– Esa no es la historia -dijo Kathy.
– Entonces quizá no lo escribí. ¿Qué más da? Yo sé lo que ocurrió y no tengo que contarlo todo.
– No hace falta tomárselo como algo personal. No dejes que te regañen, cariño -dijo Kathy mientras miraba el plato, enfurruñado-. Bueno, ¿cuál es tu historia favorita?
– No quiero que publiquen ninguna. Estoy trabajando en una nueva.
– ¿Hay tiempo para eso, Patricia?
– No mucho. Lo averiguaré, pero no creo que tenga más de una semana.
– ¿Cuánto crees que vas a tardar, Dudley? ¿No sería mejor que les dieras una de las otras y que utilicen la nueva en otra ocasión?
Retiró la silla hacia atrás y se puso en pie de un salto.
– No. No sé cuánto tiempo voy a tardar en escribirla. Mucho, si seguís con esto -gritó desde el recibidor, subiendo después las escaleras en estampida.
– Discúlpelo, Patricia. Seguramente los artistas son así -dijo Kathy.
No la miró hasta que tiró todo el contenido del plato del postre, que no había tocado.
– ¿Quiere un café?
– Estoy bien, gracias -dijo Patricia queriendo decir que ya estaba lo bastante acalorada y tensa-. Déjeme que la ayude a fregar.
– ¿Por qué? Ya la consideramos como una más de la familia, pero no debería desperdiciar el tiempo de su visita conmigo. ¿Ha visto nuestra colina?
– Lo hice mientras venía.
– Pero no ha subido a echar un vistazo.
Cuando Patricia accedió, Kathy gritó:
– Dudley, sé que puedes oírnos; no has cerrado la puerta. ¿Por qué no llevas a nuestra invitada a dar un paseo por la colina?
Mientras Patricia se giraba para mirarlo, él bajó algunos peldaños menos de los que se habían oído cuando subió.
– Puede ser de ayuda -murmuró.
– Gracias por la cena, Kathy. Me ha encantado.
– Estoy segura de que no era a lo que está acostumbrada, pero soy una persona sencilla en algunos aspectos.
Kathy fue deprisa hacia la puerta para despedirse de ellos con la mano. El sol se había escondido tras la cresta y la masa de vegetación que había al otro lado de la carretera estaba en penumbra. Mientras Patricia seguía a Dudley por el estrecho sendero entre los árboles y los crecidos hierbajos, escuchó que la puerta se había cerrado con un discreto golpe. Se agachó bajo una de las ramas más bajas de un árbol y sintió como si la sigilosa oscuridad se estuviera apoderando de ella, especialmente desde que Dudley se había detenido bloqueándole el paso.
– ¿Qué ha sido eso?-susurró él.
Durante un instante, escuchó el crujido del suelo. Quizá intentaba ponerla nerviosa, pero dijo:
– ¿Qué desearía que fuera?
– Solo estoy haciendo una pregunta.
– Las víctimas del señor Matagrama han regresado a por él.
La oscuridad pareció concentrarse en sus ojos.
– No lo creo -dijo, volviéndose hacia delante aunque algo había sonado bajo su pie.
– A veces debe pensar en lo que ha hecho, ¿no? Debería hacerlo en la película.
– ¿Y por qué?
– A menos que carezca absolutamente de imaginación.
– Tiene muchísima.
– Entonces, ¿no debería demostrarlo?
– Bueno, lo hará.
¿De verdad pensaba que una mirada como esa podría asustarla? Identificarse con uno de sus personajes estaba bien, pero estaba empezando a sentirse capaz de llevarlo aún más lejos.
– Continúe -dijo, caminando hacia él hasta que se vio obligado a moverse.
En menos de un minuto, llegaron a un espacio abierto rodeado de árboles, con urracas parloteando bajo un cielo azul que cada vez se volvía más pálido.
– Espero que no se lo tome a mal -dijo Patricia-, pero he estado hablando con un par de personas sobre usted.
Tuvo que alzar la voz para competir con aquel bullicio y fue bastante sorprendente que él mirara a su alrededor para comprobar que nadie lo escuchaba.
