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– Me aseguraré de que reciba todo lo necesario.

Aunque no le hizo ninguna gracia decir aquello, era mucho más importante decir:

– ¿Me da su dirección, por favor? Parece ser que no está registrada en el sistema.

– Desford Road -dijo, más el número y el código postal.

Muerte en Desford Road

Aunque no dijo aquello, su sonrisa dificultó la pronunciación de su siguiente frase:

– Muchas gracias por su ayuda.

Quizá ella malinterpretó su comentario como sarcástico. Le colgó sin decir nada más. Él cerró los doloridos ojos y levantó la sonrisa al cielo abierto y después se dirigió hacia el pequeño callejón que terminaba enfrente del edificio del bingo. A medida que se apresuraba a pasar por allí y por los baños en dirección a la estación, se preguntaba si alguna vez volvería a verlos. Tenía la sensación de dejar algún asunto pendiente: ¿por qué no habría copiado las direcciones de los clientes que le habían dado problemas? Solo había seguido una única dirección desde el trabajo, por lo que se pasó de la vieja casa y fue entonces cuando vio dos coches abollados en el camino. Ahora ya no tenía que sentirse frustrado una vez conseguida la dirección de Julia Moore. Estaba seguro de que habría puesto a Eamonn en contra de él, pero nadie podría establecer ninguna conexión. No se había dado cuenta de lo amplia que era su sonrisa hasta que sobresaltó a uno de los empleados de la oficina de billetes de tren.

El ascensor se abrió en el andén a la vez que lo hicieron las puertas del tren. En menos de diez minutos, Dudley estaba en la Central de Liverpool. Mientras subía por una escalera mecánica y después bajaba por otra hacia la línea Norte, reflexionaba sobre su título. Muerte en Desford Road se dejaba mucho atrás; al igual que Asesinada en Aigburth. Le llamaba la atención el de Matanza en los suburbios, pero quizá no debería establecer un título hasta que tuviera el material. Aunque aún no estaba acostumbrado al proceso de búsqueda de un tema antes de poder escribirlo en vez de escribir para fijar sus recuerdos y así mejorar cualquier elemento insatisfactorio, podía hacer que aquel método funcionara. Después de todo, era un profesional.

Lo único que parecía estar bien era que un tren iba trazando la línea del andén al pie de la escalera. Estaba solo en el vagón y también en la estación de Aigburth, donde subió algunos pasos hasta la oficina de billetes. Se puso de espaldas a la ventanilla donde había un empleado mientras asentía con la cabeza ante el cartel que prohibía el comportamiento antisocial en las vías del tren. De hecho, estaba de acuerdo con aquello. Había demasiada gente que no sabía comportarse en público en aquellos días.

Fuera de la estación los coches aparcados lo saludaban con la ausencia de sus conductores. Más allá del aparcamiento tampoco había nadie que lo observara. A su izquierda, al otro lado de un puente, que una señal describía como en mal estado, unos gritos y golpes secos hacían eco en un campo de fútbol. A su derecha, dos pares de casas llenas de guijarros conducían a una calle sin salida: Desford Road.

Los Moore vivían a mitad de camino en el lado que estaba de espaldas a la vía del tren, a la izquierda de las dos casas que compartían fachada y que parecía una playa pedregosa de color rosa palo. Dudley pasó de largo por dos casas más antes de darse la vuelta. En la carretera, al lado del porche de cristal, había un solitario coche y espacio para otro más. Sobre el grueso y bajo muro del jardín de baldosas color plata pudo ver una habitación llena de espejos a través de la única ventana que había en la planta baja de la casa. Oía a niños que jugaban en algún sitio detrás de las casas, un detalle que le sugirió lo inocente que le podría parecer a cualquiera que le observara. Cruzaba la calle absolutamente convencido de que los acontecimientos de los próximos minutos estarían a su favor cuando, entonces, vio algo de actividad reflejada de un espejo a otro. Antes de poder reaccionar, una mujer abrió la puerta y salió al porche.

– ¿Busca a alguien? -preguntó.

