Выбрать главу

– ¿Se refiere a las que solían ver?

– Esas eran las que más le gustaban. Cualquier cosa donde se torturara a la gente. Yo no sería capaz de verlas ahora.

– ¿Se acuerda de algún título?

– Oh, Señor, no sé. Yo habría llamado a cualquiera de sus favoritas: «Rájala» o «Sácale las tripas».

– ¿Tampoco le gustaban cuando las veía?

Patricia se sintió como si le echara una mano a Dudley.

– Era joven y no sabía demasiado.

Eamonn guardó silencio mientras una camarera, con ropa deportiva y con una insignia de Portugal, les servía la sopa fría.

– ¿Tomamos vino? -sugirió él algo más entusiasmado.

– Si es seco y blanco, sí.

– Un sauvignon chileno nos vendrá bien.

Después de haber hecho alarde de su conocimiento, bajó la voz mientras la camarera se dirigía a la barra.

– Sí. No me gustaban las que él rebobinaba una y otra vez -dijo-. Debo decirle que nunca las veíamos en mi casa; aunque no estoy culpando a su madre. Siempre conseguía mantenerla alejada durante las escenas violentas. Le pedía que trajera bebidas o que nos hiciera otra cosa para comer. Y su padre casi siempre estaba fuera o escribiendo en el piso de arriba, donde no se le podía molestar.

– ¿Cree que hay mucho de lo que culpar? No parece que eso le haya hecho ningún daño a Dudley.

– Yo tenía pesadillas -dijo como si aquello fuese algo más de lo que quisiera revelar-. ¿Va a poner eso en su revista?

– Aún no lo sé. ¿Hay algo que usted no quisiera que pusiera?

– Nada sobre mis padres; ellos odian que se les recuerde. Nunca han llegado a recuperarse de cuando la policía hizo la redada en su tienda cuando nunca habían tenido ningún problema antes ni desde entonces. Salieron en los periódicos y tuvieron que pagar una multa y, veinte años después, la ley dice que no hay ningún problema con que la gente vea esas películas, después de todo.

Su cara pareció absorber el enfado para poder decir:

– Y tampoco le cuente a nadie la edad que teníamos en caso de que eso les salpique a ellos.

– Quizá solo mencione que estaban en el colegio.

– ¿Tendría que hacerlo? No estaría hablando de todo esto si él no se lo hubiera contado antes. Solo quería que usted supiera mi versión.

Aquella forma de hacer referencia a ver películas le sorprendió a Patricia de una extraña manera, pero finalmente dijo:

– ¿Hay algo más que usted quiere que sepa?

Después de sorber una cucharada de gazpacho, con más dramatismo del que se suponía, dijo:

– En una de las pesadillas salía él.

– ¡Caramba! No puedo creer que él tuviera tal efecto sobre usted. Supongo que sería porque eran muy jóvenes, ¿no?

– Fue una cosa que me dijo. No creo que quiera escucharlo ahora mismo.

– Desde luego que sí. No me deje en vilo o, ¿acaso está tratando de competir con él?

– No me gustaría hacerlo -dijo Eamonn bajando la voz tanto que ella tuvo que acercarse más desde el otro lado de la mesa para escuchar mejor-. Había ido a la biblioteca, creo y se había encontrado un perro callejero en el parque. Empezó a contarme la historia diciéndome que le había tirado algunos palos.

– Puede que fuese así, ¿no?

– Si lo hubiéramos hecho usted o yo, puede. Según él, no se dio cuenta de que uno de los palos era un trozo de una vieja valla, acabado en punta, hasta que se lo tiró y fue a parar al ojo del perro.

– Oh, pobre animal -gritó Patricia.

Tuvo que recordarse a sí misma que estaban hablando de algo que quizá había pasado veinte años atrás.

– ¿Qué hizo entonces? ¿Había alguien por allí que le ayudara?

– Nadie más que él. Lo único que hizo fue quedarse allí y mirar cómo el perro intentaba sacarse el palo del ojo. Y al final lo consiguió.

– ¿Quiere decir que le daba miedo tocarlo?

