– ¡Dios! No te sientes así. Pon algo sobre el asiento. Hay algunos plásticos detrás, se quedaron ahí cuando arreglaron el coche.
No había duda de que no quería que se le mojara la tapicería pero lo estaba tratando como si fuese un enfermo mental. Antes de que terminara de arrastrar el plástico entre los asientos para cubrir el suyo, sintió que la lluvia le daba en la espalda. Al menos pudo cerrar la puerta con tanta fuerza que se ganó una cara de pocos amigos por parte de Shell. Se arriesgó a echarse hacia atrás solo para librarse de la sensación de que tenía la camisa pegada. Estaba a punto de decir en voz alta que esperaba que todo estuviese bien en el coche, que no se había movido, cuando Shell se echó hacia delante para mirar con el ceño fruncido a través del parabrisas.
– He aquí otra cosa que los hombres le han hecho al mundo, este tiempo. Me gustaría pasar por el paseo para ver las luces sobre el agua.
– No puedes conducir por el paseo. Mira lo que dicen las señales.
Shell giró la cabeza como si no valiese la pena esforzarse en mirarle.
– Dios, ¿y quieres que la gente se crea que conoces a los criminales? -dijo-. Te podría presentar a algunos, pero saldrías corriendo cagándote en los calzoncillos. No eres más que un oficinista al que le asusta saltarse las normas.
Dudley le dejó ver sus brillantes ojos y dientes en la oscuridad.
– Intentaba advertirte. No te gustaría ir por ahí sola conmigo.
– ¿Qué? -dijo Shell con tono de broma o al menos, lo fingió-. ¿Intentas ser como el patético cabrón de tu historia?
– No es patético en absoluto. Estás demasiado empeñada en llamar así a la gente.
– Solo a los que lo son. ¿Se supone que debo estar asustada?
– No estás haciendo lo que te dije que no deberías hacer, a fin de cuentas.
Al ver que aquella provocación no tuvo efecto en ella, dijo:
– Espero que fuese un hombre quien pusiera ahí la señal.
– Ya no puedes estar seguro. Os estamos adelantando en todos los campos.
– Estáis haciendo lo que los hombres dicen que tenéis que hacer. Sabes que sabemos qué es lo mejor realmente. Las mujeres solo necesitáis hacer lo que se os dice.
Cuando lo miró, tuvo miedo de haber calculado mal y haberla enfurecido tanto como para ordenarle que se bajara del coche. Puede que el personal del bar oyese lo que pasaba. Mientras intentaba no repetir nada de lo que había dicho, ella miró hacia el parabrisas.
– Mira esto -dijo y llevó el coche chirriando por el lado de las farolas hacia el bar.
La luz de los faros iluminó la calle desierta que subía hacia la carretera principal y después viraron bruscamente en busca del paseo que conducía hacia la boca del río. Se detuvieron lo bastante alto para mostrarle que el paseo estaba vacío, lo único que había era las cortinas de agua y aceleró hasta pasar la señal de prohibido el paso como si entrara en una carrera.
– ¿Estás ya lo bastante asustado, Dud? -preguntó.
Le llevó un tiempo soltar una carcajada y contestar:
– Tanto como de una niña con una pataleta.
Pisó el acelerador a fondo y le sonrió levemente en señal de triunfo.
– Estás sudando a chorros.
Terminó de limpiarse la frente y le enseñó la palma de la mano.
– Es lluvia, ¿no sabes la diferencia? No eres más temeraria que cualquier otra mujer al volante.
– ¿No? -gritó con tanta vehemencia que parecía desquiciada.
– Prueba esto.
Estaba ocurriendo, pensó. De hecho, ella estaba mejorando el plan. Cuando el coche giró en la siguiente grada, vio cómo había subido la marea. Shell también debió haberlo visto porque pisó el freno tan a fondo que las ruedas de su lado del coche patinaron casi hasta el borde del cemento. El vehículo tembló hasta detenerse a mitad de camino sobre la rampa.
– ¿Qué tal eso entonces, señor escritor de terror? -preguntó Shell-. ¿Te has asustado?
