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– ¿Por qué no esta? ¿Demasiado real para usted?

– No, solo creo que se comportaba como los niños pequeños. Y disculpe, pero ahora lo está haciendo.

– Nunca lo hice. Puede preguntárselo a Kathy.

Se dirigió hacia el otro lado de la cima, donde había un hueco bajo en la pared del observatorio.

– Este es el mejor sitio. Vayamos por aquí abajo -dijo.

Patricia se aventuró a acercarse lo bastante para distinguir entre la bóveda de vegetación unos pocos pasos que descendían por el bosque en penumbra.

– Supongo que debería coger el tren.

– Podemos ir por aquí.

– Creo que puede quedarse aquí arriba. No hay necesidad de que me acompañe caminando a la estación. Déle las gracias de nuevo a Kathy por esta tarde tan interesante. Y gracias a usted también.

¿Sospechó quizá que estaba siendo irónica? Cuando se giró para averiguar qué aspecto tenía, él había avanzado algunos metros, pero seguía quieto.

– Solía jugar a ese juego cuando era pequeña -le hizo saber-. ¿No debería marcharse a casa a escribir?

– Estoy pensando en ello ahora mismo.

– En ese caso, dejo de interrumpir -dijo Patricia a la vez que se giraba para no ver aquella mirada que no parpadeaba.

No volvió a mirar tras ella hasta que había andado al menos unos cien metros a lo largo de la irregular colina. No había ni rastro de él ni de nadie de camino hacia el otro extremo, donde un antiguo molino guardaba un puente de unos doce metros por encima de la carretera. Un perro huesudo, tan gris como el nombre de su raza, tiraba de una mujer que cruzaba el puente.

– Hace buena noche -le dijo a Patricia.

– Sí.

Quizá la mujer se sintió decepcionada con aquella respuesta.

– Una buena noche -dijo más alto, mientras llegaba a la altura del molino.

Patricia dijo lo mismo a la vez que subía al puente. No había nadie más a la vista, pero ¿no estaba la mujer demasiado lejos como para haberse dirigido a ella? El tamaño del molino, contra el que el perro estaba levantando elegantemente la pata, era lo suficientemente grande como para albergar a media docena de personas, pero no había ninguna sombra en la que alguien pudiera esconderse. Durante un momento, Patricia se sintió tentada a buscar compañía, pero no le gustaba la idea de descubrir el comportamiento de la mujer si, de hecho, había estado hablando sola. En vez de eso, cruzó el puente, manteniéndose alejada de ambas barandillas y bastante impresionada por lo ligeras y bajas que eran, y se apresuró colina abajo.

Era evidente que había elegido el camino largo para ir a la estación. El erosionado sendero de resbaladizas piedras llevaba hasta un pinar en el que se escuchaba el golpeteo de las ramas y el crujido de las piñas bajo los pasos de otro caminante silencioso que se acercaba. Cuando llegó al campo de apestosa hierba, rodeado por los grandes pinos, tuvo la esperanza de que la otra persona saliera a la vista, pero los ruidos permanecieron detrás de los árboles. Más allá del campo, un rastro de suelo gastado la condujo hacia una parte de la calle de los Smith en la que había un patio de iglesia abandonado. Aquello la impresionó tanto como el tópico que estaba atravesando y bajó por una carretera lateral. A la vez se sentía cada vez mas enfadada consigo misma por darse cuenta hasta del tintineo de las piedras y los cristales que parecían conducirla hasta ponerse a cubierto en el gran muro.

Por detrás de las tumbas, una amplia carretera bajaba hacia la estación. Allí seguía estando la carretera principal que conducía a un cruce de cinco direcciones alrededor de una iglesia. Cuando tomó la ruta que llevaba más allá de la ruidosa portería de fútbol unida con cadenas, hacia la estación, sintió más calor del que le habían provocado sus nervios y la velocidad que estos le habían infundido. Al menos el tren estaba a punto de llegar. Sola en el andén, trató de calmar su respiración y suspiró en voz alta. Después, ya no había nada que la distrajese de la entrada de la estación que estaba detrás de ella. Nadie podía haberla seguido tan lejos sin que se hubiese dado cuenta. Y cuando el tren llegó a la estación no pudo evitar dar un paso atrás. Buscó las puertas más cercanas y miró por la ventana a medida que se dirigía a un asiento que estuviese de espaldas al muro. Por supuesto no había visto a nadie escondiéndose más allá de la salida a la calle, pero ¿y si lo hubiera hecho? Las puertas se cerraron, el tren partió y ella miró deliberadamente hacia el andén.

