– Me gustan todas ellas. Son tan buenas como esta.
– Quizá la mejor solución sea que llames a Vincent y se las cuentes todas. No queremos hacer esperar a la creatividad.
Dudley bajó la voz y la cabeza como si quisiera evitar que la multitud escuchara.
– La solución, ¿para qué?
– Para la historia que debe utilizar ahora. Debe dejar aparte lo del metro y la revista también.
El mundo alrededor de Dudley pareció allanarse y volverse estridente al igual que una cartulina mojada después de haberla pintado.
– ¿No vais a publicar mi historia? -dijo, esperando que nadie más que Walt lo oyera.
– Debes ponerte en mi lugar. La controversia ayuda a las ventas, pero no la de esa clase. No queremos dejar de gustarle al público.
– No es justo. Yo gané.
Dudley vio que la gente que estaba de paso lo miraba con diversión o vergüenza ajena, cosa que lo dejaba vulnerable hasta llegar al repentino pánico tardío.
– De todas formas -objetó, como si pudiese así terminar con aquella situación-, ¿cómo puede saberlo la familia si aún no se ha publicado?
– Se lo comentó alguien del restaurante. No sabemos quién fue ni tampoco me lo dijo el padre de la chica. Tengo tantas ganas como tú de saberlo.
Dudley lo dudaba. Intentó acordarse de las caras del público, pero lo único que le vino a la mente fue el aspecto de incomodidad de una forma completamente equivocada y cómo su atención se había centrado en Patricia, una vez que esta retomó la lectura. Si ella no hubiese leído la historia, podrían haberla publicado antes de que la familia de la chica interfiriera. Se le empezaban a encoger las tripas cuando Walt dijo:
– ¿Dejarías que Valeria escogiera esta vez? Aún estamos interesados en publicar una historia tuya ya que has sido tan comprensivo. ¿Por qué no nos envías por correo electrónico todas tus historias cuando llegues a casa? Valeria necesita elegir una tan pronto como le sea posible.
El pánico volvía a envolver a Dudley. Nunca debería haber dicho que se había inventado el resto de las otras historias. Sintió como si algunas personas, que no podía localizar entre la multitud, lo miraran desesperadamente.
– Quiero echarles un vistazo antes; no las he leído en mucho tiempo.
– Hazlo esta noche, entonces y envíanos tantas como quieras. Bueno, te dejo para que llames a Vincent.
El parloteo de la multitud pareció meterse por el auricular cuando el calor apretó a Dudley entre sus garras. Estaba tan distraído que casi seleccionó el número de Vincent, decirle aquello era peor que no decirle nada. Se metió el desleal teléfono en el bolsillo y se obligó a sí mismo a regresar a la oficina. Se había llevado el teléfono fuera para que la señora Wimbourne no pudiera escucharlo desde la sala de personal, pero ahora se sentía como si volviera a la prisión que ella había construido para él. Pasó detrás del mostrador, para dirigirse hacia su cabina cuando ella balanceó la cabeza hacia él como la vaca que era.
– Ya tiene lo que quería -dijo, con una expresión que hizo que le dolieran los labios-. Al final, no van a publicar mi historia.
15
– Oh gracias, Patricia. Son preciosas, muy bonitas. Muchísimas gracias.
– Es un placer. Además esta vez no he llegado tarde.
– Si acaso, llegas un poco pronto, ¿no? No, claro que no. Debe de ser él, que no ha mirado el reloj. ¿Dudley? Acaba de llegar nuestra invitada.
Patricia utilizó ambas manos para cerrar la poco cooperante puerta mientras Kathy subía el ramo por la escalera y se agarraba al pasamanos color claro como si eso ayudara a que su voz llegara hasta su hijo.
– ¿Dudley? -volvió a gritar-. Estaba escribiendo -dijo.
– ¿Tenemos que interrumpirlo?
– Incluso los autores deben tener modales.
Kathy lo llamó de nuevo, golpeando suavemente el pasamanos.
– Es nuestra amiga de la revista -dijo-. Patricia.
