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Debió haberse imaginado que intentaba ponerlo fuera de su alcance. Tuvo la precipitada idea de que si él lo dejaba allí, ella cambiaría de parecer solo porque era una mujer y lo cogería. Había una lata de cerveza medio llena sobre el borde de cemento y la vació sobre el periódico.

– ¿Por qué has hecho eso? -preguntó la señora Wimbourne.

– No querrá que un niño se la beba, ¿verdad? De todas formas pensé que no quería el periódico para nada.

Le dedicó una mirada lo suficientemente larga para dejar claro que era una muestra de desaprobación y después giró el tacón.

– Ya he perdido bastante tiempo contigo. Ven conmigo enseguida y asegúrate de que haces algo útil.

Seguramente no le gustaría saber lo útil que era para algunas cosas. Se le estaban ocurriendo algunas cosas mientras miraba su rechoncha espalda cuando vio a Trevor, Vera y Colette mirando desde la puerta de la oficina de empleo. Se dieron la vuelta cuando la señora Wimbourne metió la llave en la cerradura. Al abrir la puerta, se retiró con gran dignidad.

– Volveré enseguida -dijo-. Entrad.

Nadie dijo nada hasta que Trevor cerró la puerta tras ellos, dejándolos atrapados en el opresivo calor. Entonces pronunció:

– ¿Qué has hecho para ponerla de tan mal humor, Dudley? No hace falta que nos lo pongas más difícil al resto de nosotros.

– No estaba pensando en vosotros.

– ¿Ni siquiera en Colette? -le respondió Vera.

– ¿Por qué has tirado a la basura ese periódico? -preguntó Colette interesada, o al menos para interrumpir.

– ¿Piensas que la gente debería leer tus cosas en vez de eso? -sugirió Vera-. ¿Cuándo vamos a hacerlo?

– La familia de la chica verdadera les pidió que no publicaran la historia, ¿recuerdas? -dijo Colette-. Podrías entender cómo se sienten, Dudley.

– ¿Por qué tienen que sentirse así?

Apenas tenía conciencia de lo que estaba diciendo mientras veía a la señora Wimbourne comprando un periódico en el puesto.

– ¿Quién dice que deban sentirse así?

– Lo que yo quería decir es -intervino Vera-, ¿por qué no nos traes la historia para que podamos juzgarlo por nosotros mismos?

Podía haberle preguntado que quiénes eran ellos para juzgarle a él, pero en ese momento se encontró con la mirada de la señora Wimbourne mientras entraba.

– Gracias, Dudley, por la molestia y el gasto -dijo.

Colette se dirigió hacia el lavabo de señoras mientras que sus compañeros siguieron a la señora Wimbourne a pesar de las palabras de reprobación de Trevor en defensa de Vera. Todo lo que a Dudley le importaba era mantener vigilado el periódico hasta que pensara en algo para impedir que ninguno de ellos descubriera el último de sus contratiempos. Cuando la señora Wimbourne se sentó en la silla, él tomo el asiento de enfrente y miró la página en blanco del techo. Desde su ángulo de visión pudo comprobar que ella cambiaba el orden en el que pasaba las páginas y aquello no le dejaba pensar. Pasaba de una en una o de dos en dos en cualquier momento.

– Siento que haya tenido que comprar otro -dijo-. Yo se lo pagaré.

– Creo que no, gracias. Así yo haré lo que quiera con él.

Estaba llegando a estar tan desesperado como para considerar prometerle regalárselo, cosa no iba a resolver nada, cuando reapareció Colette. La señora Wimbourne cerró el periódico antes de soltarlo en la mesa y dirigirse hacia el servicio de señoras. Apenas había cerrado la puerta cuando Trevor se abalanzó desde el otro lado de la mesa para cogerlo.

– Déjalo ahí -gritó Dudley-. Ya la habéis oído, es suyo.

– No sabía que le tuvieras tanto miedo.

– No tengo miedo de nadie. Deberían… -Tuvo que dejar de alardear para enfrentarse a Vera-. ¿Qué es tan gracioso?

– Solo el pensar que hay alguien de quien sí tienes miedo.

– ¿De quién?

Aquello pilló por sorpresa a Dudley y este intentó contener la voz.

