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Escuchó una oleada de cuchicheos que le puso en la mente de una rata envenenada atrapada por las convulsiones en su nido y después cómo su pesada pisada se acercaba a él mientras veía su reflejo en el cristal que separaba las cabinas. Su perfume llegó a la par que el ácido en su garganta, cuando dijo:

– ¿A qué has estado jugando con mi periódico?

– Me ofrecí a comprárselo.

– Muy bien.

Su regordeta mano apareció a la altura de su hombro, dejando la palma hacia arriba sobre el mostrador. Movía las yemas de los dedos en señal de que se diera prisa en contribuir. ¿Cómo se retorcerían y sacudirían si le clavara un bolígrafo en la mano y siguiera empujando hasta que la punta metálica atravesara la carne hasta llegar a la madera? ¿Cómo gritaría y suplicaría? Demasiado ruido habiendo testigos. Alguien o todos ellos intentarían detenerlo antes de concluir. Sacó algo de cambio y lo contó en su mano. Sin embargo, no se deshizo de ella con aquello; lo que hizo fue levantar el puño lleno de monedas por encima de la cabina y decir:

– Lionel, ¿podrías traerme un periódico?

Mientras el guarda cogía el dinero, Dudley se agachó al sentir un pinchazo en las tripas. El reflejo de la señora Wimbourne estuvo a punto de ocultar la visión de Lionel corriendo hacia el puesto de periódicos para después regresar con otro ejemplar.

– Gracias, Lionel. Quizá ahora podamos averiguar por qué ha pasado todo esto -dijo la señora Wimbourne a la vez que pasaba las páginas por encima de la cabeza de Dudley. Los ruidos parecían estar aplastándole el cráneo al igual que el silencio que siguió hasta que la voz de la señora Wimbourne añadió más peso:

– Al final, tu comportamiento lo dice todo, Dudley. Ya sabes exactamente lo que tienes que hacer.

– No sé lo que me está pidiendo.

– Me temo que si quieres continuar trabajando aquí, vas a tener que guardarte tus historias para ti. Y eso incluye lo de la película.

– No puede decirme que haga eso. Dijo que se lo tenía que preguntar a los jefes de arriba.

– No necesito hacer nada de eso. Es decisión mía y Londres me apoyará en lo que decida. Supongo que llevarás el teléfono encima, como es habitual en ti.

– Puede ser.

– Esta vez lo vas a usar aquí. Quiero escuchar lo que le dices a tu americano.

Dudley se agarró al borde del mostrador para mantener sus quisquillosos dedos quietos.

– ¿Qué está esperando que haga?

– Me da igual lo que tardes en alcanzar el resultado mientras sea el que se te pide.

Ella se acercó para asegurarse de que Dudley no podía escaparse y le humedeció la nuca con la respiración.

– Podrías explicarle que estás dañando nuestra reputación. Cualquier cosa que hagas está relacionada con nosotros ahora que sales en los periódicos.

Tuvo la sensación de que le estaba ofreciendo ayuda. Pensó hablar con Walt en sus términos y después llamarle para aclarar aquel sinsentido, pero el panorama era tan degradante que todo su cuerpo retrocedió ante aquello. Seguramente ella también se había retirado o no estaba tan cerca como le sugería su sudoroso cuello, porque la silla no consiguió tirarla al suelo cuando la lanzó hacia atrás y la giró para ponerse frente a ella.

– ¿Qué clase de reputación cree que tenemos? -preguntó.

– Quizá me lo podrías decir tú.

– Sosa. Sin imaginación. No solo usted, sino todos. Si supieseis la mitad de lo que yo soy ninguno se atrevería a hablarme de la forma en que lo hacéis. Deberíais estar orgullosos de que se os relacione conmigo. La gente quizá pueda pensar que sois hasta interesantes.

– Vaya por Dios -dijo Vera con una risa de desdén que arrastró también la de Colette y la de Trevor.

La señora Wimbourne relajó la cara un poco para dejar que Dudley viera las reacciones que había provocado con sus comentarios antes de decir:

– Te voy a dar una última oportunidad. Haz la llamada que te he dicho o da la noticia inmediatamente.