Aquello provocó un farfullo que vino desde arriba, demasiado cortante para ser una bienvenida. Patricia vio que Kathy quiso fingir que sí lo era y ella intentó dejar el tema mientras seguía a la madre de Dudley hacia el otro lado del recibidor.
– Me gustan sus fotografías -dijo.
– Aunque no somos profesionales, ¿verdad? Su fotógrafo me dijo que solo era una aficionada. ¿Le importa si comemos en la cocina? A Dudley le gusta estar cerca del frigorífico para que las bebidas estén tan frías como sea posible.
– Será muy acogedor -dijo Patricia, aunque pensó que aquella no era la palabra que mejor convenía.
Solo veía esquinas en todos los sitios que miraba: las de la lavadora que impregnaba la habitación con un leve olor a jabón, el gran frigorífico, el fregadero de acero, la mesa rectangular… Lo único redondeado eran las sillas de pino, pero aún así eran rígidas y duras.
– Lo es -se vio obligada a añadir.
– Siempre hemos creído lo mismo, Dudley y yo. ¿Qué le gustaría beber?
– ¿Vino, quizá?
– Puedo salir y comprar.
– Debería haber traído una botella. La limonada que tomamos la última vez estaría muy bien.
– De eso tenemos de sobra. Es su bebida favorita.
Kathy puso una botella en la mesa y comenzó a cortar los tallos del ramo para echarlos al cubo de basura de pedal.
– Ahora que no está aquí para sentirse avergonzado, ¿tuvo tiempo para leer mi historia sobre él?
– Espero poder hacerlo.
– Hágalo cuando desee.
Kathy se inclinó aún más al decir:
– No espero que lo utilice. Obviamente no lo haría.
– No creo que tengamos espacio suficiente, ni siquiera con el problema que hemos tenido con la historia de Dudley.
Kathy dio un pequeño grito a la vez que se pinchaba con el tallo de una de las rosas.
– ¿Qué problema? -dijo chupándose la sangre del dedo-. ¿Él lo sabe?
– ¿Le traigo una tirita para eso?
– No hace falta, de verdad. Apenas me duele.
Kathy puso el dedo debajo del grifo a la vez que se giraba para mirar a Patricia de frente.
– Aún no me ha dicho de qué problema se trata -dijo.
– Mi historia les asusta.
Patricia no dejó que la proximidad de la voz de Dudley la pusiera nerviosa. Giró la cabeza sin ninguna prisa y solo vio el recibidor desierto. Enseguida bajó los últimos peldaños que le quedaban sin hacer ningún ruido y le dedicó a Patricia una sonrisa de demasiada complicidad para su gusto.
– ¿Qué demonios iba a temer nadie de ti? -dijo Kathy a punto de reír.
Cambió la posición de sus labios, aparentemente buscando una expresión en vez de una respuesta y Patricia se giró hacia ella.
– ¿Se acuerda de la chica que fue asesinada en el metro?
– Hay demasiados casos hoy en día, ¿no? Ya nadie tiene el cuidado que se debería tener. Supongo que fue un caso de drogas, alcohol o de estar acostumbrado a lo peligroso. Siéntate, Dudley. Vamos a empezar.
Mientras se sentaba enfrente de Patricia, esta dijo:
– Lo de esta chica ocurrió en Moorfields.
– Qué extraño -dijo Kathy después de servir la sopa en los cuencos-. Es triste. Claro. Pero ¿no dicen que la realidad supera a la ficción? Sopa de champiñón. Nuestra favorita.
Patricia sospechó que se refería a Dudley, pero este estaba vaciando en la sopa la sal y la pimienta de la vinagrera en forma de estrella y luna nueva. Había puesto suficientes champiñones para darle su sabor a aquel líquido grisáceo. Después de elogiar la sopa dos veces, Patricia le dijo a Dudley:
– ¿Por qué elegiste ese lugar para tu historia?
– Era el mejor lugar.
Ella arqueó las cejas y él continuó:
– Es el más alejado de la gente. Nadie podía oírla si gritaba. No hay otro lugar ahí abajo en el que se pudiera estar seguro de que estaría sola.