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– De acuerdo -dijo, sin que pareciera una mala contestación-. Dejaré que te sirvas tú mismo para variar.

Observó cómo se llenó el plato de arroz y cómo se sirvió grandes cucharadas de las distintas fiambreras, separándolo todo con cuidado en los compartimentos. Se sintió bastante bien al ver que iba a comer bastante. Después de que probara las gambas, ella le preguntó:

– ¿Qué tal están?

– Igual que la última vez.

– Entonces no están mal, ¿no?

Cuando estaba a punto de negar con su preocupada cabeza, ella probó algunas.

– Yo diría que están bien. ¿Y cómo está todo lo demás? -preguntó sin tener otra opción.

– Puedo arreglarlo.

– Eso es lo principal, ¿no? Me alegro.

– Así que te alegras…

– Sí, de verdad. Creo que lo que sea que tengas que hacer, estará bien.

– Te lo volveré a recordar en el futuro -dijo Dudley sin estar muy seguro de ella.

– Hazlo siempre que lo necesites. No se trata de mí, sino de ti.

– No había pensado lo contrario.

Ella habría apreciado cualquier elogio que se molestara en hacerle, pero seguramente estaba demasiado preocupado por su trabajo.

– Encontrarás tiempo para hacer eso que estás planeando, ¿verdad? -dijo.

Se le dibujaron unas líneas como alambres marcados en la frente y aquello la hizo estremecer.

– ¿Quién te ha dicho eso?-preguntó soltando a la vez el cuchillo y el tenedor sobre el plato y provocando un golpe estridente-. ¿Con quién has hablado?

– Solo contigo, Dudley. No dejes de comer.

– Fue alguien del trabajo, ¿no es así? ¿Llamó alguno de ellos?

– ¿Por qué habrían de…? -comenzó a preguntar Kathy aunque después vio que no necesariamente se refería a los de la oficina de, empleo-. No habrán vuelto a quitarte de la publicación, ¿verdad? No se atreverían.

– Así es; no se atreverían. Mejor que no se atrevan.

– No te lo habré hecho yo más difícil -dijo.

Y al ver que solo la miró, tuvo que preguntar:

– ¿Verdad?

– Lo harás si sigues con el mismo tema. Estoy intentando pensar lo único que he hecho ha sido leer la maldita cosa.

– ¿Tan mal está?

– Probablemente no está tan mal. Aún no puedo decirlo; no sé cuánto de mí hay en la historia.

– Tanto como quieras. Te prometo que no me enfadaré.

– ¿Y por qué ibas a enfadarte?

Sus ojos se estrecharon como para no dejar pasar lo que sentía.

– ¿Qué tiene eso que ver contigo?

– Pensé que tendría que ver un poco, aunque no más de lo que tú consideres que lo merezca.

– Mira, ya tengo bastante con Vincent como para meterte a ti. Se supone que es nuestro guión, suyo y mío.

Por primera vez en todo el día, Kathy sintió que le había beneficiado equivocarse en su suposición.

– ¿Estás hablando de la película?

– Me ha enviado por correo electrónico lo que él ha escrito y acabo de leerlo. Dice que puede que lo cambie una vez que tengamos el reparto.

– ¿Tienen permiso para cambiar cosas? Son tus personajes a fin de cuentas.

– Ahora mismo no son míos. El señor Matagrama sí que lo es, no cabe duda.

Dudley parecía tan impaciente con ella como con la situación.

– Quiere que participe en las sesiones de audición -dijo-. No van a contratar a nadie que no me convenza.

Kathy abrió la boca y pensó en guardar silencio llenándose la boca con el tenedor, pero no era capaz de fingir apetito hasta que supiera:

– ¿Qué pasa con la historia que estabas intentando escribir esta mañana?

– La he dejado.

A pesar del riesgo de agravar su impaciencia, dijo:

– ¿Qué va a ser de ella, entonces?

– Nada. No sirve ni para publicarla ni para rodarla. Solo es un estorbo. Ya he pensado cómo escribir lo que tengo que escribir.

Kathy vio que todas las emociones que había sentido desde que salió de su habitación solo la habían dejado exhausta y le habían hecho perder el tiempo.

– ¿Puedo preguntar cómo? -dijo.

