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– ¿Qué es lo que tiene de interesante? Si lo que quieres es aterrorizar a mujeres, puedo presentarte a muchas. No queremos que la gente lea sobre esto, especialmente si lo ha escrito un hombre.

– El género no se especifica en las normas -señaló Valeria.

– No importa quién lo escribiera siempre que funcione, ¿no es así? -dijo Patricia-. Conmigo funcionó.

– O estás de broma o es que has pasado demasiado tiempo en la universidad. Deberías pasar más tiempo en el mundo real y ver si te sigue gustando esa clase de porno. Piensa si te gustaría que ciertos hombres lo leyeran si alguna vez tienes una hija.

Patricia estuvo a punto de soltar una contestación que habría despertado un recuerdo de sus padres muy bien guardado. Cerró los puños para intentar librarse de aquel picor bochornoso con las yemas de los dedos y le dijo a Shelclass="underline"

– No estoy de broma. Aquí el único payaso eres tú.

– ¿Vincent? -dijo Walt-. ¿Algo que decir?

– Es bastante flojo y lento. Tenía ganas de averiguar qué ocurría.

– Yo esperaba que ella le cortara la carne en pedacitos a él y a dos retoños -dijo Shell-. Pero al final acaba queriéndolo; es como decir que queremos que nos violen.

– Yo veo un final irónico -dijo Patricia-. Puede que Greta esté en estado de choque o que sea una fantasía del asesino y que eso fuese lo que él quería que ella pensase.

– Yo creo que no soy lo bastante inteligente; solo leí lo que estaba escrito.

– ¿Queréis escuchar mi opinión? -preguntó Walt.

– Es tu revista -dijo Shell.

– Bueno, solo soy el que invierte el dinero. Estoy escuchando las opiniones de mis compañeros.

– Dinos tu valoración -dijo Valeria.

– Yo publicaría la historia; os ha tenido a todos hablando sobre ella. Podemos utilizar el boca a boca; atraer a más lectores con un poco de controversia y que después lean cualquier cosa que ofrezcamos. Pero solo se trata de mi voto.

– El mío también lo tiene -dijo Patricia.

– Yo os apoyo -dijo Valeria.

– Ya no podemos hacer nada, Vincent -dijo Shell.

Patricia pensó que se estaba distanciando de Shell cuando dijo:

– No me gustó que utilizara su verdadero nombre; el galardonado éxito de ventas de Dudley Smith.

– Hay algunos errores de aficionado que yo mejoraría -admitió Valeria-. Espero que no le siente demasiado mal ya que se trata de su primera publicación.

– Quizá no sea la primera -dijo Shell-. Si es así, lo descalificaríamos.

– ¿Cómo lo comprobarías tú, Patricia? -preguntó Walt-, ¿Y qué más hay que saber de él?

– No le des más trabajo -dijo Shell en un tono que a un recién llegado le habría sonado a compasión por Patricia-. Ya tiene bastante vida nocturna y más cosas.

– Pensé que a lo mejor te gustaría entrevistarlo, Patricia.

– ¿Hiciste muchas entrevistas en la universidad? -preguntó Shell aparentemente interesada en saberlo.

– Tuvo que realizar algunas durante las clases de periodismo -dijo Valeria-. No es por avergonzarte, Patricia, pero obtuvo varias de sus mejores notas gracias a ellas.

– Haré lo que pueda por la revista.

Mientras ella proponía la historia, su madre se llevaría parte de la responsabilidad editorial. Patricia debía averiguar lo que pudiera sobre el autor. Dibujó un gran signo de exclamación en su bloc y puso una cara sonriente a modo de punto, aunque se dio cuenta de que el palito se quedó colgando sobre él sin ningún apoyo.

– Me gustaría conocer a Dudley Smith -dijo.

4

Dudley estaba seguro de que ella le estaba haciendo mohines a través del cristal de la ventanilla en la que se encontraban.

– Dime cómo debo venderme -dijo ella.

Él bajó la cabeza hacia el formulario que estaba rellenando: la secundaria y el bachiller con nota, y una carrera de Filosofía e Historia bastante regular…

– No, míreme -dijo ella.

