Tuvo que detenerse para poder respirar.
– Ya te lo he dicho.
– Decía, que espero que todo lo que dije sobre ti no sea cierto.
– La mayor parte.
– Intentaba confundirlos. Pero…
Hablaba tan deprisa como podía respirar y aprovechó una bocanada de aire para preguntar:
– ¿Qué?
– Supongo que no tienes novio en este momento, si no, los habrías amenazado con él.
– Puede ser.
– ¿Estás buscando uno?
– No necesito buscarlo.
– Quiero decir, ¿te gustaría tener a alguien que pudiera demostrar que puede cuidar de ti?
– Yo ya sé cuidar de mí misma.
– ¿No crees que dos podrían hacerlo el doble de bien? Estaban en el borde del andén. Más allá había otras escaleras mecánicas desiertas.
– Este no es el camino -dijo-. Me he equivocado. Cuando ella se giró, él también lo hizo.
– ¿Qué opinas? -preguntó él. Su pregunta pareció arañar las paredes:
– ¿Qué pasa contigo?
– Creo que no deberíamos irnos sin más, ¿no? No, cuando hemos pasado por eso juntos. Déjame que te dé mi número.
– No, gracias.
– O puedes darme tú el tuyo.
– Gracias, pero eso menos. Ella iba deprisa, pero él era más rápido.
– Déjame escoltarte -dijo-, hasta dondequiera que vayas.
Greta se dio la vuelta con la mano apoyada en la barandilla de las escaleras que conducían a la línea Norte.
– Mira, antes he fingido que me había perdido. Ahora voy por el camino contrario.
– Parece que no sabes adónde vas.
– A cualquier parte donde tú no estés.
– No hace falta que me hables así.
– ¿Qué esperas?
– Para empezar, respeto. Cuando un caballero solía defender el honor de una dama, debía asegurarse de eso y de mucho más.
– De verdad que no entiendes nada, ¿eh? -dijo Greta y comenzó a bajar.
– Pensé que no ibas a ir por ahí.
– Sí, si así me puedo librar de ti.
Ya había llegado al final de la escalera cuando él comenzó a seguirla.
– Olvidaré que has dicho eso. Sinceramente, creo que es mi deber quedarme contigo aunque no me lo agradezcas. No sabes qué clase de maníacos puedes encontrarte ahí abajo.
– Tengo una buena idea.
– Iré contigo de todas formas.
– No, creo que no hay ninguna otra forma de hacértelo ver. No.
– ¿Por qué no?
– Si no lo sabes ya, no lo vas a saber nunca. He sido lo más educada posible contigo. Si no me dejas en paz seré yo quien llame a la policía.
– ¿Te dejo mi móvil? Sabes que no funciona.
– Si no te vas, no necesitaré ningún teléfono para hacerme oír.
– ¿Vas a hacerme daño en los oídos otra vez? Como bien has dicho, aquí no hay nadie más. Creo que estás jugando.
– No, no estoy jugando.
Al decir la última palabra, le escupió a la cara. A medida que se limpiaba, sus ojos se abrieron tanto que también parecieron aplanarse.
– ¿De verdad llamarías a la policía? ¿Crees que soy como esos tipos del tren?
– Creo que ya has conseguido lo que querías: ser peor que ellos.
Sintió una brisa repentina en el pelo y escuchó el estruendo del metro.
– Aquí llega el tren; habrá alguien dentro -dijo y corrió hacia la vía.
El andén estaba vacío. Al mismo tiempo, pensó en la vida hacia la que corría y se preguntó de qué huía. Él sabía muchas cosas sobre ella, ¿qué podía ser lo que sabía él y ella no? Era demasiado tarde para detenerse; los puños dándole en los hombros eran prueba de ello. Se agarró al borde del andén y trató de subir inútilmente.
El tren salió del túnel con gran estrépito, pero no avanzó más de la longitud de un vagón. A Greta le pareció una distancia enorme cuando lo pensó. Había oído que la gente veía toda su vida en un minuto pero a ella le quedaba aún menos. Vio la parte delantera del tren inclinada, como si el conductor hubiese echado la cabeza a un lado, sorprendido. Tuvo tiempo para arrepentirse de haber huido de una vida que ya nunca conocería. Entonces, el tren se la quitó de golpe y no sintió nada.
