– ¿A quién llamas? -dijo enseguida Dudley.
– Ya lo verás -dijo Shell.
Frunció el ceño al ver que el teléfono no se iluminaba antes de volver a dejarlo en el bolsillo.
– Fuera de servicio cuando lo necesitas, igual que los hombres. Tienes suerte, pero no por mucho tiempo. Mañana se lo contaré a Walt.
– ¿Qué le vas a decir?
– ¿No era esa la parte en que supuestamente el asesino lo confiesa todo porque piensa que su víctima no puede hacer nada? No, con esta chica no -dijo Shell dejando atrás la sorna-. Le diré que convertiste el accidente de una pobre chica en tu pequeña obra de pornografía. No creo que siga interesado después de eso. Quizá le dé a tu mamá otro toque para que se entere de lo enfermo que estás. ¿De qué te ríes? No estoy de broma.
– Quieres decir que crees que tú no lo estás. No te das cuenta de lo que te estás perdiendo.
– Dios, ¿acaso estás tan enamorado de ti mismo? No me estoy perdiendo nada porque no tienes nada que ofrecer.
– Poseo la verdad.
Esperó que aquella pausa la dejara sin respiración antes de decir:
– La chica real tampoco se cayó.
Durante un segundo Shell permaneció muda y después se alejó de él.
– ¿Por qué no intentas contárselo a todos cuando lancemos la revista? -dijo ella-. No formarás parte de ella mientras yo siga allí. Eso es lo que le voy a decir a Walt, te lo prometo.
A Dudley empezaban a molestarle las piernas tanto como ella misma. Quizá había hablado demasiado y ella también. No se molestó en hablar cuando ella agarró el freno de mano y utilizó ambos pulgares para pulsar el botón mientras él apoyaba todo su peso sobre la palanca de cambios. Se quedó plana como un animal agachado tratando de esquivar un golpe y el coche comenzó a rodar por la pendiente a una velocidad que le pareció excesiva. A la vez que Shell pisaba el pedal del freno, una ola alcanzó los faros delanteros e inundó todo el capó, atascando los limpiaparabrisas con las algas marinas.
– ¿Estás loco? -gritó-. ¿Quieres matarnos a los dos?
– A los dos no.
Lo miró con más desprecio del que contenían sus palabras mientras trataba de meter la marcha atrás.
– Solo eres un niño asqueroso, no sabes cuándo dejar de jugar, pero vas a aprender de una puta vez.
Su voz se había elevado más allá del gruñido. Antes de poder soltar el embrague y acelerar, Dudley había subido el freno de mano con ambas manos hasta el tope.
– Te lo dije -dijo ella con tanta furia que le salpicó saliva en la mejilla-. Déjame ir.
Consiguió soltar una risita nerviosa mientras mantenía ambas manos sobre la palanca de cambios y se aseguraba de que la lluvia que aún bajaba por su mejilla le limpiara el escupitajo.
– No es una competición, ¿verdad?
Cuando el motor produjo un chirrido frustrado que agitó el coche, no pudo resistirse a decir:
– Yo soy un hombre y tú, solo una máquina.
Sin levantar los pedales, Shell buscó en su bolsillo. Apenas había sacado el objeto cuando él se lo arrebató con la mano izquierda. Era un pulverizador que le habría gustado utilizar para cegarlo. Aún agarrando el freno, bajó un poco la ventanilla y tiró el arma al río donde se hundió con un impresionante plaf.
– ¿Algo más? -preguntó acordándose de lo que aún no le había contado-. Estuve fuera todo el tiempo y escuché todo lo que has dicho sobre mí.
Finalmente ella pareció convencida de su seriedad.
– Estás loco de remate -dijo rotundamente, clavándole las uñas en la mano que tenía encima del freno.
– Deja de arañarme, eso no me va a detener.
Cuando terminó de decir aquello, su sonrisa era tan amplia que dejaba todos los dientes al descubierto. Una ráfaga de lluvia lo empapó a través de la ventanilla, que no había tenido tiempo de cerrar. Cuando Shell trató de arañarle también la cara, levantó el dolorido puño para protegerse de ella.
– Vamos, golpéame -gritó por encima del trepidante chirrido del motor-. Ya me han dado alguna que otra vez en mi vida.
– Entonces deberías alegrarte de que casi haya llegado a su fin.