– Siendo un escritor. Pensé que creías que lo era.

– Sabes que lo creo y tú sabes que lo eres.

Después de haberse vaciado de los sentimientos acumulados tuvo espacio para el apetito, pero mientras levantaba el tenedor dijo:

– Entonces van a hacer la película; qué emocionante, ¿no?

– No tanto como otras cosas.

– ¿Quién nos iba a decir que conocerías a estrellas famosas? Y que ellas conocerían a otra estrella también -añadió rápidamente-. Si tienes que ir en día laboral, siempre podré llamar a la oficina para decir que estás enfermo.

– No tendrás que hacerlo. La señora Wimbourne me ha dado un tiempo. Le he dicho lo que es más importante para mí.

– Eso es aún mejor. No necesitamos que la gente crea que no tienes buena salud si no es así.

Muy en el fondo de su corazón sintió que aquella mañana podría haber deseado su enfermedad como verdadera excusa. Al menos ahora lo estaba arreglando y se sintió bien por haber recuperado el apetito por solidaridad con él. Se preguntaba si la razón de todo aquello era que había conocido a alguna chica que le importara, pero no quería arriesgarse a que se enfadara si se lo preguntaba. Tenía que dejar que fuese él quien se lo contara a su debido tiempo, a pesar de lo frustrante que pudiera ser. De hecho, ya lo era.

– Entonces ahora somos dos de las personas más sanas que conozco -declaró.

Y mediante un bocado de sabrosa comida, dejó de decir nada más.

20

Dudley se repetía a sí mismo que no tenía ningún sentido planear nada. Lo único que conseguía era sentir la cabeza vacía de ideas. Las cosas se abrirían camino como siempre y lo único que tenía que hacer era sentarse a esperar. Una vez que conociese al hombre que haría de él en la película, podría pensar en el diálogo que le serviría al personaje. Tenía que dejar que el trabajar con Vincent aliviara un poco la presión que sentía. Si a Vincent se le ocurría algún truco lo suficientemente inteligente para que el señor Matagrama lo llevase a cabo, a Dudley no debía molestarle el simple hecho de que no fuese suyo. Sin embargo, la espera lo frustraba tanto que no podía dejar de recorrer el andén de la estación de arriba abajo con la esperanza de que le llegara la inspiración, mientras soportaba que la luz del sol utilizara su cabeza como receptáculo vacío. El tren de Kirby Oeste partió hacia Birkenhead Norte y él seguía sin ideas.

Estaba lleno de pensionistas que viajaban con sus abonos. Con la espalda apoyada en el motor, tuvo la impresión de que desfilaba ante él un pedazo de mundo para que él le diese su aprobación. Se imaginó a sí mismo empujando a alguien a las vías justo delante del tren, pero ¿a quién? Buscó con la mirada entre las caras pálidas y rechonchas, algunas de ellas incluso parecían no tener ya un sexo definido (tuvo que mirar dos veces para asegurarse de que una de las figuras calvas era una mujer). Entonces su atención se centró en el fondo del vagón, como si los lados del tren la hubiesen fijado en aquel punto. Desde el último asiento del vagón, lo observaba Patricia Martingala.

Cuando sus miradas se encontraron, Patricia cambió la expresión que tenía por una sonrisa. El tren estaba aminorando como anticipación de su llegada a Birkenhead Park. Cuando la pareja que se tambaleaba en medio del vagón pudo poner los pies en el suelo, Patricia le señaló los asientos vacíos. Recorrer el tren para unirse a ella pareció una de aquellas escenas de las películas que le gustaban a su madre y en las que los personajes corrían a abrazarse. Sin embargo, él sonrió. Recuperó el control de su boca, se sentó frente a ella y objetó:

– No sabía que vivieses por aquí.

– Quizá podamos compartir algunos secretos si me dejas escribir sobre los tuyos.

Una vez que conociese su secreto, no podría escribir sobre él. Sintió algo de nostalgia ante la posibilidad de que no podría leer en ningún sitio la apreciación que habría hecho de él. Guardó silencio mientras el tren se aproximaba a Conway Park, donde la señora Wimbourne ya no podría rebajarlo más a su nivel. Patricia se acercó a la luz y preguntó: