– Historias sobre asesinatos en los alrededores del Mersey.
– Entonces estaba en lo cierto. Sigue utilizando sus trucos y ustedes le pagan por ello.
– Aún no me ha dicho cuáles son esos trucos.
El señor Fender se puso en pie detrás de la silla, por lo que ella temió que estaba a punto de concluir la entrevista, sin embargo dijo:
– Me parece que Smith aún no le ha contado porqué finalmente me opuse a una de sus efusiones.
– Su madre sí. Usted pensaba que era demasiado real, ¿no? Yo diría que eso es un cumplido, no una crítica.
– Me temo que ella no lo entendió bien, o quizá prefirió no hacerlo. Es una de las madres modernas, de las que no aguantan ninguna crítica que se les haga a sus vástagos e impiden cualquier intento de corregirles.
Volvió a agarrar el espaldar de la silla como si fuese un atril.
– Era real porque estaba basada en un hecho real -dijo-. El caso había salido por completo en los periódicos; lo único que hizo Smith fue cambiar los nombres y los lugares y trabajar los detalles que la prensa había tenido el buen gusto de no incluir. El hombre sigue aún en la cárcel; ojalá le hubiese enviado la historia. Seguramente se habría puesto en contacto con Smith y le habría hecho saber cómo son los asesinos de verdad.
Patricia pensó que aquello era improbable, pero solo dijo:
– Ahora escribe sobre ficción.
– Si yo fuese su editor, tendría cuidado con lo que publicara.
Patricia se sintió protectora de su madre.
– ¿Por qué dice eso? -preguntó en vez de objetar.
– Me aseguraría del grado de ficción que tienen sus historias.
El señor Fender levantó el maletín que había en la silla y entonces fue evidente que la entrevista había terminado.
– Dije que su trabajo estaba escrito correctamente, y así era -le dijo-. Eso es lo único que puedo decir en su favor. Creo firmemente, y puede copiar mis palabras literalmente si se atreve, que Smith carecía por completo de imaginación.
– Muchas gracias por su tiempo -dijo Patricia.
Él le dio la espalda y se puso a organizar una montaña de libros de ejercicios rojos. No se sintió inclinada a agradecerle ninguna otra cosa. Mientras salía de la sala de profesores y del colegio después, tuvo la desagradable sensación de que sus averiguaciones sobre Dudley Smith estaban más incompletas que antes de visitar el colegio. Estaba cruzando el patio ya vacío cuando sonó su teléfono.
Tuvo la esperanza de que la llamada no fuese urgente. Tenía que asistir a una exposición de Weegee en la galería de arte Walker y después al estreno de Representando un asesinato en el teatro. Desenredó el teléfono de las llaves en el bolso y se paró sobre el cemento cocido que olía a polvo.
– Patricia Martingala.
– Patricia, soy Kathy Smith. Quería darle las gracias por haberle leído la historia de Dudley al público la semana pasada.
– No hay nada que agradecer, es parte de mi trabajo.
– Estoy segura de que fue mucho más, lo puedo oír en tu voz.
La madre de Dudley se aclaró la garganta produciendo un sonido tan fuerte que a Patricia le dio una punzada el oído y dijo:
– Quiero decir que quiero darle las gracias de verdad. Nos gustaría mucho invitarla a cenar.
14
Cuando su último cliente se fue de la ventanilla, Dudley vio a dos hombres que lo miraban fijamente desde la fila delantera de asientos de plástico.
– ¿Es ese? -dijo el más delgado de los dos.
– Creo que sí -dijo su rechoncho y aún más sudoroso amigo.
Dudley sintió una punzada en la entrepierna, pero después se dio cuenta de que eran miembros de su público. Cuando se aproximó el larguirucho, parpadeando rápidamente y levantando su angulosa y alargada cabeza como si le tiraran de ella hacia arriba desde las comisuras de su sonriente boca, Dudley se sintió mal por no tener nada que autografiar.
– Usted es el escritor, ¿no? -dijo el hombre-. El que sale en el periódico.
– El mismo -dijo Dudley pensado si debería levantarse para estrecharle la mano al otro lado del cristal-. También trabajo aquí por ahora.