Aunque el sol de junio daba poco sobre aquel mostrador en el que había unas seis ventanillas, parecía que el calor llameaba a su alrededor. La miró y contempló una bonita cara pequeña y pálida que su melena pelirroja hacía parecer aún más blanca. La ropa que vestía seguramente le habría costado más de la cuenta por lo diminuta que era, especialmente aquella camiseta sin mangas amarilla que dejaba al descubierto varios centímetros del escote lleno de pecas.

– ¿Qué experiencia tiene? -preguntó él aclarándose la garganta antes de hablar.

– Mucha. Y no de la clase de la que se pueda marcar en una casilla.

Dudley dejó la punta de su bolígrafo sobre una de ellas.

– ¿Algo que nos ayude a encontrarle un trabajo?

– Puede ser. Prométame que no se pondrá colorado.

Sintió como el calor le subía a las mejillas. Había intentado evitarlo en todas las preguntas de la entrevista.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -se escuchó protestar.

– ¿Cómo me vería de bailarina de club nocturno?

El ventilador que había detrás de las ventanillas crujió y giró hacia él, despeinándolo y pegándole la húmeda camisa a la espalda. A través del cristal se le veía el pelo tieso a la vez que le daba el aire del ventilador. Tuvo que cerrar los puños con fuerza para no intentar arreglárselo.

– No quería decir personalmente -dijo ella dedicándole una sonrisa rosa y blanca-, pero le agradecería mucho que me consiguiera el trabajo.

El calor parecía haberle hinchado los labios que tenía fuertemente sellados. ¿Sería todo aquello una broma? Si así era, ¿quién se la estaba gastando? Oía a la señora Wimbourne hablando tan bajo como un sacerdote en un confesionario; a Trevor, con su voz de barítono entonando cada pregunta que hacía; a Vera, que se desesperaba cada vez que su cliente dudaba ante una respuesta y a Colette, mucho más compasiva de lo que Dudley había sido cuando era novato en el puesto. Todos le parecían igual de culpables. Morris seguramente estaba demasiado ocupado con la crisis que había en su casa y Lionel parecía preocupado hablando por el auricular con un tipo del personal de seguridad del centro comercial.

– Supongo que no sería un trabajo a tiempo completo -dijo la chica-. También podría ser modelo; es la misma línea de trabajo.

Dudley se humedeció los labios al abrirlos.

– Disculpe -dijo preparándose para decir la verdad-, no nos ocupamos de esa clase de cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

– Creo que ya lo sabe.

– Sinceramente, no. Su trabajo es encontrarle empleo a la gente, ¿verdad? ¿Por qué dice que no puede ocuparse de esas cosas?

– No lo digo yo, lo dice el Gobierno.

– Usted es quien está hablando conmigo, así que dígame a qué cosas se refería.

– El comercio s… -El cristal brilló a la vez que chistaba y bajaba la voz-. El comercio sexual -musitó.

– Eso es lo que hacen las chicas en la carretera del muelle. ¿Me está llamando prostituta?

A veces aquellas ventanillas le recordaban a las que utilizaban las visitas de los presos y en aquel momento, más que nunca.

– Yo no he dicho eso -protestó.

– A mí me ha parecido que sí. Si yo fuese usted, no me sentiría superior a nadie por su trabajo.

– Disculpe, pero debo rogarle que baje la voz.

– ¿Por qué? -preguntó ella aún más alto-. ¿Para que nadie se entere de lo que me acaba de llamar?

– ¿Algún problema, Dudley?

No necesitó oír la pregunta de la señora Wimbourne para saber que estaba detrás de él. Estaba atrapado entre su reflejo aplastado que la hacía parecer aún más ancha. Además percibió su empalagoso perfume, que no disimulaba muy bien los cigarrillos que se fumaba fuera durante los descansos.

– He venido a buscar un empleo completamente legal -dijo la chica-, y él me está haciendo sentir como una puta.

Dudley comenzó a sentir el calor de nuevo.

– Yo no he dicho esa palabra en ningún momento.