– ¿Tienes ya algo de la historia?
Intentó no sonreír al darse cuenta de que tenía enfrente la respuesta a aquella pregunta.
– Estoy trabajando -dijo.
– ¿Hay alguna posibilidad de que esté para mañana o antes? Si no tenemos nada para mañana, habrá que dejarla para el siguiente ejemplar.
– Este es el siguiente ejemplar.
– El siguiente a este, quiero decir. Quizá mientras más tiempo mantengamos a la gente esperando, más interesados estarán en tu trabajo.
La luz retrocedió tras ella a medida que el túnel se cernía sobre él. Volvía a sentir cómo su mente chirriaba y soltó la pregunta con mucha severidad:
– ¿Y tú has terminado de escribir sobre mí?
– Casi.
– ¿Cuándo lo podré ver?
Una copia de su artículo podría probar que él sería la última persona que podría haber querido hacerle daño, así que se quedó mirándola hasta que ella dijo:
– Me quedan algunas cosas por terminar y cuando lo tenga quizá puedas echarle un vistazo.
El rugido del túnel a través de la ventana abierta la hizo callar. Lo miró solo alguna que otra vez a medida que el tren aumentaba la velocidad hacia Hamilton Square bajo el río de Liverpool. A él no le importaba la forma tan cercana de observarlo; lo único que ella podía ver era un escritor famoso. Abandonó el tren delante de él en James Street y entró también delante en el monótono ascensor, que no era más que una caja metálica gris tan apretada que ella casi estaba sobre él. Los subió hasta un pasillo demasiado corto como para ser útil, fuera del alcance de la vista del revisor, pero no lo bastante de las escaleras mecánicas ni del andén. Había un segundo ascensor varias veces mayor que el primero, pero que aún estaba más cerca del personal. En cualquier caso, la estación sería volver a repetirse.
Al final de James Street había tres carriles de tráfico a cada uno de los lados de la carretera del muelle. Se le ocurrió que si fuese de la mano de una chica, podría arrojarla a un coche o mejor, a un camión, pero aquello debería pasar bien entrada la noche, con poca visibilidad y antes ella tendría que sentirse algo más que relajada con él.
El muelle Albert no servía: coches, turistas, compradores, patrullas de vigilancia…; pero más allá de las puertas de cristal, de las que Patricia tenía la combinación, el pasillo de piedra y las escaleras con paredes iluminadas por ladrillos blancos, la cosa prometía. ¿Y si algún desconocido la seguía? Entonces se percató de la zona muerta de las cámaras de seguridad en una esquina y no pudo refrenar la sonrisa mientras la seguía hasta la oficina de La Voz del Mersey.
Seis hombres de su misma edad estaban sentados en unos sofás de piel gruesa en la zona de recepción, entre una mesa lo suficientemente baja como para arrodillarse en ella y una pared de ladrillo llena de borrosas vistas sobre el Mersey de Tom Burke. Si aquellos eran los actores, ninguno de ellos se parecía a Dudley. Intentaba decidir si aquello era bueno cuando la chica del mostrador, bronceada por medios artificiales, le dedicó una amplia sonrisa. Patricia lo condujo a través de la solitaria puerta a mano derecha de uno de los pasillos interiores hasta una gran sala ocupada por Vincent. Había una ristra de sillas de la sala de conferencias apiñadas en el lado de la habitación que daba al río y tres contra la pared del fondo.
– ¿Has visto a los candidatos? -preguntó Vincent no demasiado bajo-. ¿Alguna primera impresión?
– No se parecen al señor Matagrama. No se parecen a nadie.
– Se supone que él es alguien que siempre pasa desapercibido.
– Pensé que serían estrellas. Nunca había visto a ninguno de ellos antes. ¿En qué han actuado?
– Algunos de ellos en obras de teatro más que en películas. Otros en anuncios o en telenovelas locales. Todos son buenos y eso es lo principal.