Una ola alcanzó los faros delanteros antes de aplastarse bajo el coche y Dudley creyó haber sentido un tirón en las ruedas delanteras.
– Creo que deberías retroceder mientras puedas -dijo.
Se lo dijo justo a tiempo para impedirle que diera la vuelta metiendo la marcha atrás del coche.
– Vamos, dime por qué -dijo, apenas molestándose en burlarse.
– Puede que estés demasiado asustada para ponerlo en marcha. No querrás estar aquí abajo sola conmigo donde nadie puede vernos.
Ella cambió la mano de la palanca de cambios hacia el freno de mano, del que tiró con todas sus fuerzas y ayudándose de la mano derecha, alcanzó un trinquete más.
– Ya has conseguido por lo que babeabas antes. Vamos a averiguar quién asusta a quién.
– No puedes asustarme. Ni siquiera me haces gracia.
– Lo mismo te digo, Dud.
La miró fijamente a la cara, que parecía apretujada escondida bajo la gorra que se había vuelto a ajustar.
– Eso no significa nada para mí -dijo, mientras la lluvia repiqueteaba sobre los limpiaparabrisas del cristal.
– No vas a conseguir asustarme nunca. Eres aún más patético cuando lo intentas. Eres un chiste, uno de los malos. Me haces reír porque eso es lo único que me provocan los asquerosos como tú.
Le dejó averiguar qué había en sus ojos antes de hablar.
– Nunca has conocido a nadie como yo.
– Dios, ¿eso es lo que te dice tu mamá? Puede que sea lo que ella piense o puede que no, pero no nos engañas a los demás.
– No hables de mi madre. Ella no lo sabe todo sobre mí.
Aquello era demasiado defensivo, así que añadió:
– Se asustaría si lo supiera.
– Solo te sabes una frase, ¿no Dud? ¿Es lo que intentas con todas las chicas? No hay duda de que estás solo y tampoco funcionará conmigo.
Empezaron a elevarse las comisuras de su boca.
– Sin embargo, funciona -dijo.
– ¡Lo que tengo que oír! Eres todo un actor. Podría llevarte conmigo si la gente no llegara a pensar que eres más gracioso que yo. ¿Estás seguro de que las chicas con las que lo intentas no lo piensan? Continúa, ¿qué es lo que hacen?
– Algunas gritan. Y otras no pueden.
Retorció los labios en señal de disgusto y él se imaginó que eran gusanos que salían de debajo de la roca que era su gorra.
– Dios, ¿de verdad estás intentando convencerte a ti mismo de toda esa basura? Quizá ya lo hayas hecho. Deberías ver a alguien.
– Ya te estoy viendo a ti.
– No por mucho más tiempo -dijo Shell intentando alcanzar el freno de mano.
– Entonces, al final te has asustado. Te asusta saber qué les pasó.
– No, estoy cansada de escuchar esto.
Retorció el cuerpo hacia él de tal manera que él pudo distinguirlo entre el camuflaje y volvió a desafiarlo:
– No vas a parar hasta contarme un cuento para dormir, ¿verdad? Vamos a ver si eres capaz de hacerlo. Tu mamá envió la historia, quizá fue ella también quien la escribió.
Aquello casi consiguió provocarlo y hacerle perder tiempo en negarlo.
– Deberías haber sabido de dónde salió. Creía que eras de Liverpool.
– Soy de aquí y estoy orgullosa de serlo. Veo que tú eres de la clase de los habitantes del Mersey que lo son cuando les conviene y no tengo ni idea de lo que tramas.
– Intenta retroceder. ¿Nunca habías oído hablar de la chica que se cayó bajo el tren en Moorfields?
– Otra vez con esa asquerosa historia tuya -dijo Shell parpadeando con dificultad-. Pero espera, ahora que lo mencionas, ¿sucedió algo así en la realidad?
– Se llamaba Angela. Olvidé el apellido. Salió en los periódicos y también en la radio.
A Dudley le habían empezado a temblar las piernas por el frío que le había provocado la lluvia.
– Yo la llamé Greta en mi historia -dijo-. Se parecen, pero no demasiado.
Shell se metió la mano en el pantalón y sacó un teléfono móvil.