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– Ellas no me tocaron, no se habrían atrevido -dijo Dudley señalando con el cuchillo-. Tuvieron que enviar al hermano de ella; él fue quien me atacó en medio de una multitud de gente. Pedí ayuda a gritos y nadie me socorrió.

– Qué lástima que no hubiese sido una mujer en vez de otro hombre derrochando sus hormonas en la calle. De todas formas, resulta igual de divertido -dijo Shell llevándose una servilleta en forma de partitura a la boca para limpiarse.

Tom se contuvo con un gruñido que podría haber expresado diversión. Tras hacerse notar la indiferencia de la mesa, Walt dijo:

– Espero que no te duela mucho, Dudley y creo que hablo por todos. ¿Quieres contestarle a Shell?

– Por ahora ya he dicho todo lo que tenía que decir.

– No me digas que te has enfurruñado por lo que he dicho de tu personaje -gritó Shell-. Eso es tristísimo.

– Dale al hombre un respiro. No hemos venido para hacer que deje de trabajar.

Patricia pensó que Walt podría haber intervenido bastante antes.

Shell engulló un gran bocado de enchilada y se ayudó a tragarlo con lo que le quedaba de su segundo jigger.

– Gracias por la comida, Walt. Si no me dejas hablar, no tiene sentido que siga aquí.

– ¿Ahora quién se enfurruña? -preguntó Dudley.

Shell estaba a mitad de camino hacia la puerta cuando se dio la vuelta.

– Si alguien quiere oír lo que tengo que decir -anunció lo bastante alto como para que los japoneses se callaran-, estaré en el ferri Egremont, en la orilla del río de Dud, el viernes. Será una noche de chicas, imagínate lo que voy a decir sobre ti, Dud.

Al cerrarse la puerta tras ella, le llegó más calor que parecía condensarse en la frente de Dudley. Walt dijo:

– ¿Te resulta más fácil pensar ahora?

– Aún no -dijo Dudley restregándose la muñeca por la frente.

– Si Shell ha hecho que te imagines un asesinato, nadie te culpará por ello -dijo Vincent-. Utilízalo si puedes, todo es material.

– Lo intentaré -dijo Dudley antes de arriesgarse a probar un bocado del pisto que eliminó cualquier expresión que, de otra manera, habría ocupado su cara.

– Eso es; come, muchacho -dijo Walt-. Quizá mientras cenamos sientas que el cerebro se está alimentando.

Patricia vio que Dudley no tenía mucho tiempo para imaginar o quizá para revelar más ideas. Al menos, no necesitaba culparse a sí misma. Paró la cinta de su grabadora por si era aquello lo que le inhibía, pero él parecía muy comprometido con lo de dejar el plato limpio. Cuando un fogonazo le hizo palidecer la cara, ella comenzó a comer como él. Sentía como si la tensión que Shell se había dejado atrás hubiese explotado en forma de rayo. No se trataba de Tom sino de los japoneses que estaban fotografiando el interior.

– No te preocupes, nadie te está espiando -le dijo a Dudley, captando un destello en sus ojos a modo de respuesta.

9

Cuando Dudley subió otro escalón de la grada de hormigón, comenzó a llover. Parecía que la oscuridad de las nueve había apagado todas las luces de los almacenes, mientras que la parte de Liverpool que estaba en la orilla del río brillaba dentro de un aura de lluvia. Más allá de lo alto de la rampa podía ver el bajo techo del ferri Egremont, pero nadie podía verlo a él. Otra de las olas de la marea alta le hizo subir más alto en la grada, cosa que le hizo agacharse como si le hubieran vuelto a agarrar por la magullada entrepierna. Antes de que pudiera enderezarse, le alcanzó el aguacero que antes había visto en la otra parte del río.

No había esperado durante horas en el paseo del río para ahora tener que marcharse. Al menos la lluvia no estaba tan fría como las olas que lo habían pillado desprevenido. En cuestión de segundos, el agua le había mojado el pelo y le chorreaba por la cara hacia abajo pegándole la camisa y los pantalones al cuerpo. Aquello le encolerizó, al igual que la ola que se había aprovechado de su distracción para salpicarle a la altura del tobillo y meterse en su zapato. Sin embargo, nada de eso fue lo que le hizo enseñar los dientes con la expresión que compartía con la oscuridad, sino la voz amplificada de la mujer que salía dando tumbos del ferri Egremont.

