– ¿Estás segura de que te ocupaste bien del cerdo que has mencionado?
– Más que bien, papá. Tampoco era tan malo como te lo imaginas y tampoco fue suya toda la culpa. Yo podría haber sido más tajante mucho antes.
– Recuérdame su nombre.
– Era Simon, ¿no Trish? -dijo Valeria de camino hacia la habitación-. No creo que sea así del todo.
– Esto es por lo que no os lo he contado nunca.
Le estaban haciendo sentir que, solo porque tenía menos estatura que la media, no podía cuidar de sí misma. El mismo error que cometió Simon, supuso.
– No quería preocuparos, no hay necesidad -dijo.
– No deberías guardarte las cosas malas dentro -insistió Valeria-. Así no es como un escritor hace las cosas. Sabía que algo iba mal entonces y te lo pregunté, ¿recuerdas?
– Mejor será que comience -dijo Patricia tomando un último bocado del desayuno antes de llevar los platos al fregadero.
Ya en su habitación, estiró el edredón estampado con un cielo estrellado y trasladó la novela de Margaret Atwood que había terminado la noche anterior del suelo a las estanterías llenas de páginas de periódicos estudiantiles con su firma. El ordenador ya había mostrado la pantalla de inicio. Un motor de búsqueda le proporcionó varias referencias de Shell, empezando por su página web. Pinchó sobre la dirección y comenzó a aparecer la cara de Shell en la pantalla.
Apareció bajo un titular en rojo que proclamaba: «Shell Garridge, cómica». Fue saliendo poco a poco, primero los ojos que expresaban más reto que bienvenida. Su pequeña nariz chata tenía poco que añadirle a aquellos, pero a medida que se formaba, Patricia tuvo la innecesaria impresión de que era agua gris drenándose lo que estaba revelando la cabeza de Shell. Luego llegó la boca. Tenía la comisura derecha un poco levantada como sonriendo o riéndose, no estaba claro. La imagen de Shell se detuvo en la barbilla para dejar espacio para un titular en el que se leía: «¿Te hago reír?». Patricia pensó que aquello podía tomarse fácilmente tanto como por un atrevimiento como por una invitación. La página no contenía nada más que la dirección de correo electrónico y el teléfono móvil de Shell. Había anuncios de otras páginas: notas de prensa, fotografías, Shell entrevistándose a sí misma, enlaces a los sitios web de la gente a la que ella admiraba… pero aún estaban en construcción.
– Otra que no da demasiada información -murmuró Patricia pensando en Dudley Smith, pero sin ninguna relevancia en lo de Shell.
Fue a por su teléfono móvil, que estaba encima de la mesilla de noche y marcó el número que aparecía en la pantalla. Al menos habría seguido la pista solitaria, si es que lo era, que ofrecía la página.
El teléfono comunicó cinco veces y entonces le pareció que alguien contestaba.
– Shell Garridge -dijo la voz de Shell-. Si no eres un acosador, no tienes nada que temer. Di quién eres, qué quieres y cuándo puedo devolverte la llamada.
Patricia pensó que el mensaje podía ser humorístico. La referencia a un acosador sugería algo de paranoia, cosa que no pintaba nada en un homenaje. Se preguntaba si debía dejar un mensaje grabado por si alguien escuchaba la cinta cuando una voz no muy segura dijo:
– ¿Hola?
Patricia pensó que podía ser Shell o alguien intentando imitarla y dijo:
– Hola.
– ¿Quién es? ¿Qué quiere?
– Soy reportera, Patricia Martingala. ¿Puedo preguntar quién es usted?
– Eres una de ellos, ¿no? Esperaba que ya estuvieseis por todas partes.
Casi con amargura, la mujer añadió:
– Soy su madre.
– Lo siento, señora…
– ¿Ni siquiera lo sabe? Garrett -dijo la madre de Shell con orgullo o resentimiento.
– Siento mucho su pérdida. Trabajé con Shell durante un corto tiempo.
– No parece que la conozcas. ¿En qué trabajabais juntas?
– En La Voz del Mersey, la revista nueva. Escribía una columna para nosotros.
