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– Disculpen, por favor -dijo Greta en voz alta-. Esta es mi parada.

– Enséñanos tu billete -pidió el hombre del tatuaje.

– No es la nuestra, así que tampoco la tuya -añadió el hombre de la ceniza en las piernas.

Greta estaba a punto de levantarse cuando el hombre al que le faltaban dientes le puso una rodilla entre las suyas y sacó una navaja. Dejó ver la hoja y se la acercó a la parte interior del muslo.

– No grites o ya no le servirás de mucho a tu novio.

No tenía ningún novio en aquel momento. Podría haberse sentado con el joven de detrás mucho antes. A medida que el tren alcanzaba el andén, el frío y afilado metal le subía por el muslo. Las puertas del vagón se abrieron como si trataran de ayudarla. Ningún pasajero subió al tren, pero oyó un grito:

– ¿Hay alguien aquí?

– Es tu amigo -dijo el hombre de la navaja-. Busca refuerzos.

A Greta le dio un vuelco el corazón y después se quedó helada. Nadie iba a ayudarla. ¿Por qué aquel joven no llamaba al conductor ni iba a buscarlo? Se le empapó la frente de sudor, fruto del asombro, cuando las puertas volvieron a cerrarse. El tren dio una sacudida hacia delante y la navaja avanzó más por el muslo. Pensó que haría cualquier cosa con tal de que aquel hombre le quitara la navaja de encima. Entonces, una voz dijo desde atrás:

– ¿Os conocéis todos?

– No te conocemos a ti -dijo el hombre de los pies levantados.

– Ni tampoco queremos -añadió el hombre del tatuaje con el cigarrillo en la boca.

El joven se sentó en medio del pasillo, con las piernas separadas a ambos lados del escupitajo del suelo.

– ¿Y ella?

– Está con nosotros -contestó el hombre de la navaja.

Greta era incapaz de hablar. Sintió que la navaja avanzaba unos centímetros más y se retrepó en el asiento, aunque no había ningún sitio al que pudiera ir. Apenas podía oír lo que el joven decía.

– Me sorprende.

– ¿Crees que no somos lo bastante buenos para ella?

– Al contrario, yo diría que os estáis rebajando.

– Por ahora, ella será quien lo haga -dijo el hombre de la navaja, apretándosela más contra el muslo, debajo de la falda.

– No me gustaría que me viesen con ella.

Greta pensó que aquel desprecio era lo peor de todo.

– ¿Por qué no? -preguntó el hombre del tatuaje haciendo sonar el mechero.

– Para empezar, espero que sea virgen.

– Nos gustaría.

– Pero quizá no lo es. ¿Os habéis fijado en su aspecto? -dijo el joven mirándola-. Entonces, ¿lo eres o no?

– Eso es asunto mío y de nadie más.

– Parece que no lo es o que está presumiendo. Parece que tampoco tiene novio, ya veis por qué, ¿no?

Los cuatro hombres cada vez se sentían visiblemente más incómodos.

– No queremos ser sus novios -dijo el hombre que estaba a su lado, cogiéndole un pecho.

– ¿Haciendo nuevos amigos, no? -preguntó el joven-. Apuesto a que trabajas con ellos.

¿Cómo podía él saber nada de ella? Escucharlo hablar con aquella banda era igual que sentirse violada.

– Si tuvieses más amigos -dijo-, no estarías leyendo un libro.

– ¿No ve lo que han hecho? Lo han roto y quemado.

– Todos los libros sirven para eso, ¿no es así, caballeros? Entonces, ¿puedo unirme a la diversión?

– Este tipo promete -dijo el hombre del tatuaje con una risa de admiración e incredulidad.

– Ya llegamos a la calle James -anunció el hombre de la navaja-. Aquí es donde te vas a la mierda, amigo.

– ¿Y cómo vas a conseguir que lo haga?

– Con esto -dijo el secuestrador de Greta sacando la navaja.

Pensó que le había hecho un corte al rajar el dobladillo de la falda, pero el frío que le bajó por el muslo solo era el del metal. La hoja de la navaja brillaba con la luz de la estación.

– Bájate o se lo hago a ella -dijo-. Y no vuelvas a llamar a nadie o se la clavo.

