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– ¿Creíais que iba a haber un puñado de hombres meando ahí fuera? -gritó Mish, mirando cómo la lluvia caía sobre la ventana del bar.

– Ni siquiera saben hacer eso bien, ¿verdad, chicas? Tienen que hacerlo de pie, como los perros que son todos. Al igual que no pueden quedarse un momento sentados porque les puede el ansia de tragar más cerveza o de ver porno o pegarle patadas a una pelota o cualquier otra cosa que sepan hacer esos pobres pequeños patéticos. Mean cerca de los lugares donde saben que estamos nosotras y eso también es un insulto. La próxima vez que alguna de nosotras se encuentre a uno meando sobre una pared creo que debería cortarle la meada.

Ella seguía gritándole a la ventana con la esperanza de que alguien que estuviese fuera en la tormenta la escuchase a ella y a las demás mujeres que se reían. Bebió un trago de su cerveza, porque ahora a las mujeres se les permitía beber pintas y no era lo mismo que cuando un hombre lo hacía y…

Cuando el dedo de Dudley se dirigía hacia la última tecla, la palabra se extendió a seis consonantes antes de quitar la mano. Su madre había salido de su dormitorio. Ya sabía que no debía invadir su cuarto sin permiso, pero si lo había escuchado teclear, le pediría entrar y echar un vistazo y él no podía hacer nada sin distraerse para responder. No se dio cuenta de que su presencia en el piso de arriba lo distraía hasta que escuchó los ruidos que comenzó a hacer en el cuarto de baño. Quizá el diálogo que había puesto en boca de Mish le había dejado demasiado sensible, pero tuvo que taparse los oídos con los dedos para no escuchar los sonidos y las imágenes que amenazaban con aparecer. Al escuchar que Kathy volvía a abrir la puerta del cuarto de baño, se quedó inútilmente quieto mientras ella bajaba al piso de abajo, escalón tras escalón. Tras escuchar que sus pisadas se alejaban sobre el linóleo de la cocina, empezó a borrar las letras e hizo lo que pudo para escribir más rápida y silenciosamente.

[…] gritó:

– ¿Me oye algún hombre? Mejor será que vigiléis vuestras meadas. El que está detrás de la barra no tiene nada que temer porque es nuestro esclavo por esta noche. Hazlo todo bien y te dejaremos entero. Para los demás: habla Mish Mash, especialmente para los que estáis escondidos ahí fuera. ¡Venid a dar la cara si os atrevéis! Acabaréis meándoos en los pantalones.

Algunas mujeres parecían un poco confusas. Quizá pensaban que había bebido demasiado, aún siendo una mujer.

– Seguid riendo, es gracioso -les gruñó-. Hay un hombre al que todas odiaríais mucho más que al resto si leyeseis sus historias. No os preocupéis, he impedido que se publiquen para que nadie pueda leerlas. No me sorprendería que se ahorcara por ahí fuera por lo que hice. Espero que se haya asfixiado y que sienta como si alguien hiciese piiiiiiii

– ¿Dudley? -Su madre lo volvió a llamar desde las escaleras-. ¿Estás ya levantado?

– Sí, por segunda vez, sí -gritó Dudley teniendo que limpiar la pantalla.

– ¿Tardarás mucho? Te estoy haciendo el desayuno.

– Intento escribir.

– ¿Disculpa? No te entiendo si hablas entre dientes.

– No lo hago. Mish Mash es la que lo hace -dijo Dudley entre dientes, pero en voz alta y varias veces-. Intento escribir.

– ¿Cuándo crees que tardarás en hacer un descanso?

Era casi tan mala como Shell, o sin el casi. Le había hecho perder el final de la frase. Lo único que veía era el subrayado del corrector de ortografía bajo la alargada pero incompleta palabra en color rojo chillón como una sierra ensangrentada. Casi olvidó guardar el documento antes de cerrar el ordenador. Arrastró la silla contra la cama.

– Ya no puedo escribir -bramó-. ¿Estás contenta ahora?

– Oh, no digas eso. Sabes que interrumpirte es lo último que quiero. No lo habré hecho, ¿verdad?

– Lo he dejado. Voy al cuarto de baño.

