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– ¿Puedo dejarle a Eamonn un mensaje? -dijo avanzando hacia el porche.

– Supongo que sí -le dijo-. ¿De qué se trata?

Estaba a punto de ser ella y era una pena que no se diese cuenta.

– ¿Tiene algo para que pueda escribírselo? -preguntó.

– ¿No tiene usted nada? Pensé que era un escritor.

Se le dio bien combinar impaciencia y renuencia a la vez, mientras se dirigía hacia una mesa de patas arqueadas que había al lado de las escaleras gruesamente acolchadas y sacó un bloc de notas de al lado de un teléfono que imitaba a los antiguos.

– ¿La cierro? -dijo Dudley a la vez que cerraba la puerta tras él.

Tras el ruido sordo de la puerta ella empezó a moverse, pero ya era demasiado tarde para cualquier cosa que hiciera. Aún llevaba el bloc de notas en la mano. Mientras Dudley se acercaba a ella, observaba su decisivo progreso en un espejo que tenía a mano derecha y, lo que era más importante, que no había nadie en la calle que se percatara de él. En cuestión de segundos ya estaba fuera del alcance de cualquier espejo y a la distancia de un brazo de la mujer de Eamonn.

– Aquí tiene su material de escritura -dijo, al parecer queriendo que sonara a chiste.

De hecho, lo era. Dudley estaba cautivado por los pensamientos y el hecho de darse cuenta de que estaba representando el papel del personaje que Vincent le había pedido que creara para él. No se sentía inclinado por evitar el atrevimiento que aquello implicaba ya que el personaje le había ayudado a llegar hasta la casa de Eamonn. Lo único que tenía que hacer era deslizarse hacia ella como si quisiera apoyar el bloc sobre la mesa y entonces ya estaría a su espalda. Sintió una exquisita presión en el estómago y una deliciosa sequedad en la boca. Tendió la mano izquierda y dio unos pasos hacia la escalera para que ella pusiera el vaso sobre la mesa para ofrecerle un lápiz.

Casi le quitó el vaso de las manos para lanzárselo, pero justo a tiempo se acordó de que no podía tocar nada con los dedos. Hizo el ademán para cogerlo con el bloc en la mano y sostuvo el vaso a través del papel.

– Aquí tiene -dijo a la vez que se sentía como si le ofreciese un brindis final por ella.

Al aceptar el vaso, se extendió un parpadeo por su pequeña y rechoncha cara, haciendo que su nariz y su boca se retorcieran a la vez con desagrado. Se había dado cuenta de cómo había evitado dejar sus huellas en el cristal, lo que hacía que su destino fuese aún más inevitable. En menos de lo que tardó en respirar, ya estaba sobre ella y había dejado caer el bloc de notas sobre la mesa. Ella giró la cabeza hacia el sonido y la mano izquierda de él se puso fuera de su vista para agarrarla por la nuca. Aún no la había agarrado cuando la puerta del recibidor se abrió de par en par, como una trampa, dejando pasar el sonido de los juegos de los niños en el jardín y la figura de una mujer, al menos tan rechoncha como la mujer de Eamonn con un vestido que le recordaba el dibujo de un parterre.

– Julia, quieres que yo… -dijo antes de bajar la voz-. Oh, no me había dado cuenta de que tenías compañía.

– En un minuto estaré sola. No te vayas, Sue. El señor Swift estaba a punto de marcharse.

– No es cosa mía -dijo la mujer con la sonrisa lista para guardar el secreto-. ¿Qué estabas haciendo?

– Buscando algunas herramientas para el negocio del señor Swift.

– No digo tú, sino tu amigo. Parecía dispuesto a darte un masaje, si queréis que me vaya para continuar…

– De ninguna manera -dijo la esposa de Eamonn girándose para mirar a Dudley de frente-. ¿De qué está hablando?

Primero pensó en cometer un acto doble, pero la recién llegada no traía nada de cristal y, ¿qué tendría que hacer con los niños? Ocuparse de ellos le llevaría más tiempo del que era seguro, especialmente porque se había quedado sin ideas. La situación había llegado a un punto tan frustrante que apenas era capaz de fabricar o pronunciar una respuesta.

– Solo buscaba el lápiz -murmuró.

– ¿Así es como lo llamas? -dijo la mujer floreada, como si una versión de la inocencia le agrandara los ojos-. Yo diría que iba tras de ti, Julia.