– ¿Qué estoy? ¿Asustado? ¿De quién?

– Quizá un poquito de Colette.

– ¿De ella? No siento nada por ella. Ya sé de qué te reías; se trata de un chiste.

Se quedó mirando al suelo fijamente con la esperanza de que se dieran cuenta de que necesitaba estar solo. Sin embargo, aunque Trevor sí se marchó al servicio de caballeros, Vera se quedó allí como si quisiera proteger a Colette. Cuando Trevor regresó, un sabor tan rancio como el calor de la habitación invadió la boca de Dudley y fue entonces cuando Vera fue al servicio de señoras seguida de Colette que se quedó a la altura del mostrador. Trevor se sentó a la mesa y esperó a que Dudley lo mirase.

– ¿Qué te pasa hoy, tío? ¿No vas a estar contento hasta que nos hayas mosqueado a todos?

– Estoy tratando de pensar en una historia -gritó Dudley-. Necesito que os calléis y os alejéis de mí.

Trevor lo miró con una cara que parecía soportar el cansancio de toda una vida.

– No estoy de acuerdo con la jefa en muchas cosas, pero quizá deberías dejar en casa parte de lo que haces.

– Yo sé quién soy. No creáis que lo sabéis todo sobre mí.

Mientras Dudley se esforzaba por no dejar salir a la luz más verdades, la señora Wimbourne salió del servicio de señoras.

– Es hora de que vayamos al mostrador -anunció-. Y eso va por todos, incluidos los genios novelistas.

Trevor se levantó con las manos en los bolsillos y se dirigió hacia la puerta.

– Será mejor que muevas las piernas. Suena como si una mujer quisiera verte.

Se detuvo en la puerta y le dedicó una mirada dudosa que hizo que Dudley se sintiera inmóvil por los nervios. Tan pronto como Trevor se marchó, Dudley se abalanzó sobre el periódico y arrancó la ofensiva hoja para esconderla de todos, también con la que estaba pegada a ella. Tardó unos segundos en ordenar los restos de papel antes de arrugar su premio formando una bola y metérselo en el bolsillo trasero del pantalón mientras se dirigía hacia el mostrador.

– Voy al servicio -le informó a la señora Wimbourne.

– De aquí en adelante, por favor no lo dejes para el último momento.

Estuvo a punto de contestarle que era por su culpa y por la de todos los demás. No se molestó en cerrar la puerta del solitario cubículo como preámbulo para tirar la bola de papel de periódico al inodoro. Orinó encima de ella, como buena medida, y tiró de la cadena. Después, caminó hacia el mostrador reprimiendo una sonrisa. Ocupó su lugar en el mostrador mientras la señora Wimbourne abría la puerta para dejar pasar a Lionel y al público representado por un hombre que, después de beberse un botellín de cerveza, lo depositó en el contenedor de cemento y caminaba dando tumbos detrás del guardia. Dudley pensó que podía presenciar algo de violencia, pero enseguida el hombre adelantó a Lionel y salió disparado hacia el servicio de caballeros.

No había nada que pudiera encontrar y ciertamente ninguna razón para mencionarle a nadie que él sí lo había encontrado. Dudley intentó quitarse de la cabeza la amenaza mirando la pantalla en blanco del ordenador; entonces lo encendió y el hombre volvió a aparecer. Se fue derecho hacia la puerta, lo que alivió a Dudley de aquel sabor a rancio. Casi había alcanzado la calle cuando Lionel lo abordó:

– ¿No busca empleo? No somos un baño público.

– Esto es un edificio público; debería serlo ya que es el público el que paga sus sueldos.

El hombre tenía ya un pie en la acera cuando se detuvo para añadir:

– De todas formas, lo he dejado como lo encontré. Alguien ha tirado hojas de periódico en el retrete y se ha atorado.

– Yo no he sido -informó Trevor a quien le pudiera interesar.

La señora Wimbourne se levantó de su cabina y echó un vistazo a todas las mamparas.

– ¿Dudley?

Se quedó mirando la pantalla a la espera de que los iconos pudieran ofrecerle algo de inspiración.

– ¿Cómo iba a hacer yo eso?

– Precisamente eso me gustaría saber -dijo dirigiéndose hacia la sala de personal.