– Fin de la historia -dijo.

16

Nada más que el amanecer hizo que las puntas de los árboles más altos de la colina parecieran cerillas encendidas, Dudley se levantó de la cama dando un traspié. Tenía los pies enredados en el borde del edredón y cuando la uña del dedo gordo se deshizo del escurridizo tejido, casi se cae sobre la silla del escritorio. Estuvo a punto de gritarle al estorbo, pero aquello probablemente habría despertado a su madre. Quitó el edredón de en medio de una patada tan fuerte que se dobló la uña de su grueso dedo gordo y después encendió el ordenador. Tenía que escribir. Era más urgente que nunca; se había dado cuenta de que no era capaz de crear una historia nueva para la revista hasta que se quitara a Shell Garridge de la cabeza.

¿Cuánto tiempo más la iba a culpar de aquello? Si no le hubiese robado su espacio en la revista, su historia ya estaría publicada, antes de que nadie pudiera haberlo impedido. También tenía la culpa de la noche que había pasado y también la tenía Patricia Martingala, quien le había sometido a más presión y le había hecho perder la mayor parte de la tarde llevándola desde la colina al camino de la estación. A veces era suficiente el solo hecho de imaginar qué podía haber pasado, pero esta le había dejado tan frustrado que, nada más ver que el tren se la llevaba fuera de su alcance, había vuelto a casa y había intentado escribir a pesar de las interrupciones de su madre. ¿Le parecía que Patricia se lo había pasado bien? ¿La volvería a invitar? Era una chica agradable e inteligente, ¿verdad? ¿Habían encontrado algo en común aparte de la revista? Finalmente, después de ofrecer la callada por respuesta a todas aquellas preguntas y algunas más, se había escapado a su habitación, donde se dio cuenta de que aquel interrogatorio le había quitado las ganas de escribir. Vio algunos vídeos de las películas de Vincent con la esperanza de que le reavivaran el ingenio, ya fuese para darle ganas de continuar con su colaboración o simplemente para ayudarlo a relajarse. Se sintió mucho menos reavivado por el documental sobre Lez y los Keks, un grupo de chicas con pelos de fregona, como homenaje a los Beatles y por un corto premiado en el que una joven prostituta negra tenía sueños, o quizá más que sueños, en los que aparecía vestida de vigilante. El último vídeo le hizo tener más ganas de animar a Vincent a que grabara una historia mucho más realista (una de Dudley), pero lo único que le había provocado fue un dolor de cabeza. No era capaz de inventar nada que no tuviera algo que ver con Shell.

Finalmente se había tirado en la cama y se había tapado con el edredón para seguir forzando a su cerebro. Cada vez que el sueño conseguía envolverle, su mente recobraba la conciencia. No sabía cuántas vueltas le había dado a sus ideas antes de aceptar la única respuesta: si no era capaz de escribir nada para la publicación mientras Shell siguiera en su cabeza, entonces primero tendría que escribir sobre ella. Nadie podría llegar a leer la historia nunca si no la imprimía y quizá ni siquiera tendría que conservarla una vez terminada. El ordenador se iba despertando a la vez que los rayos de sol, que, como sirope derramado, avanzaban lentamente entre los árboles y mientras él intentaba sacarse una mota del ojo con algunos parpadeos.

Asesinada por el Mersey, Callada por el Mersey, Farfullando en el Mersey, Liquidada para bien. Todos los títulos le provocaban más de una sonrisa en los labios y la elección del nombre la agrandaba aún más hasta escocerle como los ojos.