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El bar entero comenzó de repente a silbar más fuerte que la tormenta. Las mujeres se comportaban como si hubiesen visto a un villano. Dudley se rió hasta que la boca empezó a chorrearle, porque no lo podían ver.

– No digo que apruebe el trabajo que fue a buscar -dijo Shell-, pero la elección de cómo utilizar su cuerpo es suya, ¿no? El chiste es que son los hombres como él los que ven que los sueldos de las mujeres son tan malos que es mejor que se vendan a sí mismas y los hombres como él son los que pagan por ello y los hombres como él son los que intentan también que se avergüencen de hacerlo. Todas sabemos por qué, ¿no es así? Le dan miedo las mujeres reales porque puede que se le desbaraten las fantasías. Esa es la clase de chiste que no me hace ninguna gracia.

– Dinos qué fue lo que le pasó -pidió una mujer con un grito ronco.

– Parece ser que su hermano se encontró con este inútil por la calle. Quizá pensó que si el tío iba a imaginarse cosas sexuales sobre ella, debería hacerle daño. Por lo que oí, le retorció el grifo hasta que necesitó un fontanero. Y lo que es más divertido; la calle estaba llena de gente y nadie hizo nada cuando Dud, el inútil empezó a chillar pidiendo ayuda. Seguramente sabían que se lo merecía o pensaron que era un cantante de la calle. Tuvo que haber sonado como un montón de cantantes diferentes. ¿Cómo se llaman esos que cantan clásica? Un contralto. Un sensiblero, un soprano, un niño corista de iglesia, un eunuco.

Mientras Shell hacía una demostración chillando cada vez más fuerte, el dolor del que la lluvia le había hecho olvidarse regresó a la entrepierna de Dudley.

– Le dije que iba a estar aquí esta noche -decía Shell-. No habría venido, pero podría haberse quedado fuera para escuchar, aunque está lloviendo tanto que seguramente se habría marchado. Estará inventando historias sobre cómo hacer callar a mujeres liquidándolas.

En el momento en que ella acercó la cabeza al cristal, él no se movió. Le gustaba la forma en que la lluvia en la ventana hacía que pareciese que le arrancaran pedacitos de la cara y se los retorciesen como diversión.

– Aquí hay un puñado de mujeres al que nadie callará -gritó a la vez que le daba la espalda-. Mujeres, somos realmente salvajes y mejor será que los hombres lo sepan. Tira del barril, chico, si no quieres que acabe sin voz.

Dudley deseó que se hubiese quedado sin ella. Estaba más pendiente del implacable chaparrón que de lo que ella decía. Algunos conductores recorrían la carretera, padres solteros que se volvían idiotas intentando criar a sus hijas, hombres solitarios avergonzados de lavarse la ropa delante de las mujeres en la lavandería… él no era ninguno de ellos. Ella se había figurado que lo conocía y lo había convertido en un chiste. Se puso las manos alrededor del dolor y se quedó agachado como si la lluvia lo doblase cuando, en realidad, lo que hacía era añadir todas las burlas que ella hacía sobre los hombres a su furia, un nudo frío y duro alojado en su interior. Incluso su abandono del tema y el sacudirse el agua de las orejas por si lo retomaba, le hacía enfurecer. ¿Qué derecho tenían ella y sus compinches para dejarlo fuera bajo la tormenta? ¿Qué clase de hombre se encogería de miedo tras una barra y se pondría a actuar como su cómplice? Dudley no sabía si veía borroso a causa del dolor, de la ira o del agua cuando ella dijo:

– Bueno chicas, ¿hemos terminado ya con los pendejos por esta semana?

Cuando los brindis y las patadas en el suelo se fueron apagando, se liberó la muñeca del cable del micrófono y desapareció por las profundidades del tanque de la ventana. Casi de inmediato, la puerta de su izquierda iluminó las rectas paralelas inclinadas de lluvia. Ninguna de las mujeres que se agachaban a la vez que corrían hacia los coches era Shell. Las luces de los faros enfocaron en dirección a Dudley, pero no consiguieron localizarlo antes de que el coche empezara a avanzar lentamente hacia arriba por la carretera principal. Nadie que él no quisiera podía verlo.