– No voy a hacer ninguna de las dos cosas.

Se acercó al mostrador y levantó la tapa con un impacto parecido al de una claqueta. Si sentía la boca seca y rancia era por culpa de todo aquello de lo que estaba escapando al final. Cuando salió a la luz del día, se dio la vuelta para mirar a Trevor, Vera y Colette en sus cabinas de cristal, figuras que no parecían mucho más animadas que el inmóvil ventilador que tenían detrás, mientras Lionel los vigilaba y la señora Wimbourne permanecía de pie con ellos doblando el periódico como si así pudiera poner todo en orden después de lo de Dudley. Parecía que ninguno de ellos se creía que habían presenciado su dimisión y quizá no lo habían visto todo.

– Gracias por ayudarme a escribir -gritó sonriendo.

17

– No, no, no…

A medida que la voz de Dudley disminuía, Kathy tuvo la impresión de que lo veía encogerse y volverse un niño pequeño otra vez. Después llegó a la esquina de la empinada calle y pasó a su lado. Estaba rechazando sus sugerencias no a ella misma. Quizá con el tiempo se daría cuenta de que algunas tenían sentido, pero no necesitaba añadir más presión a la que ya sentía. Ella esperó hasta verlo subir con determinación por el camino en dirección al trabajo y después, cuando se giró, vio que Brenda Staples había salido a la puerta de la casa de al lado.

A pesar del calor, vestía una bata enguatada rosa a juego con sus zapatillas. Al ponerse el collar alrededor de su arrugado cuello, lo único que traicionó su frágil cara cuidadosamente maquillada y sus rizos tintados de negro fue la venosa mano.

– No sabíamos que Dudley fuese un chico problemático -dijo.

Seguramente también le estaba hablando a su hermana mayor.

– Ni yo tampoco -dijo Kathy con algo de educación-. ¿Por qué dice eso?

– ¿No acabamos de presenciar el final de una riña?

– No tenemos que estar de acuerdo en todo. Quizá Cynthia y usted sí.

– Claro, si a usted no le importa que provoque una escena en público, los demás no debemos quejarnos. ¿Ha estado celebrando algo?

– No que yo sepa. No sé qué tendría que celebrar.

– Bueno. ¿Tiene alguna enfermedad?

Kathy tuvo la sensación desconcertante de que la estaba interrogando sobre la excusa que le había propuesto contarle a su jefa.

– ¿Qué clase de enfermedad?

– La que tuviese antes de que usted saliera a hablar con él. Suponemos que es por eso por lo que lo hizo.

De pronto Kathy temió enterarse de más cosas. ¿Cómo le habría afectado su insistencia a su ya tenso cerebro? ¿Podrían haber pasado las drogas de su juventud a sus genes y permanecer latentes cuando su mente era más vulnerable que nunca? Todo a su alrededor se volvió plano y brillante como una pared recién pintada.

– ¿Qué estaba haciendo? -se escuchó a sí misma preguntar.

– Algo bastante asqueroso -dijo Brenda negando con la cabeza y señalando la parte de atrás del jardín-. Perdóneme si no miro.

Kathy se asomó al césped lleno de hierbajos y vio la prueba. Aunque estuvo a punto de desmayarse, para sus miedos era mejor disimular con una sonrisa de alivio antes de volverse hacia su vecina.

– Eso debe haber sido mucho para usted. Le pido disculpas en su nombre.

Brenda estaba mirando los hierbajos.

– Espero que tenga algo de tiempo para ayudarla en el jardín si va a dejar su afición.

– Me temo que dispone de muy poco.

– No creo que le pueda llamar trabajo a esas historias que nos hemos enterado que escribe.

– Aún no, pero espero que pronto sí pueda. La gente solo está empezando a ver lo que es capaz de hacer.

– Debería esperar que no llegara a nada.

Kathy consiguió contenerse.

– ¡Qué extraordinaria sugerencia! Explíquemela.

– Lo decía por el artículo del periódico.

– ¿Se refiera a lo de que le han echado unos años de más? Así es la prensa. O están sordos o no revisan lo que escriben. Yo estaba presente cuando les dijo su edad.