– Ha sido un placer en todos los sentidos -dijo, dándose unos golpecitos en el estómago y después a ella en el brazo.
Fuera del restaurante, el soleado aire olía a las tres líneas de tráfico colapsadas en una sola dirección hacia la calle Dale. ¿Habría estado demasiado ansiosa por compensar los contratiempos del lanzamiento de Dudley mientras entrevistaba a Eamonn Moore? Al menos, Valeria había eliminado los comentarios de Shell que podían haberlo identificado y no había dejado referencias a sus escritos. ¿Era Patricia su publicista o periodista? Quizá pronto lo averiguaría.
Salió de la calle Dale hacia Moorfields y subió por una escalera mecánica hasta el acceso para descender a los trenes. Mientras se adentraba por los pasajes y las escaleras mecánicas paradas, se dio cuenta de que estaba siguiendo la ruta de Greta en el relato. Miró hacia atrás solo una vez y esperó que el tren la llevara por la curva que iba por debajo de Liverpool hacia Birkenhead. Más allá de Hamilton Square, la nueva estación de Conway Park dejaba al descubierto toda la longitud de los andenes, detrás de los cuales se volvía a cerrar de camino a Birkenhead Park.
Subió corriendo las escaleras que le cerraban el paso a su taconeo y se dio prisa al pasar por la estrecha calle llena de tiendecillas baratas. Cuando llegó al cruce con la calle que unía Bidston con el centro de Birkenhead, vio en la parada del autobús a algunos niños que ya habían salido del colegio que estaba detrás del gran parque Victoriano. Antes de que el semáforo se pusiera en verde para cruzar, tuvo algunos momentos para observar que los niños estaban tirando piedras a los coches.
– ¡Dejad de hacer eso! -gritó subiéndose a la acera, donde había una piedra de las que habían tirado.
Después le hicieron cortes de mangas y salieron corriendo.
Muchos más niños estaban concentrándose en ambos extremos del parque de la escuela. Patricia no veía a un solo adulto en el patio de cemento del colegio. Intentó dirigirse a tres chicas adolescentes que se habían parado a mirarla a través de la cancela.
– ¿Podríais decirme dónde están los despachos?
– ¿Eres de la policía? -dijo la chica con un corazón tatuado en el antebrazo.
– ¿Es porque Denzil ha vuelto a apuñalar a alguien? -preguntó la chica embarazada con los dedos amarillos.
– He venido a hablar con alguno de vuestros profesores; con el señor Fender, no sé si lo conocéis.
– ¿Seguro? Es el petardo de lengua -dijo la tercera de ellas escupiendo después-. El despacho está detrás de esas puertas.
Patricia se dirigió hacia la robusta puerta doble de roble que estaba en medio del edificio de ladrillo rojo de dos pisos. Tras la puerta, había una gran sala que conducía casi inmediatamente a una ventana en la pared de la izquierda. Una secretaria rellenita que vestía una chaqueta de hilo la condujo a la segunda de las impresionantes puertas que había en la pared de enfrente. Patricia llamó a la que tenía un cartel que decía: «Profesores». Después de unos segundos, cuando se disponía a volver a llamar, una voz seca masculina dijo:
– Adelante.
Parecía querer infundirle nerviosismo al visitante. Cuando abrió la puerta, el aspecto del sujeto se lo confirmó: sus ojos eran tan fieros como su bigote pelirrojo que tenía las puntas hacia arriba y era más ancho que su huesuda y calva cabeza: Tenía los brazos tan fuertemente cruzados sobre el pecho que los codos de la chaqueta de piel deportiva que llevaba apuntaban directamente hacia ella. Estaba solo en aquella sala escasamente decorada y llena de sillas que no hacían juego alrededor de dos mesas bajas sobre las que había periódicos desparramados.
– ¿Es usted…?
– Sí.
Ya que con aquello solo había conseguido un único parpadeo de impaciencia y un encogimiento de labios, añadió rápidamente:
– ¿Señor Pender? Soy Patricia Martingala de La Voz del Mersey. Hablamos a principios de semana. Deseaba que le concediera tiempo para pensar.