– ¿Con quiénes? -dijo, tan alto que las urracas salieron volando.
– Con el señor Fender, de su antiguo colegio.
– ¿Por qué iba a tomármelo mal? Kathy solía decir que estaba celoso porque yo sabía más que él sobre escritura.
Dudley se dirigió hacia el comienzo del sendero que conducía al observatorio abandonado que estaba por encima de ellos, en la cima, y se giró para ponerse frente a ella.
– ¿Qué le dijo sobre mi?
– Sigamos moviéndonos si vamos a continuar con el paseo.
Cuando Dudley comenzó a subir en dirección hacia la achaparrada torre de un solo ojo de al lado de la cúpula, ella dijo:
– ¿No se opuso a su historia porque se basaba en un hecho real?
– ¿Y qué si lo hacía? Los escritores tienen que empezar por algo.
Del arbusto sobre el que se había apoyado salió un ruido parecido a un crujido de huesos.
– Vaya usted delante -le urgió.
No habló hasta que estuvo detrás de ella.
– ¿Qué más le dijo sobre mí?
– Solo eso. La entrevista no fue demasiado productiva.
– Entonces debería haberse mantenido al margen, como sabía que yo deseaba.
De pronto, la voz de Dudley bajó el tono, pero se escuchó más cerca.
– ¿Le habló sobre ella?
– ¿Se refiere a la chica de Moorfields?
– Sí, a ella. La que está causando tantos problemas. Angela o como se llamara. Supongo que sabría mucho sobre ella.
– De hecho, no. Ni yo tampoco.
– ¿Debería creérmelo?
No estaba segura de si solo debía escuchar o si aquel comentario iba dirigido a ella. No se dio cuenta hasta que llegaron a la cima desierta. Entonces se giró para mirarlo desde arriba.
– Debería creerlo, si tiene algo de sentido común -dijo ella sin retirarse, aunque su tensa sonrisa estaba a pocos centímetros de su pecho-. No sabía nada de ella cuando fui a verle.
– Hay algunas personas que han averiguado cuánto sentido común tengo. Quizá debería conocerlas.
A Patricia le divertía que no fuese capaz de evitar amenazar de aquella manera, pero al poco, dejó de reírse.
– Por lo que más quiera, dígame a quién más puedo entrevistar -dijo-. También almorcé con Eamonn Moore.
– ¿Cómo consiguió ponerse en contacto con él? Lo invité a la lectura de mi historia, pero no acudió.
– Me pidió que le presentara sus disculpas. Tenía un compromiso familiar. No dejó de enseñarme fotografías de sus hijas pequeñas.
– Debería haber averiguado dónde vive en vez de enviarle la invitación a la oficina. Seguro que se lo contó a su jefe y le llamaron la atención.
– ¿Por qué iban a hacerlo?
– No le tendrán mucho más aprecio a la imaginación que en el lugar donde yo trabajo. Ya sabe por qué, ¿no? Porque eso les hace sentir inferiores. Seguro.
Aunque lo único que hizo Patricia fue levantar una ceja, fue suficiente para provocarlo.
– ¿A quién cree, a Eamonn o a mí?
– A quien diga la verdad.
Ni siquiera estaba segura de a qué se refería, pero aquello le permitió añadir:
– No me importaría saber cuál de los dos dice la verdad de un asunto.
– Yo -dijo Dudley, mirándola como si pudiera resolver por la fuerza cualquier conflicto que ella pudiese tener en su mente-. ¿Qué asunto?
– Probablemente, ni lo recuerde. Solo era una anécdota desagradable sobre un perro.
Dejó la mirada perdida, como si intentara encontrar la expresión adecuada.
– ¿Qué le contó?
– Que le provocó pesadillas con aquello.
Dudley levantó la parte izquierda de la boca intentando sonreír.
– Espero que así fuera.
– La historia no fue así, ¿verdad?
– ¿Por qué no iba a serlo?
– No querrá que piense que no se inventa sus historias, ¿no?
Su boca seguía buscando la forma de extender la mitad de la expresión.