Era más baja y ancha de lo que había sonado por teléfono. No sabía decir cuál de los dos tonos, el de su piel o el color castaño rojizo de su pelo, había variado para estar tan parejos, especialmente cuando la camiseta y los pantalones cortos de color rojo aún confundían más el tema. Llevaba en la mano un vaso largo repleto de agua o limonada con gas. Recordó que no podía decir su nombre en voz alta ni hablar nada hasta estar lo suficientemente cerca como para que ella no elevara la voz.

– ¿Está Eamonn en casa? -se divirtió preguntando mientras abría la cancela de madera sin pintar.

– Me temo que no.

Miró a Dudley igual que si hubiera saludado a un niño que no era bienvenido.

– ¿Le conozco? -preguntó.

– Eso es cosa de él, ¿no? Soy un viejo amigo.

– Tan viejo que habéis perdido el contacto, ¿no?

– Puede que sí, durante un tiempo. ¿Por qué?

– Si hubiese sido de otra manera, habría sabido que está en el trabajo. ¿No debería estarlo usted también?

– Lo estoy -dijo Dudley-. Mezclando negocios y placer -se deleitó al añadir.

En aquel momento ya tenía un pie puesto en el porche y podía oír el burbujeo de su bebida. Cualquiera que hubiese estado observando la conversación podría haber visto a una figura con traje gris, un visitante sin descripción, como si fuese invisible.

– ¿Qué negocio? -preguntó.

– Investigación.

– No hay nada que investigar aquí, me temo. Nunca respondo ningún cuestionario.

– No esa clase de investigación, usted no tendrá que hacer nada.

Aquello no era del todo cierto y, durante un momento de distracción, pensó que su mirada había identificado la falacia hasta que respondió:

– Es usted, ¿verdad? Es quien creía que era.

No importaba lo que ella pensara, porque a ella tampoco le importaba y pronto importaría aún menos.

– ¿Quién es ese? -dijo él de todas formas.

Sonrió cuando ella miró hacia el recibidor color beis, gesto que implicaba que había creído que se refería a alguien que hubiese aparecido detrás de ella.

– El escritor -dijo de nuevo frente a él-. Volviste a ponerte en contacto con él la semana pasada y ahora sales en los periódicos. Dudley Smith, ¿no es así?

– Así es.

Al sostenerle la mirada, Dudley se dio aún más cuenta del escalón que había en la puerta y sobre el que sus tobillos no tenían demasiada resistencia. Un buen empujón y caería redonda sobre la alfombra color champiñón mientras él cerraba la puerta de golpe tras ellos, pero tenía que preguntar:

– ¿Qué le contó Eamonn sobre mí?

– No tengo tiempo de ponerme a contárselo -dijo la esposa de Eamonn-. Pregúntele a la chica que envió a entrevistarlo. Ya le contó a ella todo lo que tenía que contar.

– Yo no la envié -objetó Dudley.

– Entonces fue su gente, ¿no? Los que van a publicar su historia y están invirtiendo dinero en la película -dijo, a la vez que fruncía el ceño-. Espero que no esté investigando esas cosas por aquí. No quiero que mis hijas crean que ocurren esa clase de cosas donde vivimos.

El sonido de los niños estaba aún más distante. El coche de al lado del porche emitió un sonido metálico parecido al golpe final de un péndulo.

– Pueden ocurrir en cualquier parte -dijo.

– En mi calle, no. Ni en cualquier sitio que esté cerca de aquí si no quiere tener problemas con mucha gente que sabe cómo hacerse escuchar. Ahora, me temo que debe disculparme -dijo y se giró para entrar en la casa.

Aún podía escuchar el burbujeo de la bebida; un sonido crispado como la promesa de un cristal que está a punto de romperse. Esperaba que el borde y algunos fragmentos adicionales le abrieran la garganta de un corte cuando se cayera sobre el cristal. Había perdido la cuenta del número de gargantas que había visto cortar o destrozar en las películas, pero estaba seguro de que el hecho real podría ser diferente y merecedor de ser presenciado.