– La verdad es que no lo suelo hacer mucho. Esta profesión no requiere mucho que pensar hoy en día; solo hay que rellenar formularios mientras que intentamos contener la avalancha de analfabetismo. La mitad de estos bobos cree que sus ordenadores pueden escribir correctamente por ellos y que todo lo que esos horribles juguetes les dicen está bien -dijo el señor Fender haciéndole una mueca de decepción-. ¿Sabe usted deletrear «es inaceptable»?
– Supongo que sí -dijo Patricia. Y se lo demostró.
– Es una de las pocas personas que saben. ¿Quiere preguntarme por el estado de los asuntos que he estado llevando a cabo?
– Quizá podamos hablar de eso más tarde si hay tiempo. Debe estar muy orgulloso de que uno de sus antiguos alumnos siga manteniendo viva la literatura.
– No le voy a pedir que tome asiento.
El poco interés del principio había regresado a la cara del profesor.
– Tengo muchas cosas que hacer antes de poder tener tiempo para mí. Sé la clase de notas que debo ponerle a la mayoría de ellos -dijo con severidad-. ¿A qué dijo que se dedicaba ahora Smith?
– Ahora mismo trabaja en la oficina de empleo.
– Y también tengo que leer la información de la mitad de los gandules estos, sin duda. Al menos él está dándole algún uso a sus habilidades -dijo el señor Fender llevando los codos al espaldar de la abultada silla-. Pero eso no es por lo que me pidió esta reunión, ¿verdad?
– Como iba diciendo, ha escrito una serie de relatos y estamos a punto de publicar uno de ellos.
– También dijo que iban a llevarlo al cine, ¿no? Eso no favorecerá su lectura, más bien lo contrario.
– Pero no hará que se pierda la historia, ¿verdad?
– Quizá debería esperar que así fuera. ¿Aún utiliza sus viejos trucos?
– Creo que no sé a cuáles se refiere.
Cuando el señor Fender dejó caer los párpados en señal de hastío, Patricia dijo:
– Me pareció que él cree que fue usted quien lo animó a escribir.
– Antes del curso que le tocó estar conmigo, ya tenía bastante idea de lo que hacía.
– ¿En qué sentido?
– Gramática, puntuación, sintaxis, ortografía… Todas esas cosas que ahora pensamos que no vale la pena tener en cuenta. Ya era raro incluso entonces.
– Creo que él quiso decir que usted le dio motivos para escribir sus historias.
– Me pedían que le pusiera trabajo cuando le dispensaban de educación física. No tenía sentido probar las aptitudes que yo ya sabía que tenía así que le hacía escribir ensayos con la esperanza de que aquello le hiciera madurar.
El profesor presionó los labios hasta que estos perdieron el color, los abrió un poco y dijo:
– En vez de trabajos, me entregaba historias. En vez de ser lo suficientemente estricto, los aceptaba. Me he preguntado desde entonces si su verdadera habilidad era la de manipular a la gente; era capaz de exagerar su afección nerviosa para escaquearse de todas las clases de gimnasia.
– ¿Por qué cree que haría eso?
– El motivo a menudo es la timidez o la pereza. Desde mi punto de vista y desde la del compañero que aquel año era su profesor de deporte, esa clase de hipersensibilidad significaba que el muchacho era capaz de observar minuciosamente.
– Quiere decir que eso es lo que ambos hacían, ¿no?
– En el caso de Smith, sospecho que no fui lo bastante cuidadoso.
– ¿Hay algo de lo que se sienta responsable?
– Creo que nadie puede acusarme de eludir ninguna responsabilidad que se nos permita observar a los de nuestra profesión.
Una vez que sus ojos dejaron de desafiarla a contradecirle, el profesor dijo:
– Mirando hacia el pasado, creo que debería haberle llamado la atención a Smith por escribir esas historias mucho antes.
– ¿Qué era lo que no le gustaba?
– No había nada que me gustase. Monstruos, violencia, todo lo que los adolescentes de hoy echados a perder creen que tienen derecho a ver. Pero estaban bien escritas y por eso se lo dejé pasar demasiado tiempo. ¿Sobre qué escribe ahora?