– ¿Más investigaciones suyas, señor Swift? Intentaba averiguar si una mujer podría descubrir a alguien como usted merodeando a sus espaldas. Bueno, yo sí lo hice.

– ¡Cielos! ¿Por qué habría de estar yo interesado en eso?

– Al señor Swift le gusta considerarse un narrador de historias. Aunque no de las que nos gustan; historias desagradables según lo que cuenta Eamonn.

– ¿Hemos oído hablar de ti, señor Swift? ¿Tiene algo publicado?

– No es Swift, es Smith. Smith. Smith. Smith. Smith.

Cada vez que lo repetía, lo enfatizaba aún más agitando los puños, alejándose de las dos mujeres y de la risa de los niños.

– Dudley Smith -gritó aún más fuerte-. Hay gente que no quiere que se me conozca, pero lo soy.

– Realmente tiene carácter, ¿verdad Julia? Esperemos que lo acompañe con talento.

– No tengo ninguna intención de averiguarlo. ¿Al final no va a escribir nada?

A pesar de la pregunta, Dudley se sentía más inclinado a continuar con su retirada, pero ¿y si ella le contara a Eamonn el truco para colarse dentro de la casa? Su vida ya era bastante complicada. Se dirigió hacia la mesa y garabateó: «Siento haberte perdido, estaremos en contacto». Estaba firmando la nota cuando la mujer de Eamonn se agachó para leerla.

– No merecía la pena gastar un papel, ¿no? -preguntó-. Ni siquiera son frases completas.

Jamás se daría cuenta de cómo la presencia de su amiga la estaba protegiendo.

– Deberías guardarlo -dijo-. Quizá algún día le puedas sacar mucho dinero.

Las mujeres se taparon la boca como si quisieran esconder su risa en un acto de civismo. Aquello también era una práctica de ventrilocuismo, porque las niñas escondidas de pronto estallaron en risas.

– Pensé que… -dijo Dudley provocado antes de poder controlarse-. ¿No deberían esas niñas estar en el colegio?

– Solo por la mañana -le dijo Sue-. Aún son muy pequeñas para estar todo el día.

La mujer de Eamonn seguía mirándolo con severidad a la vez que hablaba.

– ¿Fue usted quien me llamó esta mañana?

– ¿Yo? -dijo Dudley demasiado tarde, en vez de decir simplemente que no.

Su mirada no cesaba.

– Fingió ser un vendedor.

– ¿Por qué iba yo a hacer eso?

– Eso mismo me pregunto yo. ¿Lo hizo? ¿Por qué?

El espacio que hubo entre las preguntas fue tan pequeño que ni siquiera se molestó en disimular.

– Veamos si usted es capaz de averiguarlo por sí misma -dijo.

– Investigación.

Por si aquella palabra era insuficiente para contentarlo, añadió:

– Estaba representando el papel de un criminal, por eso sostenía así el vaso. Creo que Eamonn tiene razón, de verdad tiene que estar enfermo.

Con mucho esfuerzo, Dudley consiguió restringir su respuesta a algunas palabras y una sonrisa que le escocían casi tanto como los ojos.

– Apuesto a que piensa que lo estoy, pero si es así como viven los que no lo están, me alegro de estarlo.

– Bueno, yo no voy a leer ninguno de sus libros -escuchó que Sue prometía mientras cerraba la puerta tras él.

Salir a la luz del sol fue como escaparse por suerte. ¿Y si Eamonn hubiera relacionado de alguna forma el destino de su mujer con Dudley; con la forma en que ella le habría hecho avergonzarse de aquella amistad? Dudley tenía que encontrar alguna manera para que nunca sospecharan de él y le atribuyeran algún motivo para utilizarla para su investigación, y pronto.

El problema estaba en que no podía esperar a que ella se presentara por sí sola. Se apresuró hacia la estación, ya sin preocuparse por esconder su cara del empleado de la taquilla. Mientras avanzaba por el desierto andén, escuchó unas risas infantiles por encima del otro lado de la zanja, por lo que tuvo que repetirse a sí mismo que ni los niños, ni el cielo, ni ningún dios podría estar mofándose de él. Finalmente llegó el tren, descuidando las puertas delante de él. En cuanto subió a bordo, su teléfono comenzó a sonar.