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– Ya veo que no te has enterado de la noticia. El viernes por la noche su coche se cayó al Mersey y se ahogó.

Dudley tuvo que asegurarse de que nadie de la oficina se diera cuenta de que había mentido cuando dijo:

– No lo sabía.

– Sé que es una sorpresa. Lo ha sido para todos nosotros. No se había visto nunca a nadie tan viva como ella, es increíble que se haya ido, ¿verdad?

– Algo así.

– No hace falta decirte que queremos darle la mejor despedida posible. Voy a pedirte un favor.

– No creo que tenga mucho que decir sobre ella.

Aquella petición era tan inesperada que Dudley dio más respuesta de la que merecía.

– No creo que tenga nada -corrigió.

– No te estaba pidiendo que hablaras sobre ella, aunque estoy seguro de que encontrarías un par de pensamientos que serían muy bien recibidos en las próximas horas. No, la situación es que solo disponemos de la columna que ella escribía y Patricia ha escrito un buen artículo sobre ella. Así que íbamos a publicar ambas cosas cuando Patricia, bueno, ya sabes lo minuciosa que es, apareció con una primicia de verdad.

Dudley supuso que no podía evitar preguntar:

– ¿Cuál?

– Una grabación completa de una de sus actuaciones. Por lo visto, una señora la grabó para su hija porque esta no pudo asistir. Lo ideal sería que hubiésemos podido sacarla, pero la calidad es demasiado pobre y no tenemos tiempo para mejorarla. Queremos publicar la transcripción esta vez y quizá sacar la cinta en una segunda parte.

– Aún no sé qué quiere que yo haga -se quejó Dudley cuando la señora Wimbourne lo fulminó con la mirada mientras se dirigía a abrir la puerta.

– Todo este material extra ha modificado la maquetación de la revista. ¿Te importaría mucho si dejáramos tu historia para la próxima? Es el único contenido que nos deja el espacio que necesitamos. Haremos un resumen que haga que todo el mundo quiera leerla y pondremos tu nombre en la portada y te daremos el artículo principal.

La señora Wimbourne dejó entrar a Lionel y miró a Dudley con el ceño fruncido.

– Entonces, ¿podríamos hacerlo por ella? -dijo Walt de golpe en su oído.

Dudley habría sido capaz de acceder más fácilmente si Walt no lo hubiese dicho de aquella forma. Tuvo que apretar un puño sobre el mostrador antes de poder decir:

– Si eso os ayuda…

– Más que eso, nos salva la vida. No olvidaré lo que has hecho hoy por nosotros. Debería decirte algo más.

Dudley vio a la señora Wimbourne acercándose a él con el guarda detrás de ella, una visión demasiado sugestiva de un arresto inminente.

– ¿Qué más? -espetó.

– La cinta que ha encontrado Patricia es de su última actuación, lo cual es perfecto aunque puede incluir ciertas cosas sobre ti. No te preocupes, nos aseguraremos de que nadie pueda averiguar que eres tú.

– ¿Vas a terminar ya, Dudley? -le preguntó fríamente.

– Parece que todo el mundo te persigue hoy -dijo Walt-. De acuerdo, nos vemos el viernes para almorzar. Te aseguro que llevaré a los medios. Que te vaya bien y no dejes de ser creativo.

Después de un momento el teléfono se quedó tan muerto como Shell. Dudley se lo metió en el bolsillo como si se tratara de un secreto demasiado vergonzoso como para enseñarlo y levantó los ojos para encontrarse aquel montón de carne trajeada que le tapaba la vista y le invadía la nariz de feminidad.

– ¿Todo ya bajo control? -le preguntó la señora Wimbourne.

No se abalanzó. Aunque había añadido todas esas presiones que le habían hecho acceder a la propuesta de Walt, no la agarró del pelo ni le aplastó la cabeza con todo su peso mientras le serraba la garganta de un lado a otro con el borde del cristal. Con tantos testigos, no. Tomó aire, aunque apestaba a perfume, y le devolvió la mirada.

– Sí -dijo.