De pronto, el motor se calló y Shell ladeó la cabeza hacia él.
– Ya no me divierto -dijo intentando alcanzar la puerta-. De todas formas iba a llevar este montón de chatarra al desguace. Aunque tengo ganas de ver cómo vas a explicar esto.
Se desabrochó el cinturón de seguridad y buscó el tirador de la puerta. Se había abierto un poco cuando otra ola la cerró de nuevo, cosa que a él le gustó tanto que casi no pudo moverse. Shell empujó la puerta con el hombro y se volvió para ver cómo él se balanceaba para alcanzarla. La empujó contra la puerta y a la vez tiró para cerrarla. Pensó y esperó haber visto la comprensión de lo que ocurría en sus ojos cuando la ventana y su frente chocaron.
Puede que solo estuviese aturdida, pero era suficiente. Cuando se giró hacia la puerta, quizá para esquivarlo, le volvió a dar con la ventana en la frente, y otra vez, y otra para asegurarse. En el segundo impacto ella produjo un sonido confuso como si luchara por despertarse de un sueño. Después, hubo silencio.
– Yo soy tu pesadilla -le dijo, mirando el cristal que estaba hecho añicos debido a la dureza de su cráneo antes de estar seguro de que estaba inconsciente.
Cuando soltó el tirador, ella se quedó colgando a medio camino del asiento y de una ola que había inundado su lado del coche. Él se puso en cuclillas sobre su propio asiento y su dolorida entrepierna para retirar el plástico. Mientras lo usaba para limpiar sus huellas del tirador de la puerta, una ola hizo que ella le rozara la mano. Le recordaba a un perro apaleado intentando apaciguar a su amo.
– Zorra buena -murmuró para deshacerse del asco-. Ahora, abajo.
Pero casi se olvidó de colocar sus dedos inertes sobre el tirador para dejar allí sus huellas. Quitó las suyas del freno de mano y cerró la otra mano de ella sobre él. Después, dejó que los dedos cayeran en el agua que inundaba el suelo. Tuvo que eliminar sus huellas de la puerta del copiloto también por si alguien se molestaba en examinarla. Cerró su ventanilla y la limpió. También aprovechó el plástico para agarrar el tirador y salir, pero la puerta del conductor empujó a Shell contra él. La apartó con el codo hasta que la ola bajó y empujó el tirador, abriendo su puerta. Posó el pie sobre el asfalto justo a tiempo para encontrarse con una ola que le llenó de agua el zapato y el calcetín. No fue esa la razón por la que dijo:
– Zorra inútil.
Su manera tan espantosa de conducir no le había dejado espacio para ponerse de pie sobre la rampa en su lado del coche. Se inclinó para coger el volante con ambas manos a través del plástico para girarlo tanto como fuese posible.
– Pensaste que no sabía conducir, ¿verdad? -le preguntó al inerte cuerpo-. Equivocada, como siempre. No hay nada útil que yo no sepa hacer.
También tuvo que echarse hacia un lado del coche mientras las olas hacían lo posible por que perdiera el equilibrio y cayera al río. Echó las piernas a un lado aunque aquello le provocara un dolor punzante en la entrepierna y bajó el freno de mano. Lo agarró con las dos manos y hundió el pulgar en el botón para poder mover la palanca de cambios. En cuanto se quedó plana, se enderezó y se golpeó con el marco de la puerta en la coronilla. Cerró la puerta de golpe aún sosteniendo el plástico mientras una ola vaciaba todo su contenido en sus tobillos y se preparó para levantarse hiciera lo que hiciese el coche. No tenía esperanzas de que se moviera ni unos centímetros.
Supuso que las olas lo empujarían por la rampa, pero lo que hicieron fue anclarlo aún más en el sitio. Parpadeó para aclararse los ojos de la última racha de lluvia y se giró hacia atrás para empujar el testarudo coche. Tenía las manos puestas sobre la puerta trasera de los pasajeros cuando el zapato quedó atrapado en el volante. Podía caerse por la rampa o ser arrastrado con el coche cuando al fin consiguió liberarse. Él no iba a acabar en el río, era Shell quien acabaría allí. Aquel pensamiento le hizo recuperar el control. Empujó el techo metálico y consiguió volver a ponerse en posición vertical haciendo bajar el coche por la rampa. En cuestión de segundos, una ola chocó contra el techo y arrastró el vehículo hacia el río.