Al ver que Dudley encajó aquello con la mirada en blanco, Vincent agitó la cabeza con tanta vigorosidad que su redonda cara tembló y casi se le cayeron las gafas.
– Tendríamos que destinar todo nuestro presupuesto y algo más para las estrellas -dijo-. Esto es el Mersey, no Hollywood.
– Creía que Walt solo trabajaba con los mejores.
– Todos somos prueba de ello, ¿no? -intervino Patricia-. Míralo de esta forma: si eligieses a alguien con una cara conocida, la gente pensaría que no se trata de tu personaje.
Dudley reconoció aquello con rencor después de que le hubieran metido en el mismo saco con Vincent y Patricia.
– Pongámonos a elegir -le dijo a Vincent.
– Empecemos -dijo Patricia.
Le molestaba que ella intentase involucrarse al aparecer el primer actor. No veía por qué tenía que sentarse entre él y Vincent. Podría haberlo dicho, pero se concentró en el candidato.
– Bob Nolan -dijo el actor de cara huesuda y afilada.
– Cuando estés listo -dijo Vincent.
– No me conocen, pero lo harán. Soy escritor. Las historias de asesinatos son mi sustento. ¿Quieren oír algo divertido? Todas son reales. ¿Que cómo lo sé? Porque yo los cometí…
Su voz era demasiado aguda y su cara demasiado impaciente por agradar. Parecía estar a punto de sonreír, pero de la peor forma, no como el depredador enseña sus dientes ante la presa muerta. Cuando el actor terminó con su apertura de voz en off, Dudley estaba ya casi seguro de que había querido darle un enfoque divertido al personaje. Apenas pudo esperar a que Nolan se fuera para volverse a Vincent:
– ¿Te parece divertido? -preguntó.
– ¿Acaso al señor Matagrama no?
– Yo diría que ocurrente.
– Inténtalo tú, si quieres.
Dudley se esforzó por pensar en la forma mientras observaba la procesión de hombres que querían ser él. Uno de ellos tenía una voz demasiado retumbante como para ser discreta o, ¿al ser tan llamativo podría ser que nadie sospechara de él? Otro se agachaba como si no se diese cuenta de que ya era lo bastante pequeño para pasar desapercibido, pero era tan poca cosa que Dudley se sintió insultado. El siguiente actor miraba al público de reojo mientras decía su discurso como si le diese vergüenza admitir que era el señor Matagrama. Sin embargo, el cuarto actor entró en la sala sin contener del todo su aire de fanfarronería.
– Colin Holmes -anunció.
Dudley consiguió que Vincent no hablara.
– Tómese tu tiempo.
A medida que el actor caminaba hacia delante, parecía crecer más en altura de lo que parecía. Se detuvo en mitad de la sala y le sostuvo la mirada a Patricia.
– No me conoce, pero lo hará…
Su original y severa voz se había vuelto suave y penetrante. Si él o el señor Matagrama estaban disimulando algo de humor, no había duda de que era profundamente negro. Tan pronto como terminó de hablar, salió de la sala sin decir palabra.
Patricia tembló al volver en sí misma:
– Ha sido convincente -murmuró-. Yo diría que le interesaba el trabajo.
Su suposición, destinada a ser solo un comentario, podría haber enfurecido aún más a Dudley si él no hubiese sido de su misma opinión. Contuvo la impaciencia y esperó a ver al último aspirante, quien mantenía las manos sobre el estómago como si rezara u ocultara su prominencia. Aquel gesto hizo que Dudley no necesitara escuchar su poco fluctuante voz para estar en su contra. No le importó que el hombre escuchara:
– Sé a quién quiero.
– Déjame adivinarlo -dijo Patricia cuando estuvieron los tres solos-. Al mismo que yo.
Justo a tiempo de no traicionar su indignación, Dudley vio que ponerse de su parte demostraría una razón más por la que nunca le haría daño.
– ¿Lo traemos de nuevo y despedimos al resto? -preguntó Vincent.