12

Mientras seguía a Dudley por la gran columnata de ladrillo, Kathy vio que había mirado de soslayo más de una vez las opacas aguas del muelle Albert. Instintivamente sabía que pensaba en la chica que se había ahogado. Su sensibilidad era otra de las cualidades de su hijo de la que se sentía orgullosa, aunque eso significara avergonzarse ante todos los que se enteraran de que había renunciado a su primera publicación en la revista para hacerle hueco a un homenaje. Fuera de la galería Tate fingió sorprenderse ante el cartel de una exposición de imágenes violentas (se veía una cara tan atroz que parecía que de tanto gritar había perdido hasta el género), para que él caminara delante. Con su traje de verano gris pálido, que ella le había insistido en que se comprara, parecía tan elegante como se había imaginado. Aunque le preocupaba ver que aún no se había repuesto de la cojera. Le persuadió para que le confirmara que aquello había sido el resultado de la primera pelea que había tenido con la novia, a la que se alegraba no haber conocido nunca y que también le había obsequiado con unos arañazos en la mano. Quizá al no seguir con Trina, pudiera conocer a alguien mejor para él, ya que ahora se codeaba con gente casi tan creativa como él. Lo alcanzó en la puerta del Only Yoko's. Mientras él enseñaba su entrada en la puerta del restaurante japonés, no pudo evitar decir:

– Es Dudley Smith.

– Como si es el mismísimo Jack el Destripador, encanto -dijo el portero-, siempre que tenga una invitación.

Cuando se detuvo en el umbral, la envolvieron unas risas. Mientras no se rieran de Dudley, no pasaba nada. La alargada e inesperada profunda sala estaba llena de gente conversando y comiendo sushi en mesas minimalistas, bebiendo cerveza o pasándose unos a otros los decantadores de porcelana de sake. Todo aquello los distrajo de la inmediata sensación de que el aire acondicionado estaba puesto a tope. Cuando le llegó el frío a la desprotegida espalda sobre el vestido de seda negro largo hasta los tobillos, entonces se percató del alboroto y la confusión que Patricia Martingala estaba provocando vestida con sus vaqueros y su camiseta con el jovial dibujo de una boca y una lengua en forma de río.

– Dudley, estoy deseando que nos leas en voz alta -dijo casi gritando-. Kathy, estoy segura de que usted también o, ¿acaso le lee a usted en casa?

– Ojalá lo hiciera. Quizá en un futuro lo haga. Mi idea era que leyera esta noche para que no os olvidarais de él.

– Me alegro de que se le ocurriera -dijo Patricia mientras un hombre alto, bronceado, vestido con unos caros pantalones y una camiseta como la de ella caminaba entre la multitud.

– Aquí llega el hombre al que estábamos esperando -declaró.

– Y esta es Kathy, la madre de Dudley.

– Walt Davenport. Dudley, ¿ves dónde está Vincent? Los medios también han venido esta noche por ti. Pide una bebida por el camino y déjame a mí pedirle una a la dama que impulsó tu carrera.

Kathy aceptó un pequeño cuenco de porcelana mientras miraba a Dudley caminar entre la muchedumbre y reunirse con un hombre de cara redonda y gafas, que estaba en medio de un grupo de periodistas con libretas de apuntes.

– ¿Le importaría si voy a escucharlos? -dijo ella siguiendo a su hijo.

El hombre de las gafas parecía ser el que más hablaba. Mientras caminaba sobre el suelo de piedra entre la multitud que la hacía dar tumbos con una lentitud frustrante, le pareció que el frío artificial y el calor que desprendían tantas personas jugaban con ella a un juego que ninguno ganaba. Aún no había alcanzado al grupo cuando un periodista gritó:

– ¿Dejamos esto para la rueda de prensa? No me estoy enterando ni de la mitad Con todo este alboroto.

– Asegúrate de quedar bien, Dudley.

Kathy no había dicho aquello para que todo el mundo lo oyera, pero se lo podía haber dicho a solas si no llega a ser porque un hombre de camisa naranja y vaqueros azules se lanzó hacia él como un futbolista intentando hacer una entrada.

– ¿Quién vive ahora de su nombre? -gritó-. Me alegro por ti, hijo.