– ¿Puede conseguirnos un trabajo como escritores de libros?
Dudley no estaba seguro del grado de apreciación que debía sentir.
– ¿Para ambos, dice?
– Para May también -dijo el hombre rechoncho-. Si hay para todos.
– Hay un libro en todos nosotros, ¿no?-le informó el hombre de la ventanilla a Dudley-. Solo hay que escribir sobre la vida de uno.
– Yo no lo hago. En absoluto -dijo Dudley.
Después trató de excusarse porque el comentario no iba por él.
– De acuerdo. Manténgase atento. ¿Por qué escribe esas cosas si no son reales?
– Yo no dije que no lo fueran. Las cosas así ocurren, pero no las que yo escribo.
– Denos algunos consejos, entonces. ¿Piensa usted en lo que va a escribir antes o solo se sienta y lo hace?
Dudley deseó que Patricia estuviese allí para grabarlo.
– No es tan fácil -dijo.
– Nosotros tampoco creemos que lo sea -dijo el hombre rechoncho-. Enséñenos.
– Primero hay que investigar.
– ¿Cómo lo hace? -dijo el cliente larguirucho-. ¿Persigue sigilosamente a la gente y después piensa cómo asesinarlos?
– Son historias; escribo historias -dijo Dudley más alto de lo que debía-. De todas formas, no importa lo que yo haga. Me han pedido que les diga lo que deberían hacer ustedes.
– Es eso entonces, ¿no? En eso consiste el trabajo.
– Es mucho más que eso. Se necesita tener talento, cosa que la mayoría no tiene, incluso aunque tengan libros publicados. Y después hay que trabajar y perfeccionar. Puede llevar años.
– Creía que aquí era donde se conseguía trabajo -dijo el hombre de la ventanilla con otro ataque de parpadeo.
– Nunca hemos tenido ninguno que consistiera en escribir libros.
– ¿De qué tiene miedo? -preguntó el hombre rechoncho levantando la voz.
– De nada -gritó Dudley, aunque sintió que sus interrogadores querían hacerlo sudar.
– Suena a competición.
– Estáis equivocados y lo sabéis -dijo Dudley riendo-. Si hubieseis leído el periódico entonces sabríais que yo he ganado una.
– Sigue pareciendo que quieres quedarte con el trabajo para ti solo -dijo el hombre larguirucho-. No debe costar mucho hacerlo porque si fuese así no estarías trabajando aquí también.
– Eres un acaparador -dijo el hombre rechoncho-. No hay muchos trabajos por ahí, deberías quedarte con uno y dejar el otro para otra persona. Cuidado, Reg. El fortachón viene para acá.
– No se preocupe, ya nos íbamos -le dijo Reg a Lionel, quien había dejado la puerta.
Parpadeó deprisa mientras se levantaba y después se dirigió a la ventanilla de Dudley.
– Debería saber que mucha gente sabe a lo que se dedica -le advirtió.
Dudley intentó no tomarse aquello como la amenaza que tenía visos de ser, puesto que no tenía derecho a serlo mientras la pareja caminaba con aire despreocupado hacia la puerta acompañada por Lionel.
– ¿Qué ha pasado esta vez? -preguntó la señora Wimbourne.
– No puedes culpar a Dudley por haber salido en el periódico -dijo Vera.
– ¿Ah no?
Sin más respeto del que se merecía, la señora Wimbourne dijo:
– ¿Mencionan algo sobre la oficina?
– Habla de su historia y la película. Se lo puedo mostrar, si quiere.
– Supongo que es lo mejor -dijo la señora Wimbourne.
Después de la mención a su película, Dudley se tapó una risita con la mano. La idea de Vincent le ayudaría a disimular. De la última persona que alguien sospecharía sería de un escritor de crímenes que se había inventado a un asesino. El personaje era suyo y Vincent había sido algo presuntuoso al cambiarlo, pero ¿acaso aquello no probaba que Dudley estaba perfectamente camuflado? Se llevó el dedo a los labios para hacer desaparecer la sonrisa mientras hacía girar la silla.