No se movió hasta que ella había regresado a la cocina con toda la lentitud de un doliente en un funeral. Entonces dio una carrera y cerró el pestillo una vez dentro. Ahora que estaba solo, tenía la esperanza de poder pensar, pero su cuerpo no se lo permitía. El estómago le dio un retortijón mientras hacía la tarea que Kathy solía llamar: sentarse en "el trono y hacer lo propio de la realeza. Al cepillarse los dientes solo consiguió ver las muecas y la espuma de la boca. Cuando se metió en la bañera, su piel estaba tan nerviosamente tirante por el esfuerzo de capturar los pensamientos de Mish que no supo definir la temperatura del agua. Se retiró a tiempo de evitar quedar escaldado, pero el ataque de agua helada tampoco le fue de utilidad. Se secó todas las partes del cuerpo que se habían mojado y se roció dos veces las axilas con el desodorante en espray antes de regresar corriendo a su habitación. Miró de forma fulminante a la pantalla en blanco del ordenador y se vistió para ir a la oficina. Su mala cara fracasó en su intento por exprimir cualquier pensamiento. Quería que el desayuno fuese la recompensa por el trabajo, pero aquellos olores le estaban distrayendo de nuevo y finalmente acabó bajando haciendo aspavientos.

– ¿Va todo bien? -preguntó su madre enseguida.

– Te he dicho que los huevos no toquen las alubias. Sabes que así no me los puedo comer.

Una vez que quedó satisfecho de la barrera de salchichas y bacón que le hizo ella, dijo:

– Ya no voy a escribir nada más.

– ¿Quieres decir antes de irte a trabajar? Me refiero a tu otro trabajo. Estoy segura de que te pondrás con ello cuando vuelvas a casa.

– Sigues estando segura de todo, ¿no? Eso es todo lo que pasa.

– Sabes que no es verdad. ¿Quieres que llame y diga que estás enfermo?

– No serviría de nada. Ya es demasiado tarde. No puedo escribir.

– No sigas diciendo eso, Dudley. No querrás que te dé un golpe en la cabeza, ¿verdad? Le levantó el tenedor por encima del escaso desayuno que se había preparado para ella.

– Vas a escribir esa historia para la revista -le informó-. ¿Puedes adelantarme algo sobre ella?

Dudley se llenó la boca con media salchicha con la esperanza de que su pregunta se hubiese atrofiado para cuando terminara de masticar, pero sus ojos permanecían a la espera.

– No -dijo, a la vez que se metía en la boca otro bocado.

– ¿Tienes miedo de que no puedas escribir si le cuentas la historia a alguien antes? ¿Incluso a mí? Supongo que no debería leer lo que llevas escrito.

– Supones bien.

– Solo quiero ayudar, no quiero entorpecer tu trabajo.

Después de esperar en vano una respuesta, dijo:

– ¿Vas a asesinar a otra chica?

– Si te refieres al señor Matagrama, sí.

– Entonces no te has quedado sin chicas.

Aquel comentario le hizo sentir incómodo, casi desconcertado, porque no sabía decir por qué le molestaba.

– Nunca se quedará sin ellas; hay muchísimas -dijo.

– ¿Sigues creyendo que puedes ver las cosas desde su punto de vista?

– Claro que puedo -dijo Dudley.

Pero su mente se burlaba de él al no dejarle terminar la frase de Mish repitiendo una y otra vez: piiiiipiiiiipiiiii, como un coche en una rima infantil.

– ¿Qué hay de malo en eso? -preguntó.

– Nada, si tú lo dices. Tengo una idea por si te has quedado bloqueado. Si tienes problemas para que se te ocurra algo relacionado con el punto de vista de una mujer, quizá yo pueda hacer algo al respecto.

Enseguida se preguntó si su convicción de que tenía que escribir sobre Shell antes de poder continuar era simplemente una excusa, una forma de posponer lo que sabía que tenía que hacer. No tenía ni idea de por qué Kathy lo miraba así.

– ¿Qué? -gritó.

– Quizá yo podría intentar escribir algo si quieres.

– ¿Quieres decir en mi ordenador? ¿En el ordenador de mi habitación?

– Si me dejas. Lo que te venga mejor.