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– Espero que se baje los pantalones si está ahí fuera -se burló Mish Mash, y más cosas.

Mucho antes de terminar de despotricar, el público ya había encontrado varios motivos para irse. Solo una pareja leal seguía bebiendo allí aun cuando ella se dirigió hacia el servicio de señoras, pero cuando terminó de deshacerse de su gran ingesta de cerveza, el único que la esperaba para salir era el camarero. No le iba a pedir que la esperara hasta que llegara al coche; nunca habría estado tan desesperada como para pedirle ayuda a un hombre.

– Será mejor que te pongas un delantal si vas a fregar -le dijo, mientras agachaba la cabeza al meterse bajo la lluvia.

Su coche estaba a unos cientos de metros en el gran paseo del río. Se dirigía hacia él dando tumbos bajo la tormenta que no le dejaba ver nada. ¿Aquello era un hombre que le hacía señales para que fuese hacia él? Lo único que allí se movía eran las ráfagas de lluvia. ¿Eran pisadas de puntillas lo que escuchaba tras ella? Solo era un desagüe roto. Entonces Mish pudo distinguir algo y

Kathy estaba extasiada visualizando cómo la mujer empapada avanzaba dando un traspié tras otro, tan indefensa como cualquier víctima que no es consciente de que está viviendo una historia de terror. Podía haber estado a medio camino de su coche cuando escuchó un susurro cerca, tan débil y helado que al principio creyó que le hablaba la lluvia. «Mish, pareces una víctima», decía, al menos hasta que Kathy borró la línea. «¿Cuál es tu misión, Mish?» le pareció mejor escribir.

La comediante miró a su alrededor y anduvo en círculo como si fingiera estar haciendo payasadas ante su público. Lo único que podía ver era la lluvia que le llenaba los ojos. Parpadeaba y se la quitaba con la mano hasta que fue capaz de distinguir la forma de su coche. A medida que avanzaba, el susurro era más cercano.

– Eres mi víctima, Mish.

Ella miró hacia atrás por encima del hombro, pero la lluvia parecía haberse aclarado en todas partes menos donde ella estaba. ¿Estaría escondido detrás del coche quien le hablaba? Peor: parecía estar más cerca aún.

– ¿Crees que eres un pez, Mish? ¿Vas a darte un chapuzón?

De repente, apareció una figura de detrás del borde del paseo, como si hubiese estado esperando allí bajo la lluvia y hubiese ido tras Mish.

– ¡Toma esto, Mish! -gritó.

Lo único que Kathy fue capaz de inventar, resultando nada útil para él, fue que el hombre arrojó un líquido a la cara de la mujer.

No era ácido, ni siquiera ningún compuesto químico; demasiado improbable, a pesar de la tentación. Solo era un cubo de agua de lluvia. Sin embargo, aquello la privó de visión y casi le hizo perder el equilibrio, así que solo hizo falta un leve empujón para tirarla a la rampa desde donde el señor Matagrama le había tendido la emboscada. Antes de que pudiera recuperar el control, el paseo se elevaba por encima de ella y se vio metida en el río hasta la cintura. Intentó subir a duras penas por el inclinado y resbaladizo borde, pero entonces él le pisó la cabeza.

El impacto, o la impresión, hizo que Mish perdiera el equilibrio y se deslizara bajo el agua hasta que una ola rompió en su barbilla y la boca se le llenó de agua. A continuación él volvió a poner el pie sobre su cabeza y la empujó hacia abajo. Mientras él le pisaba los brazos para asegurarse de que la mantenía abajo, empezó a cantar y, finalmente, cuando sus manos dejaron de parecer dos pálidos cangrejos, a bailar. «Splish, splash, me voy a bañar», cantaba hasta que Kathy decidió que debería cantar: «Mish Mash». Quizá aquello sería lo último que ella escuchara o, quizá mejor, pensaría que las olas sabían su nombre.