– Lo tocó cuando se echó en el suelo o cuando se cayó. Solo le estoy contando lo que él me dijo.

Eamonn la miró por si acaso quería que dejara de hablar.

– Volvió a clavarle el palo y el perro se alejó corriendo. Nunca volvió a verlo.

Patricia hundió la cuchara en la sopa y la mantuvo abajo hasta que aquello no requirió ningún esfuerzo.

– ¿Cuánto llegó a creerse de su historia?

– Todo. Ya le he dicho que tenía pesadillas.

– ¿Cuánto se cree ahora?

– No tengo ningún motivo para no seguir haciéndolo. ¿Por qué se inventaría algo así un niño de esa edad, o de cualquier otra?

– Sé por experiencia que los niños pueden llegar a ser bastante desagradables a veces.

En vez de sugerir que Eamonn había relatado aquella anécdota con más entusiasmo y dudas sobre qué efecto tendría de lo que admitía, Patricia dijo:

– Podría haberse tratado de su primera historia, ¿no? Quizá intentaba competir con las películas que ambos veían.

– Entonces, ¿va a contar eso en su revista?

– Aún no lo sé -dijo Patricia aunque pensó que aquello era bastante improbable-. Depende de lo que me cuente.

– No hay mucho más que contar.

Cuando ella arqueó las cejas y sonrió, él dijo:

– No hay nada más.

Ella no dijo nada mientras la camarera vestida de alemana les servía los dim sum. Entonces dijo:

– ¿Con quién más cree que debería hablar?

– Qué jugosos.

Eamonn se mostró entusiasmado con el bollo de camarones y se relamió los labios a la vez que los frotaba. Cuando terminó, dijo:

– Si él no se lo ha dicho, no lo sé.

– Aunque no siga en contacto con él, ¿podría decirme los nombres de algunos amigos?

– Debía de ser yo su único amigo, si él lo dice.

Tuvo que preguntarse si él había dicho aquello por el ansia de fama.

– Seguramente jugaba con más niños.

– Nadie quería jugar con él. Se cansaban de que siempre estuviese contando historias.

– ¿Recuerda alguna?

– Quiero decir que contaba mentiras -dijo con aspecto cansado.

– Me interesaría oír cualquier cosa que recuerde.

– Decía tantas cosas que al final dejaba de escuchar. Por ejemplo una era cómo su padre había publicado montones de libros en vez de un par de ellos y que había vendido millones de copias. Y que se suponía que su madre iba a publicar un libro del que la gente decía que era lo mejor que habían leído nunca. Ya se puede imaginar por qué empezaron a acosarlo en el colegio, aunque no digo que eso estuviese bien.

– No estoy segura de entenderlo bien. ¿Cuánto tiempo duró aquello?

– Los dos últimos años que estuvo en el colegio. No creo que su madre lo supiera.

– Si había contado tantas mentiras no entiendo por qué la historia del perro no podía haber sido una de ellas.

– Quizá lo fue. Ya ha pasado mucho tiempo para decirlo.

Devoró un panecillo de cerdo y admitió:

– Me envió una invitación para su acto. Me la envió al trabajo.

– Lo dice como si deseara que no lo hubiese hecho.

– No había motivo para que mi jefe se enterara que solíamos levantarnos de noche cuando nadie nos veía para ver películas que no debíamos ver.

Eamonn levantó la cara como deshaciéndose de cualquier sentimiento de culpabilidad.

– No acudí porque tenía un compromiso familiar prioritario -dijo-. Ellos tienen preferencia sobre todo lo demás.

– Entiendo.

Él pareció pensar que no lo suficiente. Pasó el resto de la comida poniéndola al tanto de su vida doméstica y enseñándole varias carpetas de fotografías que había recogido de las inmobiliarias de camino al restaurante. Cuando pidió la cuenta y dejó una impresionante propina, ella se sintió igual que si hubiera asistido a la mayoría de los cumpleaños más recientes de sus dos hijas menores; ciertamente tuvo que manifestar admiración ante docenas de fotografías de ellas con sombreros de fiesta. Se sintió llena de comida, pero vacía de información que pudiera publicar mientras le daba las gracias por el almuerzo.