– Aquí está el regalo que habíais estado esperando, chicas. Shell Garridge y su mundo de pendejos.

Mientras todas las mujeres que había escuchado entrar en el bar empezaban a brindar, aplaudir y dar patadas en el suelo, fue caminando con dificultad por la grada hacia lo alto hasta que sus ojos vieron por encima del paseo del río. Un ciclista sin luces pedaleaba desesperadamente hacia Seacombe donde aún esperaba un ferri. Sin embargo, la avenida dormida flanqueada por el ayuntamiento y grandes casa iluminadas en lo alto de colinas de césped estaba desierta. Al otro lado de un gran espacio ocupado por bancos y unas cuantas farolas empapadas, las ventanas del bar le parecieron jaulas de cristal dentro de un acuario. En la jaula en la que se hallaba el bar vio a Shell brincando sobre sus pies y lanzando su gorra en forma de pico en señal de reto delante de los barriles de cerveza y dejando ver una cabeza que parecía ruda y calva a través de la distorsión del agua. Se enrolló el cable del micrófono en la muñeca y comenzó a pavonearse hacia delante y hacia atrás, haciendo que Dudley se sintiera como un enorme juguete de bañera moviéndose sobre una cuerda.

– Hombres -dijo.

Aquello provocó un coro de burlas que no sonó del todo gracioso. Dudley vio que una figura de detrás de la barra levantó las manos y las utilizó para protegerse la cabeza. No había duda de que la inseguridad que había en su cara también era divertidamente defensiva.

– No te preocupes, no abucheamos la bebida -le dijo-. Date prisa en sacar esas cervezas y estarás a salvo. No vas a pillar esta noche, así que no saques otra cosa que no sea cerveza. Lo que me recuerda, chicas, que me he enterado de que esta semana un tío pilló en la calle. Más que pillar, le hicieron una paja y un nudo, si es que tenía lo suficiente para hacer un nudo.

Dudley no necesitaba espiar desde el paseo del río como si tuviese algo de lo que avergonzarse. Más allá de la grada había una zona del tamaño de su dormitorio que no estaba iluminada y, de todas formas, la lluvia lo hacía irreconocible (si no invisible), para la gente del bar. Caminó descaradamente hacia el paseo sacando los húmedos dientes bajo el chaparrón mientras Shell terminaba de esperar las carcajadas de júbilo y regocijo antes de bajar un poco el ritmo.

– Es una pena que no fuera una chica la que le diera lo que estaba pidiendo -dijo.

Dudley veía su figura saltona y líquida apretando los puños a la vez que cruzaba los brazos con un gesto que pareció estrujarle el agua de lluvia que tenía encima.

– Sin embargo, fue por nosotras -decía Shell-. ¿Cómo es él? Es funcionario, ya sabéis su especie. Como ciudadano es igual que un adolescente que se pelea con su madre por quedarse a pasar la noche fuera y piensa que todo el mundo es su criado, como si tuviésemos que hacerle una reverencia y llamarlo señor. De cara es como una rata olisqueando en un cubo de basura. Se viste de traje y corbata para que nadie se dé cuenta de que se esconde para ver programas porno y se lo hace con la mano. Lo que no sabíais es que trabaja en la oficina de empleo.

El rugido de carcajadas que provocó coincidió con una ráfaga de lluvia especialmente fuerte que le dio a Dudley en la cara. Pensó que solo se estaban burlando de su trabajo y que aquello no duraría mucho más. Se sacudió el agua de la cara y de los ojos y casi estalló en carcajadas al pensar cuánto sabía Shell de él cuando esta dijo:

– Piensan que somos una especie inferior porque tenemos que arrastrarnos hasta ellos para que nos den trabajo, ¿verdad? Aquí viene lo peor. Una chica acudió a él y cuando terminó de contarle todo lo que nos hacen contarles para que nos puedan mirar como si no hubiésemos debido levantarnos ese día, la trató como si fuese una puta.