– Sigo diciendo que ella no vale la pena. Deberíais escucharme -dijo el joven, aunque se puso en pie.

Al menos los había mantenido hablando y distraídos y no le habían hecho nada peor a Greta. Bajó al andén, que estaba desierto, y se puso a mirar por la ventana. El secuestrador de Greta blandió la navaja delante de su cara para recordárselo. El joven dudó y ella sintió como si la nariz y la boca se le hubieran llenado de papel carbonizado. Entonces, el joven señaló a la banda con ambos dedos índices clavados en el cristal.

– ¡Cabrón! -gritó el hombre de la navaja.

El joven subió corriendo al vagón y toda la banda dio un salto. Greta sintió miedo por él, pero enseguida vio por la ventana a dos policías ferroviarios correr y subirse al tren. El hombre del tatuaje abrió la puerta que había entre ambos vagones. Mientras la banda huía, el joven agarró al del escupitajo por el pescuezo y lo tiró bocabajo sobre sus propios desechos.

– Eso es, límpialo -dijo.

Cuando la policía atrapó a la banda fuera del tren, en las escaleras mecánicas, se sentó en el último asiento frente a Greta. No dijo nada hasta que el tren comenzó a moverse.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– ¿Por qué? No me he sentido mejor en mi vida.

– Quiero decir que si te han herido.

Greta recogió las hojas que le habían tirado a la falda y las puso en el asiento.

– Ah, no. No me han herido, ¿no lo ves?

– Siento no haber podido impedir que te destrozaran el libro. Está por todas partes, ¿no?

– Ahora sí.

Juntó las piernas para que no le temblaran al ponerse de pie.

– Esta es mi parada -dijo.

– Y la mía.

Bajó al andén en Moorfields y se apresuró hacia la escalera mecánica, que era más alta que una casa. El joven subió por la escalera junto a ella. Aunque estaba parada, podía seguirle el paso con facilidad. A mitad de camino dijo:

– Llamé a la policía.

– ¿Ah sí? -dijo Greta como si le estuvieran mintiendo como a una niña-. ¿Cómo conseguiste hacerlo con un teléfono móvil mientras estábamos en el túnel?

– Llamé antes de que entráramos en él.

– Entonces no había motivos para llamar -dijo, sintiéndose inteligente.

– Los vi subirse fumando y dirigiéndose hacia ti y también cómo eran. Intenté llamar de nuevo cuando estuvimos bajo tierra, pero, como tú dices, el teléfono no funcionaba. Por eso me escondí.

– Bueno, si de verdad lo hiciste, gracias.

Estaba siendo educada, más de lo que pensaba que se merecía. Ya estaban en lo alto de la escalera y delante se abría un pasillo bajo y ancho; tan blanco como la cobardía. Estaba vacío y solo se oía el eco de sus pisadas y las del joven que iba junto a ella.

– Discúlpame -jadeó-. Llego tarde.

– No me importa ir más deprisa. Me gustaría asegurarme de que no corres peligro.

Su propia voz y el eco le parecieron estridentes incluso a ella:

– Soy perfectamente capaz de cuidarme sola, gracias.

– ¿Y si te toparas con alguien como ellos?

– Al menos puede que no me insulten de todas las formas posibles.

– ¿Eso va por mí?

– No veo a nadie más aquí.

– Pensé que lo mejor era fingir que yo era peor que ellos.

– ¿Por qué tenías que fingir?

– Para distraerlos de ti. Parece que funcionó.

El pasillo terminaba en tres escaleras mecánicas la mitad de altas que la primera. La del medio estaba apagada. Él subió por ella y Greta, por las automáticas.

– Solo quería decir… -dijo.

A Greta le traía sin cuidado. Subió a pie los últimos peldaños, pero él llegó a la vez y con más aliento que ella a lo alto. A ambos lados, un pasillo estrecho y alicatado llevaba hacia la Línea Norte. Subió a toda prisa las escaleras que había en el medio y que conducían a una salida a la calle al final de otro gran pasillo blanco de la longitud de un campo de fútbol.

– ¿Estás segura de que estás bien? -preguntó el joven.