– Me lo dijo. Solía decir que le pusisteis el nombre a la revista por de ella.
– ¿En serio?
Patricia intentó parecer divertida, pero no demasiado.
– Lo escribiré. Vamos a publicar un artículo sobre ella.
– ¿Qué más vais a escribir?
– Solo estoy empezando la investigación. Me enteré de la tragedia hace solo unos minutos. Por favor, no tiene que hablar si no quiere, pero ¿hay algo más que piense que debería incluir?
– Puedo hablar. No me sorprende que se haya ido de esta manera. Habría sido o la bebida o algún hombre haciéndola callar. Supongo que no escribirá eso.
– Quizá no -admitió Patricia.
– ¿No les gusta tanto la verdad? Entonces no deberían haberla dejado trabajar con ustedes si no quieren ni siquiera saber cómo era ella.
– Claro que sí, señora Garrett, si no le importa contármelo.
– Abusaron de ella cuando pensaba que no sabía decir que no.
– Ojalá lo hubiese sabido, podríamos haber hablado.
– ¿También le ocurrió lo mismo?
– No hasta esos extremos, pero podría haberla comprendido.
– Supongo que no hasta esos extremos. Tenía doce años y se trataba de su padre.
– Caramba, lo siento -dijo Patricia dándose cuenta de que era la segunda vez que lo decía-. Eso es horrible. ¿Qué fue de él? ¿Shell…?
– Me lo contó una vez que ya estaba muerto. Buscaba pelea cuando estaba borracho y seis hombres le pegaron en la cabeza.
– Bueno, supongo que eso… -decía Patricia sin tener ni idea de cómo seguir y sintiendo que ya se había atrevido demasiado-. ¿Sabe lo de Shell y su padre mucha gente?
– Solía contarlo en sus actuaciones cuando se sentía deprimida, pero nunca decía que se trataba de ella.
– ¿Sabe si hay alguna grabación de esa actuación?
– Yo no tengo ninguna ni tengo noticias de que las haya -dijo la señora Garrett descontenta-. Quizá sea mejor que averigüe lo de las cintas en vez de lo que le estoy contando.
– Me gustaría utilizar las dos cosas y cualquier otra información que piense que yo debería saber.
– Ese era su secreto, el único que tenía. Si no le vale con eso, no tiene sentido que siga interrogándome.
– Le aseguro que no quería insinuar que…
– Me da igual el lenguaje educado. Solo está haciendo su trabajo y yo soy una vieja zorra amargada. Déjeme escuchar las noticias y vaya a ver si alguno de sus amigos tiene algo bueno que contar sobre mi Shell.
– Seguro que sí -se sintió obligada a contestar Patricia.
Pero cuando terminó, ya no había nadie escuchando.
Dejó el salvapantallas del ordenador con el sonido de las olas y bajó corriendo a la cocina donde Valeria estaba cortando ajo en láminas casi al compás de la marcha de Mozart.
– ¿Comprobamos si el Merseyside está diciendo algo sobre ella? -sugirió Patricia.
Al principio parecía que no había tiempo para Shell entre las noticias sobre robo y redadas policiales, pero entonces el locutor anunció:
– Están lloviendo homenajes en memoria de Shell Garridge, la controvertida cómica que ha muerto esta madrugada.
– Era única. Era cómica como ninguna otra -decía Sharika Kapoor.
Tulip Bandela la describió como la comediante más atrevida con la que jamás había trabajado.
– No tenía miedo de ser divertida -decía Ken Dodd-. Se ha ido lejos y ha dejado en Liverpool mucho más que una reputación.
– Acabo de hablar con su madre -dijo Patricia-. Su padre la violó cuando tenía doce años.
Valeria quitó la radio cuando comenzó la predicción del tiempo, que anunciaba aún más calor.
– Si alguien puede averiguar cosas tan íntimas esa eres tú.
– Sé que me crees, pero no hay necesidad de…
– Cree en ti misma, Trish. Eso es mucho más importante.
Valeria la miró desde la puerta y dijo:
– Quizá el escribir sobre ella te haga sentir cosas que no querías admitir que sentías.