Cuando Kathy estuvo segura de que aquel tenía que ser el final, levantó la cabeza. La luz del sol le había estado dando en la frente durante horas y aquello había sido como una inspiración. Mientras dejaba allí la colaboración, creyó que mientras había estado escribiendo había sido capaz no solo de entrar en la mente de Dudley, sino en la del señor Matagrama. ¿Se engañaba a sí misma? ¿Su contribución sería de ayuda para ambos?

Miró la pantalla hasta que se dio cuenta de que no lo sabía. Había llevado los dedos a las teclas de eliminar y deshacer varias veces. No debía opinar así por el bien de Dudley. Cuando fue consciente de que había caído la tarde, guardó la historia y la imprimió antes de apagar el ordenador. Escondió el manuscrito debajo de su almohada y bajó corriendo a la cocina. No tenía hambre a pesar de que se le había olvidado almorzar, pero Dudley tenía que cenar. Sospechó que no podría comer mucho hasta que se enterara de lo que Dudley pensaba de su ayuda.

18

Dudley no estaba seguro de cuánto tiempo había permanecido observando la oficina de empleo desde el banco metálico. El implacable sol de la montaña en el cielo azul sobre los ásperos bordes de cemento de los tejados parecía intentar concentrar toda su luz sobre su cráneo, haciendo que sus pocos pensamientos se le resecaran en el cerebro. ¿Cómo le iba a ayudar espiar la oficina a escribir? Aunque tenía muchas ideas, no pasaban de ser meros deseos, demasiado coartados por la furia como para que terminaran siendo una historia. Quizá la inspiración estaba allí mismo, pero ¿cómo podría reconocerla en medio de toda aquella gente y seguirla hasta donde pudiera utilizarla? Mientras miraba a su alrededor buscándola, se dio cuenta de que lo observaban.

Un guardia de seguridad lo observaba desde la puerta de una tienda a menos de cien metros y también había otro que no le quitaba ojo desde la entrada de Woolworth, aún desde más cerca. Al devolverles la mirada, pudo vislumbrar algo de recelo por lo que se dio cuenta fácilmente de que estaban hablando por sus micrófonos. ¿Lo tomaban por un criminal? Eran los guardias que no habían hecho nada cuando el asalto de aquel hermano de la mujer que le había hecho la vida bastante difícil. Quizá estaban avisando a Lionel porque este salió de la oficina de empleo para echar un vistazo a la multitud. Antes de que Dudley pudiera pensar en si reaccionar o no, empezó a sonar el teléfono.

Aquello le dio la excusa perfecta para agacharse y pasar desapercibido para Lionel. Cuando contestó: «Sí», sonó apenas un silbido.

– Oye, parece que estás liado en la oficina, aunque el mensaje que acabamos de leer parecía urgente.

– Lo era. Y ahora, aún más.

Para culpar a Walt y a la vez entretenerlo, continuó:

– Ya no estoy en la oficina. Solo me voy a dedicar a escribir.

Aquello no fue lo suficientemente acusador así que dijo de repente:

– El periódico dice que os habéis dado por vencidos.

– No me gusta la forma en que he quedado.

– Ahí dice que harás cualquier cosa para complacer a la estúpida familia de la chica que lleva muerta años porque también era demasiado estúpida y que no estarán satisfechos hasta que impidas que se haga la película.

– Eso no va a ocurrir, te doy mi palabra de honor.

– Entonces, ¿qué vas a hacer?

– Nos gustaría que le echaras un vistazo al guión. ¿Te lo podemos enviar por correo electrónico?

– Será mejor que sí.

– Sería genial que pudiéramos incorporar en el guión la historia que estás escribiendo ahora. ¿Podrás hacerlo?

– Ya veremos.

La mirada de Dudley siguió a una joven madre que empujaba un cochecito de bebé hasta que la pared de Woolworth la ocultó. De pronto se dio cuenta de que tenía que ponerse a escribir de inmediato su siguiente historia.