3
Walt estaba sentado en la presidencia de una larga mesa pulida y tenía las palmas de las manos hacia arriba como sin saber qué pensar. Entonces, dejó de reflexionar.
– ¿Quién es nuestro ganador, entonces? -preguntó.
Valeria intentaba refrescarse del calor de junio abanicándose con su bloc.
– Yo creo que Ganar a los Beatles es el mejor redactado.
– Dejemos a un lado la buena redacción; casi todo Manchester escribe bien -objetó Shell, a la vez que añadía una línea a la cuadrícula que estaba garabateando en sus notas-. Se supone que somos la revista del Mersey.
– Pensé que podíamos proponer historias que nos gustaran y que no se ajustaran a las normas.
– Yo sé donde encajaría. Si quiere escribir sobre lo geniales que son los Manks, debería irse a vivir con ellos.
Vincent terminó de escribir Beatles y a continuación escribió un signo de interrogación. Tuvo la tentación de levantarse.
– A mí me ha gustado El niño de celuloide.
– A ti te gustaría cualquier cosa que pudiese ser llevada al cine. A mí no me gusta ese título. Si hubiera estado sentado al lado de alguien con un pitillo, se habría levantado lleno de humo.
– Me gustó la parte en que describía cómo había docenas de lo que llamaríamos salas de cine en Liverpool, Walt; y que todo el mundo veía todos los estrenos.
– Estoy segura de que mucha gente verá el tuyo, Vincent -dijo Valeria-. Sin embargo, ese trabajo no era de ficción, así que va contra las normas.
– ¿Qué pensáis de El misterio de la caverna? -preguntó Walt.
– Una casa de campo donde no debería estar -dijo Shell-. Como cualquier viejo libro de asesinatos. Mi tía de Scottie Road solía sacar de la biblioteca cuatro a la semana.
– ¿Y qué historia propones tú?
– Si tuviera que decidir, me decantaría por Sirenas en el Mersey.
– Tenemos que decidirlo entre todos -dijo Valeria-, pero el autor no es de los alrededores del Mersey.
– Se parece a las historias que mi abuelo solía contar sobre los barcos en el río. Si no puedo votar por esta, cierro la boca.
– No tienes por qué ponerte a la defensiva, Shell.
– No lo hago, Vincent. No como algunos que no quieren que se les note que son oriundos de Liverpool.
– Cómo hablamos es parte de quiénes somos -intervino Walt-. Os lo dice un neoyorquino exiliado.
– La hija de la editora aún no ha dicho nada -dijo Shell.
– Tiene nombre como todos los demás -murmuró Valeria-. ¿Cuál es tu favorito, Patricia?
Patricia estaba mirando el horizonte más allá del Mersey en vez de discutir con Shell. A través de la ventana del cuarto piso de aquel almacén reconvertido, se veía un ferri que viraba la popa hacia el embarcadero de Birkenhead. Por encima de la terminal del ferri se veía la extensión de la ciudad, rojiza por el sol, a lo largo de la ribera, de la que surgían los edificios: el capitel del Ayuntamiento coronado por una cúpula verde y una aguja; la torre roja de la estación de Hamilton Square; el zigurat de la ribera del río con el gran ventilador del túnel de la carretera… Más allá, estaba el observatorio emplazado en la colina Bidston, delante del horizonte color pastel de las montañas galesas. El muro de ladrillo que había a la derecha de la ventana ocultaba los pueblos más cercanos a la bahía, por no mencionar todos los que había alrededor de la península, donde vivía Patricia. Sospechaba que Shell la miraba a ella y a su madre no menos extrañado que Walt, pero no iba a dejar que eso la intimidara.
– Los trenes nocturnos no te llevan a casa es la que más se me ha quedado -dijo.
– Mejor será que tires de la cadena, chica.
– Es el que más me ha dado que pensar.