo, que no diré que apruebo, pero no le corresponde a nadie de detrás de este mostrador aprobarlo o no, y su subalterno la llamó prostituta.

– Yo no soy subalterno de nadie.

– Bien, Dudley. Yo me encargaré de esto -dijo la señora Wimbourne dirigiéndose a la otra dama-. Recuerdo el incidente y creo que se trató de un malentendido.

– Lo único que yo le dije fue que hay trabajos que no nos permiten ofrecer.

– Me temo que es el caso, señora.

– ¿Qué? ¿Que ustedes se permitan juzgar cómo debe la gente ganarse la vida o insinuar que mi hija sea una mentirosa?

– Yo diría que ninguna de las dos cosas. Seguro que el señor Smith…

– Si desea mi opinión, usted está más segura de él de lo que se merece. Le aconsejo que no le quite el ojo de encima -comentó la mujer antes de arrastrar la silla como si retrocediera de él-. Supongo que siempre podrán salirse con la suya, ya que trabajan para el Estado -dijo.

Inmediatamente se dirigió a la puerta.

Lionel se puso de pie a un lado para dejarla marchar y en ese momento la señora Wimbourne dijo:

– ¿Qué es eso que van a publicar? Ven y explícamelo.

Sus compañeros estaban ansiosos por enterarse de por qué querría hablar con él en privado. Después de seguirla hasta la sala de personal, fingió haber cerrado la puerta, pero solo la dejó entornada unos centímetros. La señora Wimbourne buscó en su bolso, que estaba encima de la mesa, antes de darse cuenta de que ni siquiera ella podía fumar en el establecimiento. Quizá por eso su voz sonó más contrariada.

– ¿De qué va, entonces?

– Tengo un relato en una revista y además lo van a llevar al cine.

– ¿Es eso cierto o estás intentando impresionar a Colette?

– Desde luego que no -dijo con indiferencia sin importarle que Colette oyera aquello-. Es totalmente cierto.

– La historia no está basada en un hecho real, ¿verdad?

Aunque estaban fuera del alcance de la luz del sol, el calor llameaba a su alrededor.

– ¿Por qué debería estarlo? Es una historia.

– No está basada en lo que haces.

Se aclaró la garganta, cosa que le ayudó más a hablar que a pensar.

– ¿Cómo? ¿En lo que hago?

– Una vez que salís de esta oficina ya no es asunto mío. Quiero decir que trabajas aquí; que no has escrito sobre eso.

No pudo evitar un resoplido.

– No. ¿Qué podríamos escribir de aquí?

– No sabía que tuvieses tan mal concepto de tu trabajo. Deberías haber pedido permiso para la publicación.

– ¿Qué tiene que ver eso con nadie de aquí?

– Deberías haber preguntado, aunque ya es un poco tarde. Parece que querías que todo el mundo se enterara de esto antes que nosotros. Quizá hayas olvidado tus condiciones de servicio. Se supone que debes comunicárnoslo antes de aceptar cualquier otro empleo que nos haga competencia. ¿Adónde vas?

– La puerta no está cerrada.

– Déjala abierta, entonces. ¿Qué tienes que decir?

– ¿En qué sentido escribir es hacer competencia? Salvo que gané un concurso…

Tras dar esa contestación, y ver que ella no hizo caso de su ingenio, continuó:

– No tiene sentido.

– Yo decidiré eso. Cuéntame los detalles, quiero que me lo cuentes todo ahora mismo.

– Va sobre una persona que es asesinada porque no aprecia a alguien a quien cree conocer por completo.

Tras darle a la señora Wimbourne un tiempo para interpretar si le gustaba o no, continuó:

– Estaré en la portada de La Voz del Mersey.

– Tendré que tener una conversación con alguien de arriba. Mientras tanto, adviérteles a los de tu revista de que puede que tengan problemas. Recuerdo casos de funcionarios a los que se les prohibió tener cualquier clase de trabajo adicional cuando tenía tu edad. ¿Vas a llamar a la revista?

– Aún no.

Despegó los labios con un sonido seco y cortante.

– Entonces, vuelve al trabajo.

¿Cómo se atrevía a hablarle de su edad y actuar como una directora de colegio? Mientras sacaba su caliente y entumecida cara de aquella sala, miró las coronillas de las cabezas de sus compañeros con la esperanza de que a ninguno se le ocurriera soltar lo que habían escuchado sin querer.

– Treinta y siete -gritó llamando a una joven madre cuyo bebé empezó a chillar al verlo.

Mientras ella lo mecía en su cochecito y después entre sus brazos e intentaba calmarlo con un biberón que aún lo angustió más, él le gritaba las preguntas. Al final consiguió un empleo con un grupo de actividades infantiles de entre las descripciones que aparecieron en la pantalla de su ordenador.

Finalmente pudo liberarse de aquel llanto que hacía parecer que la pantalla latía como si su dolor de cabeza se hubiese hecho visible. Mientras se preguntaba si había sido algún aspecto de su actuación lo que había llevado a la señora Wimbourne a inclinarse sobre él, Lionel abrió la puerta para dejar salir al estridente cochecito.