Sin embargo, nadie más apareció después de aquello durante un rato de lluvia muy intensa. Solo se escuchaba el barullo sin ningún signo de aplacamiento. Ni siquiera decayó cuando el camarero colgó una toalla sobre los barriles. Aquel gesto le recordó a Dudley que los jueces solían ponerse un gorro en los tiempos en que se les permitía pronunciar la sentencia de muerte. Finalmente, las mujeres empezaron a salir y le gustó pensar que cada una de ellas inclinaba la cabeza por deferencia hacia él aunque no tenían ni idea de lo cerca que se encontraba de ellas. Tuvo la esperanza de que Shell estuviese esperando a que saliera la última y pudo imaginársela asegurándose de que ella fuese quien tuviese la última palabra. El bar parecía ya vacío, pero al mismo tiempo, temió que saliera en medio de un grupo de admiradoras. La puerta volvió a abrirse y dos mujeres, a las que no había visto antes, salieron corriendo para protegerse de la lluvia. El ruido que hacían y la inutilidad que representaban para él, hicieron que su furia se hiciera mayor y más densa. Casi se perdió el momento en que la puerta volvió a abrirse antes de cerrarse por completo.

– ¿Alguna de vosotras necesita un coche? -gritó Shell.

Dudley se quedó en silencio con la boca abierta y la lluvia le mojó la lengua. Tragó para no toser, y una mujer gritó:

– Solo tenemos que doblar la esquina, gracias.

Dudley las vio correr hacia arriba mientras Shell daba otra carrerilla hacia el coche que estaba aparcado más lejos. En cuanto desaparecieron por la esquina, la siguió bajo las luces de las farolas. Estaba abriendo la puerta del Viva con la llave cuando él preguntó desde unos metros más atrás:

– ¿Me lo he perdido, Shell?

A la vez que giraba la cabeza hacia él utilizó la mano libre para bajarse la gorra, quizá para protegerse de la lluvia.

– Estás de broma, ¿o qué? Eres Dud. He estado hablando sobre ti, dije que lo haría.

– ¿Qué has estado diciendo? -preguntó con la cara escondida en la oscuridad.

– ¿Tú qué crees? Que eres lo más caliente que hay por aquí.

Lo segundo, ¿era una pregunta o una broma? Ella lo había murmurado mientras se metía en el coche y cerraba la puerta.

¿Podría habérselo contado al público después de dejar el micrófono? Después de todo, no era menos de lo que se merecía. Intentó preguntárselo cuando ella bajó unos centímetros la ventanilla.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó ella poco interesada en saberlo.

– Quería escuchar lo que has dicho.

– Te dije que solo era para chicas.

Se puso el pico de la gorra en la húmeda frente mientras intentaba mirarlo a la cara a través de la rendija.

– No me digas que has estado ahí fuera todo el tiempo.

– No pude encontrarte a tiempo, tuve que venir caminando desde casa -era lo que ella necesitaba que ella creyese-. No hay ningún autobús hasta aquí.

Shell arrancó con la llave y el motor emitió un resoplido parecido a un alborozo.

– Bueno, no parece que puedas mojarte más. Puede que tu mamá te seque con una toalla cuando llegues a casa. ¿A qué esperas?

– Preguntaste antes si alguien necesitaba un coche. ¿No quieres llevar en tu coche a la cosa más caliente de por aquí?

Ella se quedó mirándolo durante unos instantes y él escondió los ojos al aclarárselos de la lluvia con el pulgar y el índice.

– Dios, qué patético eres. -dijo-. Voy hacia el túnel. Si te quedas por allí, entonces sube.

Mientras abría la puerta del asiento delantero, se imaginó el túnel que pasaba por debajo del río hacia Liverpooclass="underline" un largo y desierto pasaje con tramos de solitaria oscuridad cada pocas luces. No tenía nada que ver con la realidad y no le servía de nada. Estaba descendiendo su renovado dolor hacia el asiento de al lado de Shell cuando esta gritó: